Moscú y
la Revolución
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Javier Claure*
Dicen que siempre me encantaba
la música. Cuando tenía dos años, mi padre solía venir a mi cuarto
y tocaba su violín para que yo quedase dormida. Me fascinaban mucho
las melodías que salían de ese armonioso instrumento. Y me cuentan
que solía levantar la cabeza, con los ojos bien abiertos, para escuchar
la música. Mi padre estaba convencido de que la música sería mi destino.
Pero la música no jugó un papel importante en mi vida. A mí más bien
me fascinaba el ballet.
Recuerdo
muy bien, que una vez estaba de pie, en mi cama, mirando a la pared
del frente, donde se mostraba una escena de mucha gente y unas bellas
damas bailando ballet. Me gustó mucho esa película y creo que desde
entonces empezó mi interés por el ballet.
De
niña era tranquila y no me importaba jugar sola. Dicen que era muy
sensible y que me impresionaba mucho el sufrimiento de otras personas.
Mis padres solían llevarme a pasear por los bellos bulevares y parques
de Moscú. Yo tendría unos nueve años en ese entonces. Un cierto día,
por casualidad, entramos a una iglesia y vi un crucifijo con un hombre
clavado. Me entró mucha curiosidad y pregunté quién era ese hombre
con clavos en los pies y las manos. Una persona que estaba
a mi lado me contestó:
«Jesús, el hijo de Dios». Y que lo habían crucificado porque otra
gente odiaba lo que él predicaba y, además, no creían que era el hijo
de Dios. Todo eso me causó pánico y me puse a llorar. Cuando llegamos
a casa, mis padres estaban afligidos porque me sentía muy triste.
Me llevaron a la cama y me leían cuentos de hadas. Así quedé dormida.
Mi
padre era checoslovaco de nacionalidad. Había llegado a Rusia en 1892
y tenía algunas dificultades porque era católico. Se conoció con mi
madre, Elena Alexándrovna, y más tarde decidieron casarse. De esa
manera obtuvo el permiso de residencia. Mi madre, costurera de profesión,
nunca quería hablar de su familia, hasta que un día descubrí que mi
abuelo, Michail Alexándrovna, fue echado de su familia porque decidió
casarse con mi abuela, una mujer que no pertenecía a la aristocracia.
Mi familia me contaba que mi abuelo materno era un gran violinista
y pertenecía a la orquesta filarmónica del Teatro de Bolshoi. Murió
en 1876 a consecuencia de una pulmonía y después de algunos años mi
abuela también murió.
Mi
madre se crió, entonces, con una familia de comerciantes ricos. En
Rusia era una costumbre que la gente de dinero se hiciese cargo de
ciertos niños huérfanos. Se les inculcaba a adquirir una educación
decente. A los niños se les enseñaba un
oficio y a las
mujeres a encontrar un buen marido.
Yo
tuve una educación muy estricta. Mi madre siempre insistía que la
frase «debo hacer»
debería formar parte de
mi vida. Por eso aprendí muy temprano a no decir «no puedo». Estaba
convencida de que podía hacer todo lo que me proponía. A veces pienso
en el pasado, y me sorprendo enormemente de esa forma de pensar. Cuando
me hacía algún daño no lloraba por mí misma. Trataba de no preocupar
a nadie y mi frase favorita era: «No es nada. En cualquier caso, todo
se pasará cuando me case».
Ni
siquiera lloraba por el dolor físico. Una vez cuando estábamos subiendo
una montaña, me tropecé y caí unos dos metros abajo. Me hice una herida
en la rodilla y no lloré. Siempre pensé que podía aguantar el dolor
físico, pero no así los problemas emocionales y el sufrimiento de
otras personas. Lloraba por el dolor ajeno.
Cuando tenía unos diez años, decidí hacer algo
para ayudar a mi familia. Junté todos mis juguetes y muñecas en una
pequeña maleta vieja; y me marché a uno de los mercados de Moscú.
Toda la gente me miraba un poco extraño, creían que estaba jugando
porque gritaba ofreciendo mi mercancía. Finalmente, logré vender todas
esas cosas y creí que me habían pagado bien, pero cuando llegué a
casa, mis padres me dijeron que era poco dinero lo que llevaba. De
todas maneras, fue una pequeña ayuda de mi parte.
Uno de mis pasatiempos en esa época era robar
manzanas del jardín de un vecino. El señor Sergey Sokolov era rico
y se había casado cuatro veces. Dicen que tenía 15 hijos. Su casa
era un palacio y su jardín lleno de árboles frutales. Mi amiga, Svetlana,
se subía a un árbol de manzanas y desde arriba empezaba a llover manzanas,
mientras que yo recibía las frutas haciendo una canasta con mi mandil.
Una de esas ocasiones, de pronto apareció un hombre alto con un cinto
en la mano. Estaba convencida que nos iba a pegar con ese látigo.
