Los diarios de Lem
Doctor Paracelso
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Carlos Montuenga
Ha pasado ya algún tiempo
desde que perdí el contacto con los demás. Tengo que encontrarles
como sea. A veces, lo ocurrido me parece un mal sueño del que voy
a despertar en cualquier momento.
Recuerdo los tejados
de París recortándose contra el cielo sereno de la tarde. En la lejanía,
las campanas de Notre Dame elevaban su voz severa sobre el bullicio
de calles y plazas. Yo paseaba despreocupado, observando las travesuras
de unos pilluelos que corrían entre la gente.
Luego las cosas tomaron
mal cariz. Recibimos orden de trasladarnos con urgencia y muchos creímos
que se iba a iniciar una gran ofensiva. Cuando llegó el momento señalado,
fijé las coordenadas y me preparé para la partida. Pronto, aquella
ciudad tan fascinante no sería para mí más que un lejano recuerdo.
Durante el tránsito
no percibí nada anómalo. Como ya había ocurrido en otras ocasiones,
los contornos de todo cuanto me rodeaba empezaron a borrarse y me
fue invadiendo una intensa sensación de ingravidez. Procuré no pensar
en nada y me abandoné al placer de sumergirme en un torbellino luminoso
en el que todo desaparecía estallando en mil destellos fugaces.
Sé que aquello sólo
duró un instante, pero cuando las luces se extinguieron y pude palpar
otra vez mi cuerpo, habría jurado que regresaba de cruzar un océano
sin límites.
Pronto comprendí
que algo iba mal. En el lugar donde me encontraba, no había ni rastro
de los míos, nada familiar, ninguna referencia; he de admitir que
algún fallo inexplicable me desvió de la ruta prevista.
Ahora sólo puedo
confiar en que consiga comunicarme con ellos. Mientras tanto, dependo
de mis fuerzas para sobrevivir en un mundo que apenas conozco.
He tomado la decisión
de dirigirme hacia alguna población importante
y buscar una ocupación que me permita
pasar inadvertido.
Ayer tuve que emplear
la mayor parte del día en atravesar un bosque solitario. Al fin, se
fue aclarando la espesura y apareció ante mí un territorio llano con
abundantes pastos y tierras de labor.
Ya avanzada la tarde,
entré en una pequeña aldea rodeada de prados.
No había probado
bocado desde el día anterior y mis tripas no dejaban de protestar.
Me acerqué a una choza y di unos golpes en la puerta. En el umbral
apareció una mujer muy delgada, con dos niños agarrados a sus faldas,
y me invitó a pasar. El suelo de la estancia estaba cubierto de paja
y se oía el gruñido de cerdos tras una estacada. Flotaba en el aire
un olor nauseabundo. La mujer me ofreció una escudilla con coles hervidas
y algunos trozos de tocino, que devoré en un santiamén sentado junto
al hogar. Tras terminar el refrigerio, conseguí que me entregara unas
libras de carne en salazón y medio queso, a cambio de una hebilla
de plata.
Las últimas luces
del día se apagaban cuando salí de la choza para proseguir mi camino.
Parecía como si la aldea hubiera quedado sumida en un profundo letargo;
sólo el silbido de los vencejos y el eco de alguna voz lejana turbaban
el silencio.
Cuando noté que el
cansancio se adueñaba de mí, dejé el camino y me tendí bajo los árboles,
dispuesto a descansar unas horas. El verano derramaba su aliento tibio
sobre la tierra y las hojas de los abedules brillaban en la oscuridad;
en seguida, me venció el sueño.
Apenas rompía el
alba cuando sentí que alguien me sacudía el brazo. Un hombre alto,
embutido en faldones negros, estaba junto a mí observándome con atención.
—La paz del Señor
esté contigo —dijo.
Respondí a su saludo
asintiendo con la cabeza; luego le expliqué, tan bien como pude, que
el azar me había llevado lejos de casa y necesitaba encontrar algún
modo de ganarme la vida.
—Por tu forma de
hablar, veo que eres extranjero y desconoces nuestras costumbres —dijo
él—, pero pareces un joven decidido, y tal vez encontremos
para ti alguna ocupación en el monasterio. Acompáñame, si ese es tu
deseo. Con la ayuda del Señor, llegaremos allí antes de la hora Sexta.
El monasterio está
asentado sobre un promontorio desde donde se divisan extensos campos
de cebada, salpicados por algunos viñedos. El abad ha dispuesto que
mientras permanezca con la comunidad, he de ayudar a los hermanos
que cuidan del huerto.
Hay un monje muy
enfermo que ocupa una celda contigua a la mía; es el hermano Wenceslav,
un anciano que antes estaba encargado de dirigir la cocina. Respira
con mucha dificultad y apenas tiene fuerzas para levantarse del catre.
