The time capsule
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Paula Sánchez-Rebollo
Eran las once de la mañana
del sábado, y regresaba a casa después de haber ido al banco a cobrar
un cheque. Pensaba que me iba a llevar más tiempo pero en cuatro minutos
terminé con el asunto. Por lo tanto, ahora me quedaba todo el fin
de semana por delante y eso me angustiaba un poco. No terminaba de
acostumbrarme al desolado aspecto de aquel pueblo americano.
Entré en el humilde barrio residencial
donde vivía y, al tomar mi calle, saludé a uno de mis vecinos, que
estaba sentado en las escaleras de su porche bebiendo una cerveza,
hey, chica, me dijo con el botellín en alto.
Justo antes de llegar a mi casa,
un perro salchichero me cortó el pasó ladrándome como un viejo cascarrabias.
Qué te pasa, le dije poniéndome de cuclillas intentando quedar
a su altura. Estiré la mano para darle una palmadita en su estrecho
lomo, pero antes de poder hacerlo el perro emitió un agudo grito y
echó a correr.
―¡Eh, tú!, ¡no le hagas daño! ―gritó
un niño desde la acera de enfrente.
―Yo… no… ―intenté explicarme mientras
me ponía de nuevo de pie.
―No muerde, ¿sabes? Así que ¿por
qué le pegas? ―siguió recriminándome el niño pero esta vez apuntándome
con el dedo.
Por su actitud me imaginé que la
discusión iba a ser larga así que me quité los auriculares de las
orejas y los dejé colgando sobre mi hombro. Iba a empezar a defenderme
cuando vi cómo su amigo, más bajito que él pero de unos nueve años
también, le susurraba algo al oído.
―Perdón, señora… ―dijo el niño
alto después de haber escuchado el no sé qué de su amigo.
―¿Señora? ―pregunté con los ojos
como dos huevos fritos―, ¿ahora soy una señora?
Ninguno de los dos niños dijo nada,
sólo me miraban con cierta inquietud. Les dije adiós con la mano,
sin mucha gana, y empecé a caminar otra vez.
―¡Espera, señora, espera! ―gritó
el más alto mientras el bajito le estiraba de la camiseta para que
dijera aquello que parecía que él mismo no se atrevía―. ¿Puedes venir
un momento? ―me preguntó al mismo tiempo que el pequeño me hacía el
gesto con la mano para que fuera, eso me hizo mucha gracia. Lo cierto
es que el mudito parecía la cabeza pensante del dúo, así que, curiosa,
crucé la calle y me planté frente a ellos.
―Yo soy Shayne ―dijo el alto con
enorme simpatía―, y éste es mi primo Jesse ―y los dos me ofrecieron
su mano derecha para estrecharla. Muerta de la risa, por aquel gesto
tan sincronizado, estiré mis brazos y les estreché a la vez las manos.
Aquello fue, lo que se dice, un buen saludo a tres bandas.
―¿Eso es un iPod? ―¡vaya, el mudito
tenía voz!
―¿Esto? ―pregunté señalando los
auriculares en mi hombro. Los dos niños asintieron―. Sí, es un iPod,
¿por qué? ―dije mientras lo sacaba de mi bolso.
Jesse volvió a decir algo al oído
de su primo, y finalmente Shayne rebuscándose en los bolsillos del
pantalón me dijo:
―Te lo cambiamos por esto ―y sacó
en un rápido gesto, como si de un mago se tratara, un arrugado billete
de un dólar.
—¿Mi iPod por un dólar? ―exclamé
con la cara totalmente arrugada.
—Bueno… y si quieres te puedes
quedar con Roosevelt los martes y jueves, ¿vale? ―negoció Jesse esta
vez.
―¿Quién es Roosevelt?
―Mi perro ―dijo Shayne.
―¡¿El salchichero?! ―no daba crédito
a la situación.
―Necesitamos tu iPod, señora.
―Elvira ―corregí a Jesse, pronunciando
mi nombre en inglés para no tener que repetirlo catorce veces.
―Necesitamos tu iPod, señora Elvira.
―No, sólo Elvir… bueno, ¡qué más
da!, ¡que no, que no os doy mi iPod!
Los dos chicos parecieron desistir
y con frustración se sentaron al borde de la acera. Me dieron pena.
―Vale, hablemos, ¿para qué queréis
mi iPod?
Jesse recobró la energía y me explicó
lleno de ilusión que era para su time capsule.
―¿Time capsule? ―repetí
intentando darle un significado en español, pero no conseguía entender
aquel término aun conociendo las dos palabras.