Le grité a Svetlana para que corriéramos, pero una fuerza extraña
se apoderó de mi persona y me quedé quieta. Ahí estaba yo como una
estatua con todas las manzanas en mi mandil. El hombre alto, era el
portero del señor Sokolov, y nos advirtió que no volviéramos a trepar
al árbol. Después de unos minutos vino Svetlana para recogerme, pero
yo seguía en un estado de shock. Hasta que finalmente me acompañó
hasta mi casa. Fue una aventura que siempre me recuerdo.
En
1914 pasamos el verano en un lugar llamado Gilindzik a las afueras
del Caucasus. Un cierto día se realizaba un concierto en el parque
y ahí me puse a bailar ballet. Mi madre me contó que ese día, mientras
yo bailaba, una señora se puso a conversar con ella y le comentaba
que tenía mucho talento y que debería ir a una academia de ballet.
Era la señora, Madame Devellieré, célebre bailarina de ballet del
teatro de Moscú. Aparentemente, los comentarios de la famosa dama
causaron mucha impresión a mi madre y, por esa razón, empecé en la
academia de ballet.
Con
el transcurso del tiempo Moscú se iba convirtiendo en algo insoportable.
Las noches eran muy tétricas
y siempre me daba miedo.
A
mediados del año 1916, existían
disturbios violentos
contra los extranjeros, y eso era un peligro para mi padre porque
era considerado como tal. Tenía el pelo oscuro y fácilmente podían
confundirlo como judío.
Tres a cuatro
veces por semana, venían soldados a inspeccionar nuestra casa. Sospechaban
que ocultábamos a personas buscadas. Nunca tocaban el timbre. Golpeaban
la puerta con la culata de los fusiles y si no se abría rápido, no
dudaban en echarla abajo. Yo solía abrir la puerta cada vez que los
soldados se hacían presentes en nuestra casa. Mi madre lo decidió
así, porque sabía que un soldado ruso jamás podía hacer daño a una
niña. Era bien amable y les hacía entrar a los soldados diciéndoles
que mi hermana mayor tenía fiebre tifoidea. Era una mentira, por supuesto,
para que tuvieran compasión de nosotros. Abrían rápidamente los roperos
y luego se marchaban. Nunca nos pasó algo malo en esas batidas. Teníamos,
seguramente, un ángel de la guarda que nos protegía.
Las condiciones
sanitarias de nuestra casa eran muy malas. De alguna manera nos habían
invadido piojos y ratones que saltaban por todas partes. Mi madre
trataba de combatirlos con agua caliente, pero fracasó.
Ese
mismo año, fuimos a visitar a una tía que vivía en Bogorodskoe, una
aldea a unos 200 kilómetros de Moscú. Mis padres tenían una casa de
campo allí. Una noche me desperté a causa de tremendos ruidos afuera.
Me asomé a la ventana y vi que algunas de las casas, a nuestro alrededor,
ardían en llamas. Unos hombres andaban buscando extranjeros, especialmente
alemanes y judíos. Por suerte teníamos una empleada en la casa, cuyo
nombre era Valentina. Una buena mujer rusa. Ella defendió nuestras
vidas esa noche. Salió al balcón con un icono en la mano y su novio
que pertenecía al ejército ruso. Les gritaba a los malhechores que
mi madre era rusa y mi padre checoslovaco. Y que, además, éramos cristianos
grecos-ortodoxos. De esa manera nos dejaron libres, pero la atmósfera
en Bogorodskoe
era muy hostil y decidimos volver a Moscú. Nos fuimos en tren, pero
apenas arribamos a destino, nos dimos cuenta que la situación estaba
peor. Habían quemando casas y negocios que pertenecían a extranjeros.
Un
día paseando por Moscú, anunciaban que el camarada Vladimir Lenin
iba a dar un discurso. Yo tenía 13 años, y no entendía muy bien el
por qué de tanto desorden social. A pesar de esta falta de conocimiento
fui a escuchar las palabras de Lenin. Cuando lo vi, me impresionó
bastante aquel hombre pequeño que hablaba con una voz delgada. Decía
las cosas con gran seguridad, pero me molestaba cuando hablaba caminando
de un lado para otro, con una mano en el bolsillo y con la otra gesticulando.
La
vida se iba haciendo difícil; hasta que finalmente, en 1917, estalló
la Revolución durante el gobierno de Kerensky. Por aquel entonces,
estudiaba en el colegio Winkler, de Moscú. Un colegio de elite para
extranjeros.
Había
un caos tremendo en Moscú durante los años de la Revolución.
La
comida y medicamentos escaseaban. Para comprar un pedazo de pan, o
cualquier cosa, había que hacer cola. Cada persona llevaba un número
en la espalda y realmente era asombrosa la paciencia de los moscovitas.
