La inocencia
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Luis Amézaga
I
Abandonaste lo que en ti hay de niña entre un
montón de muñecas trasnochadas. Tus pómulos se iluminaron de un rojo
azaroso y te creíste rosa del invierno. Fue un descubrimiento el poder
imantado de tus caderas. Aprendiste los trucos de la falsa sonrisa
paseando la somnolencia lisiada por claridades provocativas que no
van a ninguna parte. Ya eres mujer, una pasión mal definida que se
siente centro de la fiesta mientras los fracasos te rompen en mil
pedazos. Descansas exhausta en los márgenes de un campo de espliego
evocando un ayer que no saluda. ¿Qué harás cuando las arrugas y la
flaccidez no acompañen tus movimientos de marioneta seductora, cuando
tus flujos cambien la dulzura por la acidez y nadie quiera arribar
en tu puerto de caricias? Entonces, recuerda a este anciano con cara
adolescente que hoy te susurra en el baúl escondido bajo tus pestañas,
porque donde hubo una niña, siempre una niña puede resucitar.
II
Te noto excitada por las idas y venidas, por
el roce inevitable con la gente. Torna el atardecer, tus nervios descompensados
no encuentran acomodo. Me llamas y acudo. Vuelcas sobre mí la crónica
del día sin soslayar el más mínimo incidente. Recojo tus desechos
e intento hacerles hueco en mi vertedero mental. Me arrullas y me
dejo, me llenas de besos; te los devuelvo. Con una mano me desnudas,
con la otra desnudas tu cuerpo. Me introduces dentro. Jadeas. Aprieto
los dientes. Te clavo las uñas. Lanzas una bocanada vaginal como declive
de la tensión. Permanezco duro. Reiteras el beso, ahora con mayor
calidez. Me presto a ello como un buen chico que recibe su premio.
Soy tu desahogo, tu medicamento laxante. Entras en territorio dormido
de imágenes en blanco y negro con música de armoniosos ronquidos.
Mientras, mis músculos sufren agarrotamiento. Estoy nervioso y mal
corrido. Hablo con el insomnio, trato de apaciguar el espíritu y sólo
encuentro el silencio profundo, ese mi alter ego sordo y mudo.
III
Te quejas de una extraña disipación que nubla
cada uno de mis actos. Cuando te abrazo dices no sentirme a tu lado,
como si fuera a esfumarme con hechizo de polvo. Al pasear percibes
mi anhelo del ocaso que cruza allá detrás los edificios. Cuando hablas
me abstraigo por encima de tu hombro, en un fondo neutro. Se te dilatan
las cuencas de los ojos al enclavarte con glorioso empinamiento. Mezclamos
salvajes alaridos de fatalismo. Pero por gusto estético omito la eyaculación.
Me gritas: —¡Perverso, disoluto! —voces del ardor carnal. Luego,
más tranquila, comentas que cumplo a la perfección el cuadro del sicótico,
porque ando ojeando sinónimos con la polla tiesa. Aposentas mi cabeza
en el canalillo de tus pechos, pretendes así de tierna recuperarme
para la cordura. Quieres saber en qué pienso, y de quién me acuerdo,
y por qué mi melancolía no es la de un genio. Cómo explicar que su
protagonismo depende de mi discreción.
IV
En algunas refriegas te apreso encima de mí.
En otras, debajo. Ahora ceñida a mis articulaciones inquietas, silbas
sueños. Nunca estoy en realidad contigo. No cuestiono el por qué de
la ausencia. Huyo en cuanto me despierto. Intentas retenerme con brazo
somnoliento, pero es más fuerte el instinto de escapar que la concupiscencia
matinal. Te rindes ante la evidencia de un ánimo que se escabulle
entre tus piernas. ¿Acaso crees que nos conocemos después de unas
cuantas cenas con charla, prolongados paseos tras extenuantes sesiones
de cama, una mano que te eché en la última mudanza, besos en un millar
de lenguas mundanas, y un soporífero viaje que hicimos a Tierra Santa?
Pues no. Al callar voy lejos, lejos de ti y de tu mundo, cerca de
quien soy sin saberlo. Huyo en cuanto me despierto pues temo despertar
un día y comprobar que he dormido un ensueño tuyo, sumido en el ungüento
que subyace en tus fiestas enceladas. Huyo para escribir mi versión
original en medio del común de los mortales. A mucha honra soy transitorio.
De lo común, reniego, me huele a farsa, y lo privado es general epitafio.
