Los suicidados
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Alejandro Maciel
La noche
estaba vigilante como los perros, los dos sabíamos que estábamos
encerrados en ella.
«Venimos a este mundo sin quererlo, nos vamos
sin saberlo», decía madrina liando las chalas de tabaco, haciendo
sus cigarros arrugados y oscuros como dedos que han escarbado la tierra
mucho tiempo por eso cuando te conocí creí que venías hecha para mí,
que no había otra esperanza que no fuera la de verte llegar. «Te esperaba»,
tu voz me arrullaba cantos dulces no como ese lastimero arranque del
acordeón en la fiesta de San Juan con los fuegos crepitando allá,
clavados en el cielo sobre las altas tacuaras para asustar el aire
de junio. No necesito que me digan las adivinanzas, no necesito las
pruebas ni las rondas. «El agua no miente», dice Adelaida y echa en
la palangana los papelitos plegados con los nombres que flotan y se
crispan en las ondas iluminadas por las fogatas, ella espera que se
junten por milagro del santo los nombres que se quieren en la vigilia
de San Juan. «El agua también engaña a veces», ya me decía la Sacristana
esa mujer que todos dicen que nació siendo séptima hija y se hizo
bruja. No sé si miente el agua, sé que mirándome en tus ojos veía
claramente el cielo despejándose después de una tormenta. Tus ojos
me aquietaban todos los gusanos que se revuelven en medio del pecho
cuando viene la noche pero no trae el sueño con ella, esas noches
muy largas de luna turbia.
«Estoy aquí, no me voy, siempre estoy», me decías
para desagitar mi pecho.
Yo le desconfío a palabras como 'siempre' que
se dicen aquí y allá y uno nunca ve algo que esté siempre en el mismo
sitio, uno busca algo que dejó ayer y en su lugar encuentra un vacío,
una ausencia que después se hace larga como las sombras del atardecer
hasta deshilacharse en las noches.
Así de largas, interminables.
Las luminarias temblaban esa noche de San Juan
con el canto hondo de esos pájaros invisibles que gritan en la oscuridad.
«Una amasa hijos en esta tierra dejada, una llena
las horas vacías con sueños, una ve creciendo esos hijos que nos van
a salvar después cuando crezcan. Esos hijos son toda la esperanza
pero un día una mala enfermedad se lleva ese único tesoro, esa promesa.
Una se queda huérfana de sus hijos y en vez de llorar con desesperación
nos obligan a bailar y bailar por el angelito cuando una lo que quiere
es agarrarse la garganta hasta sofocarse y morir, pero no, hay que
bailar porque si una llora cada lágrima pesa en las alas del inocente
y no deja subir al cielo», decía la Sacristana explicándose su dolor
a cada madre que perdía un hijito, una y otra vez les recomendaba
que bailaran, que salieran a la pista en el velatorio y bailaran al
compás de esos lamentos del chamamé «eso también es una forma de llorar»,
les decía.
«Yo soy Antonio», me dijiste el día en que nos
conocimos.
¿Hijo de quién?
Padre no tengo, nunca tuve. Herminio Gaúna es
mi patrón, mi padre y mi respetado. Pero él nunca dice nada solamente
me mira con esos ojos negros que siempre andan perdidos entre las
cosas, sigue mascando su naco. Mi madre ya es vieja, pura piel quebrantada
por el sol, cuando está en la chacra revolviendo los terrones sin
descanso, cuando no está curando los vientos debajo del paraíso. Todavía
debe de estar acunándose en el aire violeta de octubre lleno de la
dulzura de las flores del paraíso y mamá cebándose el mate muy despacito
como pensando en sus adentros repitiendo historias que se contaban
desde el pasado. Cuando algún hijito se moría de esas cosas que existen
aquí sin que nadie sepa qué es, la Sacristana repetía su cuento y
después se lo traían a mi madre; era un sufrimiento ver ese cuerpito
seco, envuelto en los pañales que mamá usaba para la mortajita blanca,
después recortaba papel para armar las alitas y la Sacristana no dejaba
de recomendar que sujeten el llanto, que las alas se mojan y no pueden
subir los inocentes hasta el trono de Dios con las alas mojadas con
el dolor de las lágrimas.
¿Si vive todavía mi madre? No sé si se puede
vivir allá en las lomas donde está nuestra casa, más allá del camino
de arena, cruzando esos potreros que dicen que son de don Gaúna, más
allá, pasando el cruce de colonia Tabaí, ladeando el estero, está
más lejos que ninguna casa, ahí solamente crecen cardos y espinillos
y las vacas ni el agua amarga de ese estero pueden tomar, las espigas
del maíz nacen como esos muertitos secas desde el vientre, uno ya
sabe que no van a vivir mucho.
¿Conocés ese árbol que le dicen aromito? Mamá
hacía ramilletes con las flores amarillas y colocaba el ramito entre
los dedos de los inocentes fallecidos. Eso me acuerdo. El paraíso
encerraba el viento, las hojas de abajo se sacudían con suavidad como
si estuviesen rezando el padrenuestro sin despertar a los angelitos
dormidos y los ojos de mamá tenían el mismo color que la madera, no
sé por qué también en esos ojos yo buscaba la tranquilidad mientras
jugaba en la tierra haciendo que araba y sembraba semillas de aromito.
Si ella ya murió estará enterrada debajo del paraíso y los ojos ya
serán del mismo color que la tierra.
Padre nunca tuve, solamente Herminio Gaúna, mi
patrón desde siempre. Hoy me estuvo mirando mientras fumaba, nunca
se sabe lo que está pensando pero siempre recela, eso se nota porque
los ojos están inquietos yéndose de una cosa a otra sin descansar
nunca.
Las lumbreras de San Juan se alzan alto, en las
puntas de las tacuaras más altas, porque ese fuego no es para nosotros,
es para el santo que anda por allí y no sabe lo que pasa en este pueblo.
No quiero que llores más, Antonio. Acordate de lo que decía la Sacristana,
que nuestros llantos no dejan subir las almas hasta la paz de Dios.
Iba rezando esa noche desesperada, me pareció que la lumbre de los
refucilos aparecía cada vez que me sosegaba, mi ánimo y la tormenta
no me decían otra cosa, vi la muerte de los dos cuando te acercaste,
supe que se terminaría todo, ya me habías dicho que si no era en esta
vida, sería en otra pero que nadie te iba a separar de mí, cuando
vi el machete tuve miedo, no tus ojos más oscuros que la noche me
asustaron más, ahí no había paz ni siquiera para pensar. Vi las lumbreras
quemando esos atardeceres que nunca llegaban para sofocar los temporales,
ahora sé que el agua, el fuego y el viento pueden mentir, únicamente
el dolor dice siempre lo mismo, yo no dije nada sino que me acosté
sabiendo que era la última vez, vi cuando pusiste el machete debajo
del catre, después empezó a retumbar esa grieta que destrozaba el
cielo y ahí se apagaba todo, hasta la tormenta.
San Juan habrá bajado en ese momento y sin llorar
sobre nuestros cuerpos se habrá puesto a bailar, habrá bailado de
tristeza hasta que amaneció, y no lloró porque no quería humedecer
nuestras alas de papel, quería que subiésemos hasta Dios en medio
de tanta miseria.
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Alejandro Maciel,
es Médico psiquiatra y escritor. Nació en Corrientes, Argentina, en
1956.
Ξ WEB DEL
AUTOR: El Blog de Alejandro Maciel (http://alebovino.blogspot.com/)
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Ilustración relato:
Fire, By Awesomoman (Own work)
[Public domain], via Wikimedia Commons.
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