Siempre que puedo, me acerco a verle por si necesita algo. Ayer estaba
ayudándole a tomar un poco de caldo, cuando se presentó el abad acompañado
de un hombre de semblante adusto que, tras reconocer al enfermo, sacó
algunos frascos de un pequeño cofre forrado en cuero. Luego empezó
a extender un ungüento amarillo sobre el pecho del anciano.
—Señor, este hombre
está muy enfermo —le dije—. Temo que su vida se apague en cualquier
momento.
—¡Nadie ha pedido tu opinión! ¿Con
quién crees que hablas? —bramó él—. Soy
el doctor Teophrastus Bombastus von Hohenheim, muchos me llaman Paracelso.
He viajado por todas partes y estudiado en varias universidades, pero
mi saber no procede de los libros.
Luego, mirando con
malicia al abad, prosiguió:
—Tal vez por eso,
algunos me toman por brujo y hasta se ha llegado a decir que hago
pactos con el demonio.
—¿Los brujos pactan
con el demonio para auxiliar a los enfermos? —pregunté intrigado.
—Verdaderamente,
ni el asno que transporta mis medicinas es tan necio como tú —dijo
Paracelso escupiendo al suelo—. ¿Cómo te llamas?
—Señor, mi nombre
es Lem.
—¿Lem? ¿Eso es todo?
Más parece el nombre de un perro. Créeme muchacho, nunca llegarás
a nada con un nombre así ¿Acaso no sabes que los nombres encierran
la esencia misma de lo que somos? Fíjate en el mío, yo no podría ser
quien soy si me llamara, digamos… Teo. En fin no sé por qué pierdo
el tiempo contigo. Ya veo, por tu forma de mirarme, que no entiendes
nada. Por cierto, tus ojos son oblicuos y hablas el alemán con un
acento extraño. ¿Has nacido en las tierras del norte?
—Pues… sí maestro,
de muy al norte.
—Bueno muchacho,
dejémonos de charla. Si quieres hacer algo por el enfermo, asegúrate
de que ingiera una pizca de este polvo negro una vez al día.
En medio de la noche
me despertó el tañido de una campana que llamaba a los monjes a la
oración. Estaba a punto de volver a dormirme cuando oí toser al enfermo.
Me levanté con sigilo de mi jergón y entré en su celda. El anciano
ardía de fiebre y respiraba con gran dificultad; sufría continuos
accesos de una tos convulsa que le sacudía de los pies a la cabeza.
Consideré la situación:
tenía serias dudas de que los remedios del eminente doctor fueran
de alguna utilidad; aquel pobre hombre podía morir, a menos que yo
hiciera algo… pero eso significaba contravenir el reglamento del Consejo
Supremo.
Me aproximé al enfermo
y enfoqué sobre él mi campo de visión. En seguida, pude apreciar una
zona oscura que se extendía por su pulmón derecho.
El proceso infeccioso
estaba muy avanzado y tomé la decisión de actuar con rapidez. Coloqué
ambas manos sobre la zona enferma, y pronto empecé a sentir un cosquilleo
característico que circulaba por todo mi cuerpo. Al cabo de un buen
rato, la mancha casi había desaparecido y el monje comenzaba a respirar
con más facilidad. Me senté junto a él para recuperarme del esfuerzo;
en la penumbra de la celda, las corrientes de luz que escapaban de
mis manos ascendían hacia el techo, envolviéndome en un resplandor
rojizo que, al iluminar débilmente la estancia, proyectaba sombras
vacilantes sobre los muros.
El monje carraspeó
y miró en torno suyo con expresión aturdida. Me miró sin reconocerme
y, abriendo unos ojos como platos, exclamó:
—¡Que Dios se apiade
de mí! ¿Acaso te envía el maligno para arrastrarme a los infiernos?
Le aseguré que no
tenía intención de arrastrarle a parte alguna, pero él estaba fuera
de sí y agitaba los brazos como un loco. A pesar de mis esfuerzos,
se las arregló para saltar fuera del catre y, al pisar descalzo
las frías baldosas, resbaló y se dio de narices contra el muro.
Al poco rato, oí
girar los goznes de la puerta y apareció el abad acompañado de dos
monjes que portaban antorchas. El enfermo yacía en el suelo atontado
por el golpe, pero yo había tenido tiempo de comprobar que
sólo sufría una ligera contusión.
—¿Pero qué es esto?
—exclamó sorprendido el abad—. ¿Qué ocurre aquí?
La situación era
comprometida. Tragué saliva y me dispuse a improvisar una explicación
convincente. El ambiente se distendió cuando le dije al abad que sin
duda el hermano Wenceslav se había caído del lecho, tras de lo cual
yo acudí al oír el golpe y le encontré tendido en el suelo.
Por suerte, mi apariencia
humana era ya completamente normal y los monjes no sospecharon nada.