Shayne salió corriendo en dirección
a su casa y cogió algo de la mesa del porche. Regresó casi sin aire
y me lo mostró.
―¿Un termo? ¿Time capsule
es un termo? ―pregunté absolutamente confusa.
―¡Sí! Metemos cosas del presente
aquí, lo enterramos y después, miles de años después, alguien lo encuentra
y sabe cómo vivíamos ―explicó Shayne recobrando un poquito de aire.
―¡Aaaaaaaaaaaaaaah! ¡Claro! ¡Una
cápsula del tiempo! ―grité en español.
Los niños se rieron al escuchar
mi idioma.
La idea me gustó así que les pedí
que me enseñaran que habían guardado dentro. Jesse abrió el termo
muy voluntariosamente y me mostró un pendrive. Me dijo que
habían escrito, en documento Word, una carta explicando quiénes eran,
y habían adjuntado varias fotos de ellos y de Roosevelt. También habían
seleccionado algunas páginas de Wikipedia con la biografía de Obama,
Justin Timberlake, Undertaker, Smiley Ray Cyrius, Lebron James y Ben
Stiller.
Me encantó descubrir, a ojos de
unos niños americanos de nueve años, quiénes eran las personas más
importantes del planeta. Jesse también sacó un sencillo móvil que
por diecinueve dólares puedes encontrar en Walmart. Me contó que se
lo había regalado su tía Edna por su cumpleaños, pero que su padre
no le dejaba usarlo, y por eso no le importaba enterrarlo, sería más
útil para la ciencia. Finalmente, con mucho esfuerzo, intentó llegar
al fondo del termo y al ver que no podía, lo volteó dejando caer sobre
la palma de su mano dos dientes.
―La muela es mía ―se apresuró a
explicar Shayne con cierto orgullo― y la paleta es de éste.
―Pues chicos, creo que es genial,
de verdad, increíble. La selección es perfecta, con eso ya lo podéis
enterrar, no es necesario mi iPod, en serio, no es necesario ―dije
fingiendo enorme confianza en mis palabras pero no estaba muy convencida
de que estuviese siendo creíble.
Jesse, después de volver a meter
los dientes dentro del termo, tomó del brazo a su primo y se alejaron
unos metros de mí para deliberar. Se acercaron pocos segundos más
tarde.
―Sí, lo vamos a enterrar sin tu
iPod ―dijo Shayne retomando el papel de portavoz.
―¡Bien! ―exclamé dando una palmadita―,
pues, chicos, pasad un buen día ―y sonriendo me di la vuelta para
seguir mi camino hasta casa.
―¿Señora Elvira…?
Reconocí la vocecita de Jesse a
mi espalda y girándome le pregunté qué pasaba.
―Señora Elvira, hemos pensado no
meter tu iPod…
—Sí, lo sé, ¿y…? ―pregunté con
miedo.
―Y también hemos pensado enterrarlo
en tu jardín.
―¡¿En mi jardín?! ¿Por qué en mi
jardín?
―Porque mi padre no me deja hacer
agujeros en su jardín, ya se lo he preguntado ―explicó Shayne creyendo
que su respuesta era de lo más razonable.
―¡Normal! ―exclamé con una risa
irónica.
Shayne dio un codazo a Jesse y
éste se apresuró a decir:
―Señora Elvira, si nos dejas enterrarlo
en tu jardín te permitimos que escribas tu nombre en un trozo de papel
y lo guardes en nuestra cápsula del tiempo ―y después de decir esto
Jesse miró con esperanza a su primo Shayne.
Me ablandó aquella mirada tan llena
de ilusión. A fin de cuentas, el jardín no era mío sino del señor
Cole, mi casero. Si veía el agujero siempre podía echar la culpa a
las ardillas, algo bueno tenía que tener el vivir en la montaña.
Una vez en el jardín, los dos niños
buscaron un lugar apropiado y, por supuesto, decidieron que lo enterrarían
en el centro.
Nos arrodillamos en el suelo formando
un pequeño círculo. Jesse colocó el termo en el medio y los tres lo
miramos como si de algo trascendental se tratara. Sí, yo también,
en ese punto de la historia he de reconocer que estaba excitadísima
con el hecho de poder participar.
Saqué de mi bolso una libretita
y un lápiz, arranqué una hojita de cuadros y escribí mi nombre. Lo
doblé y se lo di a Shayne que su vez se lo pasó a Jesse y éste, finalmente,
lo metió dentro del termo. Todo un ritual de logística.
Después sacudí ambas manos hacia
adelante, dando a entender que podían continuar con el proceso de
enterramiento, pero ambos chicos se miraron levantando los hombros.
Cómo, preguntaron al unísono.
