La muerte a mi lado

Antonio de la Fuente Arjona


Relato Antonio de la Fuente Arjona

¡Y el muerto estaba allí, vivo!

Risa general en el bar de Juan.

—Anda, juega de una vez y déjate de historias.

Blas miró sus fichas de dominó, cogió una de ellas como al azar y sorprendió a todos cerrando el juego casi sin querer.

—¡Os lo juro! —siguió Blas con su relato sin dar ninguna importancia al triunfo en el juego ni a las caras de disgusto de sus compañeros, concentrados todos en aquella serpiente blanca y negra, inmóvil, en el centro de la mesa—, fue él, el muerto, quien me dio la vez en la panadería.

En la calle de la Sombra siempre se han contado historias de fantasmas. ¿Por qué no va a ser posible?

—¿Si los vivos visitan a los muertos por qué los muertos no van a visitar a los vivos? Puede ser por educación, por devolver la visita.

A lo largo del día los altos cipreses del cementerio van paseando su sombra afilada sobre mi calle. Yo vivo en el barrio de la Sombra. Hasta mi ventana llegan los llantos y los rezos en días de entierro o en horas de visita. Si me asomo a la terraza puedo ver una ciudad quieta, casi siempre vacía, mármol gris y el verde oscuro de los cipreses, a veces también se distinguen colorines: esas flores que se marchitan rápido.

Yo vivo aquí por el recuerdo. Llegó un momento en mi vida que hubo más gente querida de un lado de los cipreses que del otro. Yo me desplacé con ellos, aunque todavía no pueda ocupar mi sitio a su vera.

—¡Parejéi viejo —grita Ramiro—, to el día jablando de muerto! —su boca apenas se abre para hablar, siempre con la eterna colilla cosiendo el centro de sus labios.

—¡Toma! ¡Eso es lo que somos, coño!

Y Sebas con su frase abre el coro de carcajadas y toses, la mayoría sin dientes que lo adornen.

Eso es lo que somos, una panda de abuelos esperando la muerte. No necesitamos hacer cola en la puerta del cementerio o en la iglesia. Nosotros esperamos en el bar de Juan o sentados al solecito en la plaza, hacemos tiempo jugando al dominó o a la petanca.

—Nadie nos va a quitar la vez, cuando tenga que ser será.

Hacemos apuestas a ver quién será el siguiente, porque el primero hace ya mucho que se fue.

—Sí, hombre, ¿no te acuerdas?, el alto aquel que enterraron a trozos porque no cabía en la caja.

El que fallece pierde la apuesta, claro. El difunto paga una ronda o la borrachera general, según lo que dé de sí el fondo que todos vamos dejando al tesorero Juan para este menester.

—¡A la salud del muerto!

Ya nos ha pasado que la fiesta acabe en nuevo sepelio con su correspondiente melopea. Es que no estamos ya para muchos trotes.

—¡A la salud del muerto!

Creo que todos deseamos perder la apuesta.

El barrio de la Sombra no es un barrio triste como podría parecer, no, todo lo contrario, para eso estamos nosotros. Los gamberros, nos llaman algunos.

—¡Sois peor que los críos!

Es que los niños sí pueden jugar, gritar y hacer travesuras, pero parece ser que los viejos no.

—¿Pero qué hacemos de malo?

Nos reímos de todo, en el bar de Juan y en la plaza siempre se monta algo de escándalo.

—Sí, ¿y las noches de ronda con meada en la puerta de la iglesia, qué?

—Y las cosas que les decís a las chicas.

—¿Qué paja que tú no je la dice?

—¿Yo a las chicas? ¡A mí me gustan grandes!

—¿Y lo de ir al cementerio a jugar dominó sobre la tumba del Jacinto?, eso creo que tampoco les gusta.

—No, eso tampoco les gusta.

Y hablamos, hablamos mucho. En este tiempo de silencio nosotros hablamos.

—En mí era como una extraña maldición. Cuántas veces no habré repetido a la gente: ¡no me regaléis nunca flores, tengo en mi terraza un hermoso jardín de flores de muertos! —Paco apura su copa de un trago y continúa—. Vosotros ya conocéis mi casa, toda llena de flores y plantas, yo no sé mucho de plantas y menos sus nombres, pero yo las llamo a cada una con el nombre de su difunto dueño y las hablo y las trato igualito que si fueran ellos mismos, igualito.