V
Las ventanas se proponen como obstáculos a la
tullida luz de diciembre. Caballero me abalanzo a tomarle la mano,
y ella con las rodillas rojas clavadas en la baldosa, frota que frota
el templo de comida dialogada. Me informa, me informa de todo:
—Ayer te eché la baraja gitana y saltó el cangrejo, el libro, y la
montaña. Recibirás noticias a corto plazo… —no atino con el espacio
donde insertar un te quiero. Y aquello que no se nombra pocos visos
tiene de seguir existiendo. Se levanta y me abraza como quien quita
el polvo a una figura de porcelana. Dice que la acompañe a poner un
ambleo a San Judas Tadeo, patrón de los imposibles, muy milagrero.
—Un qué —pregunto en un descuido. —Un cirio de kilo y medio;
espero que no llore la llama —se marcha pasillo abajo goteando
un rastro de inciensos en busca de una falda con vuelo. Se echa al
cuello una colección de fulares excéntricos. Sospecho que es una bruja
Maruja que con pintoresco ritual calma ansiedades y adormece el dolor
de lo tedioso. Regresa con su sombrero teja, me roza la mejilla con
chasquido de morritos. Habla y habla por no estar callada.
VI
En la antigua casa de mis padres prolongo la
soltería como sotana de cura viejo. El agua de la Antártida, recién
licuada, casca por el grifo con mal de gases. El bonito calentador
de gas butano hace siglos que no calienta, pero no lo toco, pues pretende
colarse en el estrellato del nuevo milenio como reliquia. Por suerte,
como con las plantas del vecino cuando marcha de vacaciones, cuido
una amante. Voy y la riego. Me recibe con su depresión endémica, llora
por sus hijos y por su marido. Parlotea de cosas que apenas se sostienen
en la boca. La escucho con los receptores muy bajos. Asiento encogidos
los hombros. Le tomo la mano. La comprendo. Disipada, me suelta los
botones de la camisa. Se vuelca en mi pecho y chupetea los clavos
que a martillazos cardiacos traspasan el tabique. Fornicamos con el
santo propósito de columbrar algo de amor entre tanta carne. Endurezco
el culo, grito, y me transformo en lava volcánica. Reblandecida por
el sudor, muy tierna, me ofrece su espléndida bañera. Qué de agua
caliente, qué de burbujas, qué de jabones, qué disfrute. Me avergüenza
reconocerlo, y no lo hago, pero exclusivamente a esto del baño vine.
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Luis
Miguel García de
Amézaga.
Nacido en el año 1965, en la ciudad de Vitoria. Ahí vive actualmente.
Entre lecturas y escrituras concibe la medida del tiempo. Un escritor
con vocación y lector profesional. Cuenta con varias participaciones
en antologías poéticas de editoriales españolas y latinoamericanas.
Ha participado en la antología de relatos Narrativa contemporánea
española. Y en 60 Autores, 60 relatos, de la editorial
Beta. También colabora con revistas literarias en papel como Nitecuento
(Barcelona); Resonancias (Suiza); La Nuez (México);
Los Papeles de la Manscupia (México); La Bolsa de Pipas
(Palma de Mallorca) y Cuadernos de Poesía TELIRA. Colaboró
en el último número de la publicación Luces y Sombras de la
Fundación María del Villar Berruezo. Así mismo impulsa con diferentes
colaboraciones el proyecto de la nueva revista El Generador.
Colabora en el ambicioso proyecto de poesía y arte de Amilamia (Vitoria).
También escribe para la revista Destiempos, Almiar-Margen
Cero, o Palabras Diversas. Desde hace años cuelga trabajos
en distintas revistas y periódicos virtuales como Luke y
Ariadna, y ha dirigido la revista El Verso que Viene,
Siglo XXI. Mantiene habitualmente el blog literario, EL
POETA MIRÓN: http://poetamiron.bitacoras.com y Diencéfalo:
http://diencefalo.blogspot.com y la página Asicrán en busca de
la palabra (http://asicran.galeon.com).
Ha escrito diversos artículos, y es autor de dos libros de poemas:
El Caos de la Impresión publicado por la editorial madrileña
Sinmar, del grupo Vitruvio. Y A Pesar de Todo... Adelante,
publicado por la editorial canaria Baile del Sol.
@
luisamezaga[at]galeon.com
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Lee otro cuento de este autor:
Manías de soltero.
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Ilustración relato:
Film Noire illustration, By Carolina Novo Boza from Coquimbo,
Chile (.) [CC-BY-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)],
via Wikimedia Commons.
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