―¿Cómo que cómo?
―No tenemos pala, señora Elvira
―aclaró Shayne.
Suspiré un par de veces y luego
les pedí que me dejaran pensar. Pocos segundos después les dije que
me esperaran. Entré en casa, eché un vistazo a la cocina y, cuando
creí tener lo necesario, volví al jardín muy satisfecha de mi idea.
―Tomad, chicos.
―¿Una cuchara? ―preguntó incrédulo
Jesse.
―No, una cuchara no. Mira, una,
dos y tres cucharas ―expliqué señalando con el dedo cada una de ellas―.
Tres cucharas hacen el total de una pala.
Más o menos les convenció aquella
teoría y enseguida nos pusimos a cavar. Cuando terminamos, Shayne
tomó el termo y al ir a ponerlo en el agujero Jesse gritó:
―¡Espera, espera!
Shayne se paralizó a medio camino.
―¡Espera! ―volvió a repetir Jesse―.
¡Escupamos!
―¿Qué? ¿Unos a otros? ―al oír esta
pregunta de Shayne no pude evitar soltar una escandalosa carcajada.
―¡No, idiota! ¡Dentro del termo!
Así podrán saber de qué especie somos.
―¡Oh, genial!, ¡el ADN! ―vitoreé
a Jesse. Realmente ese niño era un Einstein.
Abrieron el termo y escupieron,
luego me lo pasaron a mí.
―¿Yo también puedo? ―pregunté halagada.
―¡Claro! Porque nuestro ADN es
americano pero, como tú eres extranjera, los del futuro tienen que
saber también cuál es tu especie.
Intenté ocultar mi risa, su razonamiento
no dejaba de ser inocentemente encantador.
Sin mediar palabra, tomé el termo
y escupí dentro. Parecía que estaba todo preparado, así que Shayne,
ceremoniosamente, cerró el termo y lo metió en el agujero asimétrico
que habíamos conseguido cavar con tres cucharas. Los niños, en un
gesto muy espiritual, se dieron las manos y pidieron las mías. Los
imité. Después agacharon la cabeza y recitaron algo que no pude entender.
Cuando terminaron, Shayne se dirigió a mí:
―¿Quieres decir unas palabras en
tu idioma?
¡Vaya!, qué gesto tan bonito, qué
bonito… Me quedé embobada mirándolos, ¿por qué el mundo no estaría
gobernado por niños?, pensé. Sin dudarlo tomé la palabra, pero cuando
iba a empezar a hablar me di cuenta de que no tenía ni idea de qué
iba a decir, así que, emulando el tono ceremonioso de los chicos,
solté lo primero que me vino a la cabeza en español:
―Yo quiero un novio que me lleve
a la bahía ―carraspeé un poco y continué―, que me diga vida mía y
que me quite este calor, ay... ay, qué calor, qué calor tengo ―hice
otra pausa porque empezaba a entrarme la risa―, qué buena estoy, qué
tipo tengo.
―Amén ―dijo Shayne.
―Amén ―respondió Jesse.
―Amén ―dije yo escondida entre
mis propios hombros y ocultando la risa tras mi mano.
Después tapamos el agujero y lo
pisoteamos intentando dejarlo como antes, fue imposible. Les dije
que no se preocuparan, que en poco tiempo la nieve haría el resto.
Me despedí de ellos frente a las
escaleras de mi casa. Fred, mi vecino, nos miraba desde el porche.
―Gracias, chicos, pasad un buen
día ―les dije mientras tomaba de sus manos las cucharas que habían
acabado completamente dobladas.
―Gracias, señora Elvira ―dijeron
a dúo.
Los vi marchar y subí al porche.
―¿Qué demonios hacíais ahí detrás?
―preguntó Fred con enorme intriga.
―Nada, soñar... ―y con una triste
sonrisa me metí en casa a pasar el resto del fin de semana.
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Paula
Sánchez-Rebollo
es una autora nacida en Bilbao. Licenciada en Filología Hispánica
y en Periodismo, actualmente trabaja como profesora en el departamento
de Lenguas Modernas de una universidad. Gracias a su trabajo como
profesora de español he podido vivir en países muy diferentes como:
China, Francia, Cuba, Singapur o Estados Unidos. Todas sus vivencias
las transforma en relatos semificticios que escribe desde hace años
y de forma amateur.
Desde hace un año mantiene un blog literario llamado Loca Novelife
(http://locanovelife.blogspot.com/) en el que administra sus propios
cuentos.
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Ilustración relato:
Fall silhouette 2, By netalloy (Open Clip Art Library image's
page) [see page for license], via Wikimedia Commons.
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