Nos encanta recordar, contarnos cosas unos a otros. La mayoría de las veces cosas relativas a nuestra experiencia con Ella, con la Muerte.

—Es así, recibir flores de alguien era su primer paso al otro lado.

—Entendido Blas, cuando estires la pata llevaremos bombones a tu tumba.

—¡Qué dice éste de bombones! Llevad una botella de coñá que por algo ya la he dejado pagada, ¿verdad Juan?

Así, entre juegos y chismes, la espera se hace más llevadera. Después, claro, están también los momentos de soledad. A lo largo del día hay muchos de esos, en cualquier parte se te echan de pronto encima. El silencio. El cansancio. La hartura de la vejez. Sobre todo en la noche, cuando el sueño tarda tanto en llegar.

—Esta vez fue Pepe —Juan empieza a servir la ronda pagada.

—¿El Gafe? ¿Ha sido Pepe el Gafe?

—Sí, Pepe el Gafe.

—Nunca he tenido suerte con la gente. Nunca. La verdad es que nunca he tenido demasiada suerte con nada, con nada —mientras habla, Pepe limpia con un pañuelo manchado sus grandes gafas—. He conocido muchas personas maravillosas, muchas, pero cuando la relación más prometía una muerte incomprensible venía a arrebatarme mi futuro de cuento.

—Se ha suicidado.

Con tal de perder la apuesta los hay capaces de todo. Yo mismo he pensado muchas veces en hacer ese corto trayecto desde el balcón a mi sepultura. Sólo es un salto. Un simple saltito, sin apenas impulso, y caer directamente al Otro Lado.

—Nunca he tenido demasiada suerte en la vida. Todo me ha salido mal. Siempre. Todo. Un día, hace bastante, decidí acabar de una vez esta vida de cenizo —Pepe guarda silencio, parece concentrado en la inacabable limpieza de los gruesos cristales, tras un rato alza la cabeza y nos mira con sus ojos inmensos de miope. En lo alto de la nariz dos marcas profundas: las pesadas gafas—. ¿Cuánto tiempo pude estar en aquella cama?, ¿cuánto tiempo?, derritiéndome por dentro, encharcándome en mierda, sin poder moverme, ni hablar, estafado por el sueño de una muerte dulce y rápida. Lo tenía todo calculado, todo, y sin embargo, el final fue tan estúpido como la realidad de mi vida.

Nadie interrumpe su discurso. A veces en el bar de Juan o en la plaza, la gente, y hasta los niños, hacen corro para escuchar nuestras historias.

—En la prisa confundí y mezclé pastillas de mil colores y tamaños para conseguir una agonía larga y dolorosa, entre retortijones y una diarrea galopante.

—¡A la jalú de Pepe!

—Esta vez lo consiguió.

Dios les cría y ellos se juntan. Y es cierto, cada uno vinimos a parar aquí desde diferentes lugares, coincidimos casualmente en el bar de Juan y formamos esta especie de clan de moribundos.

—¡Por el finado!

No todos los recuerdos son tristes.

—¡Jala niño, ja jugá! Qu'esta e una jistoria de mayore, ¡amo, amo! —Ramiro espanta a los niños sacudiendo sus manos, sin poder evitar algún discreto toqueteo de culos—. ¿Peo qué le dan de comé ja lo niño y niña de joy, que crejen tanto y tan duro?

—¡Viejo verde!

—¡Ante de jer viejo ya era verde, qu'esto me vié de mu chiquito! Mis padre, que en pa descansen, fallejieron cuando yo era ají de nano —y marca la estatura con su mano derecha. Después Ramiro mira ese vacío de arriba a abajo como logrando ver allí al niño que fue y confirma—. ¡Ají! Yo debí andá po lo sei o jiete año... —es esa colilla perenne en su boca y no él la que decide cómo saldrán las palabras, es ella la que estorba, la que guía el movimiento de los labios haciendo desaparecer letras o modificando su sonido real—. Mi pare, o mejó dicho, el que yo creía que era mi padre, jiempre me llevaba con él cuando iba de caza, tenía una gran ecopeta que pesaba má que yo. Pue ese día, habíamo salío ar monte peo volvimo temprano a casa poque llovía. Mientra mi pae se quitaba el barro de la bota en la pueta, yo entré el primeo en la casa. Nada má entrá escuché la vo de mi mae, supiraba y gritaba omo si la pasara algo terible, yo asustao corrí jasta su habitación y me encontré con mi madre desnuda y el señó cartero de mi pueblo encima d'ella, desnúo también. ¡Ven, ven!, ¡ya me llega!, gritaba mi mare. ¡A me llega! ¡Ya me llega! Y llegó, vaya si llegó, el señó de la ecopeta llegó y de un solo tiro atravesó el corasón de lo do. Quedaron quieto, como si no je hubieran enterao, mira, con una epresión de gusto en su cara que ya quisiera tené yo cando me muera —y la tendrá, Ramiro morirá entre carcajadas en la plaza del barrio riéndose de sus propios chistes. No fue posible cerrarle la boca y su familia tuvo que taparle la cara con un paño para poder dar un poco de seriedad al velorio.