Reina una gran inquietud
en el monasterio. Por lo que he creído entender, han llegado noticias
de cierto edicto promulgado en Worms, que condena a un monje agustino
por defender ideas contrarias a las enseñazas de la iglesia romana.
El acusado, un tal Lufer o Luther, es un profesor de la Universidad
de Wittemberg. Según dicen, hace unos años protagonizó un gran escándalo
al publicar numerosas tesis contrarias a algunas prácticas habituales
de la Iglesia. Eso último me resulta confuso, pero por lo que me han
explicado los monjes, las autoridades eclesiásticas venden unos documentos
muy particulares; por medio de ellos, el comprador consigue una reducción
de la condena que le corresponde cumplir en un lugar llamado purgatorio,
cuyo emplazamiento exacto nadie es capaz de aclararme.
El abad dice que
todo esto puede traer consecuencias nefastas, pues algunos príncipes
alemanes apoyan las tesis del monje rebelde y no vacilarían en enfrentarse
al mismísimo Emperador.
Hace unos días que
abandoné el monasterio para seguir mi camino. Me disponía a buscar
algún lugar donde pasar la noche, cuando divisé a lo lejos el humo
de una fogata que se elevaba junto a un carro. Al acercarme, pude
ver al doctor Paracelso, abstraído en la contemplación de las llamas.
No me había visto y se puso en
pie
de un brinco cuando llegué junto
a él.
—Maestro, espero
que os encontréis bien —dije, haciendo una inclinación de cabeza.
—¿Eh? ¿Quién eres
tú? ¿Qué quieres?
—Soy Lem, maestro,
he dejado el monasterio y me dirijo a la ciudad de Marburg.
Al reconocerme, se
tranquilizó e hizo un gesto para que me sentara junto a él. Sobre
el fuego se hallaba suspendido un caldero del que escapaban efluvios
capaces de resucitar a una legión de muertos.
Permanecimos un rato
en silencio. Luego, él clavo en mí su mirada y dijo:
—Muchacho, tal vez
te sorprenda el que un eminente doctor viaje de un lado para otro
como un vulgar buhonero, cuando podría llevar una vida opulenta al
servicio de algún príncipe. Pero nada aprecio tanto como la libertad.
Todas las riquezas del mundo carecen de valor si se comparan con el
placer de tenderse sobre la hierba y contemplar la belleza del cielo
estrellado. Pero dime ¿cómo se encontraba el hermano enfermo cuando
dejaste el monasterio?
—Maestro, cuando
me despedí de él, se sentía aún muy débil, pero respiraba con bastante
normalidad y su fiebre había desaparecido.
—¡Rara vez he fallado
al tratar un caso como el suyo! —exclamó él con gesto triunfal—. Has
de saber que mis remedios superan todo lo conocido. Mientras muchos
se obstinan en seguir utilizando purgas y sangrías, yo he descubierto
que la Naturaleza oculta sustancias capaces de destruir el núcleo
mismo de la enfermedad.
—¿Y sería posible
encontrar agentes específicos para tratar cada dolencia? —pregunté
interesado.
—Vaya, parece que
no eres tan necio como me figuraba —respondió él—. Así es, tal como
supones. Algunas de esas sustancias son de naturaleza mineral, como
la sal Tartari y el sulfuro de antimonio; otras, esencias volátiles,
tal el alcohol vini y los espíritus que pueden extraerse de las plantas
por destilación. Sin embargo, Lem, hay algo que debes tener siempre
presente: sólo un hombre virtuoso puede practicar con éxito el arte
de curar; todo en el cosmos forma parte de una trama que la voluntad
suprema teje en secreto.
He cambiado de planes.
Por el momento, no iré a Marburg. El doctor Paracelso me ha ofrecido
una pequeña paga con la que puedo cubrir mis necesidades básicas.
A cambio, le ayudo a realizar sus curas y me ocupo de recoger las
plantas que precisa.
Cada día que pasa,
acuden a nosotros más enfermos y la bolsa del maestro engorda sin
cesar. Poco se imagina él que a veces yo intervengo en secreto para
acelerar las curaciones.
¡Al fin he conseguido
establecer contacto! La señal se mantuvo estable tan sólo unos segundos,
pero bastó para notificar mi posición y pedir instrucciones. Poco
después llegó la respuesta. Se hacen cargo de la difícil situación
en que me encuentro y han calculado las trayectorias de regreso que
les parecen menos arriesgadas. Pero me dejan a mí la decisión final.
Esta vez no puedo fallar…
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Carlos
Montuenga,
es Doctor en Ciencias.
Es miembro integrante del
Taller Literario de El Comercial.
@
cmrbarreira[at]hotmail.com
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Ilustración relato:
Anbig 001, By Jacopo188 (Own work) [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)],
via Wikimedia Commons.
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