Alguna gente estaba parada hasta dos días y el pan que se recibía
no era de buena calidad.
Los
depósitos de trigo y centeno fueron incendiados. Vi cómo esas reservas
de alimentos se convirtieron en llamas de fuego. Existía mucha hambre
en el pueblo y era muy difícil obtener alimentos. Mis padres tuvieron
que vender sus joyas y otras cosas de valor para conseguir comida.
Hacía
un frío tremendo y para mantener caliente nuestro departamento tuvimos
que quemar, en la estufa hecha por mi padre, algunos muebles de madera.
Mi
madre confeccionaba ropa para vender y mi padre viajaba al campo para
hacer un trueque con los campesinos. A veces retornaba con alimentos,
pero otras veces con las manos vacías. Era una situación insoportable
y uno tenía que hacer lo imposible para comer. En la casa de un vecino,
en Sheremetevo, solíamos plantar patatas y verduras. Así pudimos saciar
el hambre por momentos, pero no era suficiente. Se notaba hambre en
todas partes. Un día fuimos al mercado a comprar y, de pronto,
mi madre exclamó:
«Ahora vamos a cocinar una comida rica»
y compró carne.
Llegamos a casa y preparó la comida, pero notábamos que la carne tenía
un olor y sabor raro. Nos sentíamos mal después del almuerzo. Al día
siguiente, nos enteramos que alguien estaba vendiendo carne humana.
A las afueras de Moscú, en Lubyanka, un campamento que pertenecía
a los revolucionarios, se llevaba a cabo la ejecución de prisioneros.
Alguien robó un cadáver allí y lo vendió en el mercado como filetes.
Ocurrió
algo muy extraño cuando mi padre se encontraba de visita en Sheremetevo.
Uno de los vecinos, que era revolucionario, fue asesinado y se armó
un gran escándalo. Hicieron una investigación y mi padre, junto a
otras personas, fue a parar a la cárcel en Moscú. La esposa del difunto
llegó hasta la cárcel para identificar al asesino, ya que supuestamente
ella lo había visto correr. Cuando lo vio a mi padre, insistió que
era él; el que saltó la verja y salió corriendo después de que su
marido fue asesinado.
Era,
naturalmente, una situación terrible para mi padre y toda la familia.
Pero
afortunadamente, el médico forense señaló que mi padre tenía una rodilla
mala que no la podía doblar. Y, por lo tanto, no era el asesino.
Gracias
a ese veredicto salió de la prisión. Mi madre solía decir: «Si no
sabemos la razón del porqué, pues Dios lo sabe». Y eso es muy cierto,
mi padre tuvo un accidente en su vida, le quedó mala la rodilla y
eso lo salvó.
Una
de las escenas de la Revolución que más me impactó, fue la pelea entre
un monarca y un revolucionario. Los dos luchaban, frente a frente,
sentados en caballos y con sables. Nunca pude olvidar aquel terrible
cuadro cuando uno de ellos cortó la cabeza del otro con el sable.
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* Esta historia fue contada por una
persona que nació, en Moscú, a principios del siglo pasado. Su hija,
una viejecita rusa cultísima que era mi vecina, me deleitaba con sus
charlas, historias y anécdotas. Ella me entregó diez hojas, que su
mamá había escrito en inglés. Hojas ilegibles, ajadas, amarillentas
por el tiempo y manchadas con café. El relato que leen arriba, es
lo que pude rescatar de ese testimonio. Hoy ella y su madre descansan
bajo el cielo de Moscú.
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Javier
Claure Covarrubias.
Nació en Oruro,
Bolivia, en 1961. Es miembro del Pen-Club Internacional, de la Unión
Nacional de Poetas y Escritores de Oruro (UNPE) y de la Sociedad de
Escritores Suecos. Ejerce el periodismo cultural. Tiene poemas y artículos
dispersos en publicaciones de Suecia y Bolivia. Fue uno de los organizadores
del Primer Encuentro de Poetas y Narradores Bolivianos en Europa (Estocolmo,
1991). Ha estudiado matemáticas e informática en la universidad de
Estocolmo y de Uppsala. Además, es egresado de Pedagogía en Matemáticas
de la Universidad de Estocolmo.
Formó parte de la redacción
de las revistas literarias Contraluz y Noche literaria.
Algunos de sus poemas han sido seleccionados para las siguientes antologías:
El libro de todos (1999), La poesía en Oruro (2005)
y Poesía boliviana en Suecia (2005).
Ha publicado Preámbulos
y ausencias (2004) y Con el fuego en la palabra (2006).
@
contraluz[at]spray.se
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Ilustración relato:
Eglelopez,
By Eglelopez (Own work) [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html)
or CC-BY-SA-3.0-2.5-2.0-1.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)],
via Wikimedia Commons.
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