—Sus cara unía, su cuerpo desnúo y la cama toa rojo sangre. Eja imagen no me se orvida jamás. Fíjate ji no la tendré presente que pueo hacé el amó onde querái: en la calle, en un armario, en lo alto de un árbol, peo en una cama nunca, m'es imposible, m'es imposible.

—Ahora ya nos es imposible a todos hasta en la cama.

—Ya sendo mayó m'enteré de que mi padre en realidá era el señó cartero de mi pueblo.

Ramiro fue el siguiente, ya en plena época del luto. El suicidio de Pepe el Gafe marcó el inicio de la Época del Luto, empezaron a caer uno tras otro todos los ancianos del barrio de la Sombra. Era de esperar, la mayoría éramos de la misma quinta, algunos incluso más mayores. Son como rachas, suele pasar, uno al morir abre el camino a los demás que están cerca y es como si tirara de ellos en su caída. El barrio se vistió con un luto espeso. Había gente que sumaba los años de luto por cada difunto, esas familias vestirían negro por varias generaciones.

Tras Ramiro se marchó Paco. Llevamos al cementerio todas sus plantas y flores y convertimos su tumba en un precioso jardín que la verdad duró poco. Allí mismo, tal como él dijo, nos tomamos una botella de coñac a su salud. Esa misma noche murió Blas.

La culpa la tuvo el coñac. Claro, también la edad, su hígado, y esa manía suya de convocar fantasmas.

Blas siempre nos traía noticias del Otro Mundo.

—Tu mujer, que en paz descanse, me ha dicho que la dentadura postiza que buscas desde hace días está en el cajón de los calcetines, se te cayó allí el día que te agachaste a coger un par limpio y te dio el ataque de lumbago.

—Tu hija, que en paz descanse, me ha dicho que no te olvides que mañana es el cumpleaños de tu nieto.

—Tu madre, que en paz descanse, me ha dicho que a ver si te abrigas bien antes de salir de casa que vas a coger un resfriado y que para qué narices te hizo ella aquella bufanda tan bonita y calentita si nunca te la pones.

—¡Lo dijo Blas, punto final! —le gritábamos todos para que se callara. Procurábamos no hacerle mucho caso, nos parecía un poco excesivo que aún después de muertos no nos dejaran en paz.

Pero esa noche no hubo quien le parara.

Juan nos despidió poniendo una botella de coñac encima de la barra.

—¡A cumplir! —dijo.

Ya íbamos los tres, Blas, Sebas y yo, un poco cargaditos. Entre la flojera del alcohol, la edad y la risa tonta nos costó mucho saltar la tapia, para después avanzar entre caídas y tropiezos por la oscuridad del cementerio.

Apenas pisó la tierra del cementerio, Blas comenzó con la cantinela.

—Están aquí, están aquí...

—¿Quién? —Sebas y yo buscando nerviosos de un lado a otro—. Ya nos ha descubierto el guarda.

—Los muertos, están aquí, esperándonos.

—¡Vete a la mierda, Blas! Menudo susto nos has dado. Pues claro que están aquí, ¿dónde quieres que estén?

—¡De excursión! ¡Ja, ja...! ¡Ay!

—¿Estás bien, Sebas?

—¡Carajo, casi me cargo la botella de coñá!

Cuando encontramos la tumba de Paco la botella ya iba por la mitad y parecía que todo se veía más claramente.

—¡A la salud de Paco!

—Y de todos los demás, a ver si se van a enfadar, ¿eh, compadre?

Pero Blas seguía en sus trece, están aquí, repetía, lo presiento, cada vez están más cerca. De pronto se puso a gritar como un loco.

—¡Venid, os estamos esperando! ¡Venid!

—¡Cállate Blas! —Sebas y yo intentando taparle la boca—. ¡Cállate! ¿Qué quieres?, ¿que nos echen?

—¡Shhhss! Espérate al menos a que acabemos el coñá.

De repente comenzó a temblar la tierra y después a formarse grietas imposibles.

—¡Venid! ¡Venid! —Blas insistía atizando los fuegos fatuos.

Y al abrirse el suelo se abrieron nuestras heridas más profundas, porque allí estaban todos, todos nuestros muertos. Y ellos, momificados por el recuerdo, presentaban mejor aspecto que nosotros.

Y fue como volver a estar en el bar de Juan, todos juntos de nuevo. Sebas y yo mirábamos alucinados, acodados en la lápida de Paco y pisando sus flores.

—No habrá suficiente coñá para todos.

—Tranquilo, los fantasmas no beben.

Aquello era como una fiesta de fin de año. Blas disfrutaba de lo lindo, hablaba y bailaba con todos, estaba feliz, ni siquiera cuando le dio el ataque al corazón dejó de sonreír.

—Me voy con ellos —nos decía, Sebas sujetaba su cabeza, yo le desabrochaba la camisa, él se asfixiaba—. Ya voy, sí, un momentito, tengo que despedirme. Adiós —nos dijo—, no tardéis mucho.

Cuando Sebas y yo levantamos la cabeza ya no había fantasmas a nuestro alrededor, sino personas de carne y hueso: el barrio entero estaba allí, mirándonos sin ver y pisoteando también las flores de Paco.

Después del aquelarre de aquella noche en el cementerio, las viejas beatas del barrio nos maldecían y se santiguaban rápido al pasar por nuestro lado en la calle. Nos consideraban culpables de la época de muertes que vaciaba el barrio. Quizá con razón. Este era el resultado de tentar a la Muerte.

De nuestro grupo sólo quedamos Sebas y yo. Después de tanto tiempo retándola por fin parecía dar la cara.

—¡Lo logramos, Sebas!

Moribundo en su cama, Sebas apretaba mi mano con la suya.

—Sebas, ¿cómo es?, tú tienes que verla.

—Ya os he hablado de Marta. —Sebas es un hombre de hablar tranquilo, de esos que gusta de hacer pausas a cada rato, como dando tiempo a que sus palabras se asienten en la cabeza de todos—. La conocí en el hospital donde yo trabajaba de enfermero. Marta tenía un corazón débil, muy pequeño. Demasiado pequeño para aguantar la tonelada de emociones que, a borbotones de sangre, amenazaban con hacerlo estallar dentro de su pecho dolorido. Ese corazón débil es el mismo que se trajo de vuelta del quirófano. Nada que hacer, dijo el doctor sin atreverse a mirarla a los ojos. Y nada que hacer, ya lo sabéis, significa tener los días contados, sin números que uno conozca: ¿días?, ¿semanas?, quizá horas. Su médico no supo decírselo. Marta despertó de la muerte, porque de allí venía, todavía recuerdo en su aliento el olor de la anestesia. Vengo de una muerte camino de la siguiente, solía decir —Sebas se lleva las manos a su chaqueta usada, hurga en sus bolsillos y la mesa del bar comienza a poblarse de pedazos de papel, rotos y arrugados—. Estos son mis recuerdos de Marta, antes de morir llenó la casa de mensajes sorpresa y bastante tiempo después de enterrada todavía seguía encontrándome cartas del Más Allá en los lugares más insospechados: detrás de un cuadro, bajo el colchón, dentro de los libros... Antes de abandonar aquella casa la revolví entera, puse todo patas arriba para no dejar ningún papel perdido.

Mientras habla, Sebas coge una de las bolas de papel, intenta alisarla sobre la mesa y comienza a leer, todo el bar de Juan permanece en silencio como si se tratase de la lectura de un testamento.

—«El destino de mi vida, al fin y al cabo, lo sé, es encontrarme con la muerte. Todo momento entre medias forma parte de un tiempo sobrante, de más, de un tiempo prestado. El cómo ocupe este tiempo leve o infinito sólo depende del destino que me paró el reloj. Yo sólo tengo que vagar por el mundo, libre, lo que tenga que ocurrir ocurrirá sin que yo pueda hacer nada por evitarlo, de ello estoy segura. En mi vida ya no hay dudas. Cualquier camino que escoja al azar en un cruce será mi único camino posible, no puedo pensar qué hubiera pasado si llego a escoger el de la derecha o aquel con una casa al fondo. Sólo puedo pensar el paso que doy en este momento, quién sabe si mi corazón me dejará dar el siguiente» —Sebas deja el papel sobre la mesa, al lado de los demás mensajes arrugados y el revoltijo de fichas de dominó, alza la cabeza y mira hacia fuera, a la calle, al otro lado de la gran cristalera del bar de Juan. Tras un rato todos miramos también: vemos el sol escondiéndose tras una nube, el aire moviendo la copa puntiaguda de los altos cipreses—. Y fue ese destino misterioso, qué otra cosa, el que nos puso frente a frente en aquel hospital. Yo, un hombre todavía virgen, temblando de emoción, y Marta, algo mayor que yo, concentrada en su respiración, procurando acompasar sus latidos desbocados. Al final ese tiempo prestado fue corto, nos vino muy justo para conocernos y acabar amándonos, luchando contra el tiempo para alcanzar antes el placer que la muerte.

—¿Sebas, qué sientes?... Dime, ¿la ves?, ¿cómo es?... —se lo digo al oído mientras la familia me mira con mala cara, a punto de echarme de allí a patadas—. No te olvides de darla el recado, díselo, dile que la estoy esperando. Dile que no se olvide de mí, por favor, que no me vaya a dejar otra vez solo. ¡Díselo!... No te olvides.

—Casi siempre he vivido solo. La muerte sí se ha llevado a mucha gente querida, sí, ¿pero sabéis?, a la mayoría se la llevó el despiste. Desde que nací fui muy distraído y en el camino perdía de forma inconsciente cosas y personas. Tenía a todo el mundo en la punta de la lengua, salvo la persona que en ese momento fuera la dueña de mi boca. Ahora, ya de viejo, he vuelto ha recordar. ¿Y sabéis qué me ha devuelto la memoria? —silencio. En el bar de Juan todos lo saben—. El hambre atrasada de este cuerpo arrugado que echa de menos el calor de otros cuerpos, la caricia de otras manos, como si no hubiera otra cosa importante en el mundo. Y yo sé que no la hay.

De nuevo estoy solo. Apenas puedo levantarme de la cama, me bebí entera la ronda pagada por Sebas como si estuvieran todos allí.

—¡Por Sebas!

—¡Por Blas!

—¡Por Ramiro!

—¡Por Pepe!

—¡Por qué coño no te vas a casa! ¿no crees que ya has bebido bastante?

Ni siquiera pude asistir al entierro de Sebas.

—Hasta pronto —le despedí desde mi terraza.

El sol baja rápido, veo cómo la sombra avanza y va cubriendo el barrio, con la sombra también vendrá, lo sé, la noche y la impaciencia.

—¡Vamos ya!, estoy preparado para este encuentro, tiemblo de miedo como en los mejores momentos de mi vida. ¡Ven! ¡Vamos! ¡Ven de una vez!...

Cuando regreso hacia la cama la terraza se abre de golpe, entra el viento y revuelve cortinas y papeles. Yo sigo gritando entonces, porque hay que desafiarla hasta el final, la Muerte se hace mucho de rogar cuando la deseas.

—¡Sé que estás ahí, rondándome desde hace mucho! ¡A qué esperas...! Todavía tendré fuerzas para esta última noche de infarto. Contigo, amada Muerte, vienen todos los recuerdos húmedos, un disturbio de cuerpos bellos y añorados —no puedo verla pero siento cómo se acerca, por fin, y trae consigo el delirio de la memoria—. ¡Ven! ¡Vamos...! En una sola noche viviremos la locura de largos años de deseo, repetiré para ti las caricias más hermosas y los besos más profundos. Será el goce de la carne, aún siendo mentira, lo más real de este mundo que se acaba.


antonio fuente arjona
Antonio de la Fuente Arjona.
Extremeño, trabaja fundamentalmente como actor (teatro, cine y televisión), y ocasionalmente como director teatral y como autor, escribiendo obras de teatro, guiones y realizando adaptaciones para diferentes compañías, empresas y particulares. En 2007 publicó la novela Palabra de Caín (Editorial Hiria) y la obra de teatro El diálogo de la agonía (Editorial de la luna).

Ξ Web del autor: http://delafuentearjona.viadomus.com/

Fotografía del autor por Juan Carlos Gascón ©

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