El Inca paz
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Germán Kramer
Medita frente al exhibidor
de Tía Maruca qué variedad de galletitas escoger. Se decide por unos
Biscuits. Vuelve. Pone la pava en el fuego, y cuando va a buscar un
saquito encuentra la caja vacía. Mira en la heladera y no hay leche.
Putea un poco pero no mucho. Baja y compra una leche, una caja de
té en cincuenta saquitos ensobrados Green Hills y una manteca. Cuando
abre la heladera descubre que lo único que había era una manteca sin
abrir. Entonces, apila los paquetes de manteca en el estante superior
de la puerta y llama a Lucio para contarle. A esta hora Lucio está
en el estudio. Marca, corta y vuelve a marcar. El teléfono está ocupado,
le deja un mensaje contándole minuciosamente lo que le había pasado:
«no sabés lo que me pasó Lucio, fui a comprar unas galletitas para
tomar el té y cuando volví me encontré con la caja vacía, vos usaste
el último y no me avisaste... ay Lucio, nunca reponés lo que se acaba,
y también te tomaste toda la leche y no me dejaste nada. Fui a Disco
y compré té, una leche y una manteca. Y cuando vuelvo a casa me encuentro
con que lo único que había en la heladera era una manteca. Así que
me quiero matar, ahora tenemos dos mantecas. Te aviso para que no
compres. Y no sabés el olor que hay en el pasillo. Bueno, después
te cuento. Chau».
Cuando salió del trabajo, Lucio
se metió en la primera panadería que encontró a comprar facturas para
acompañar el té. Miró el cielorraso descascarado y le vino a la mente
la cúpula a punto de desmoronarse de una iglesia azulejada y blanca
en el Barrio Alto de Lisboa. De todos modos agarró la canasta con
la pinza que estaba en el mostrador y sin prevención seleccionó tres
churros con dulce de leche y dos medialunas de grasa para él, y cinco
facturas con crema pastelera para ella. Ella tenía debilidad por la
crema pastelera.
—Quiero nada más que diez facturas
—le dijo a la vendedora, alcanzándole la canastita.
La vendedora envolvió prolijamente
las facturas y le preguntó:
—¿Algo más?
—No, nada más —repitió él.
—¿Escuchaste mi mensaje? —le preguntó
Dolores cuando volvió por la tarde.
—¿Qué mensaje?
—Te llamé y te dejé un mensaje,
a las cuatro.
—No, no había ningún mensaje. Chequeé
antes de salir y te juro que no había ningún mensaje.
—¿Estás seguro?
—Sí, no te voy a mentir. ¿No lo
habrás dejado en otro teléfono, como hacés siempre? Tomá, compré unas
facturitas para tomar el té —dijo, y le enchufó el paquete.
La madre de Dolores había viajado
a Europa. Como era una abonada a la televisión por cable y su departamento
estaba a pasitos de la civilización, ellos se ofrecieron a cuidárselo
y a regarle las plantas hasta que volviera.
—¡Qué olor! ¿Sacaste la basura?
—le preguntó Dolores.
—Me parece que el olor viene de
afuera —respondió él.
Cuando salieron olisquearon el
pasillo, levantaron el hocico en todas direcciones, husmearon en los
rincones como dos perros muertos de hambre.
En el departamento de enfrente
funciona un consultorio de Flebología atendido por el Dr. Mario Krapp.
El cúmulo de sospechas se encaminaba en esa dirección. Pero ella le
aseguró que el olor provenía del hueco de la basura: un pequeño hueco
en la pared del pasillo debajo de la escalera que utilizan los vecinos
para poner las bolsitas de supermercado que usan para sacar la basura,
en una bolsa grande de consorcio. Y no se tranquilizó hasta que lo
convenció de ir a fijarse si había quedado algo con mal olor.
Cuando la bolsa se llena de pequeñas
bolsas, el encargado del edificio la saca a la calle y pone otra en
el cesto. Un vecino del piso, con complejo de atleta y costumbres
peculiares, juega al básquet utilizando la bolsa a modo de pelota
y el cesto como aro. Avanza hasta la mitad del pasillo, se detiene,
hace un cálculo y encesta. La madre de Dolores lo espió por la mirilla
en varias ocasiones. A veces no encesta y tampoco es que se hace mucho
drama como para ir a juntar los restos de comida que quedan esparcidos
alrededor del tacho que está debajo de la escalera. Los empuja con
el pie y listo. Debe ser un hijo de puta.
El sábado salieron a tomar unos
tragos y cuando volvieron, la verdad que no sintieron nada ni se acordaron
de nada. Lucio metió la llave en la cerradura, cerraron de un portazo
y se fueron a dormir.
Al otro día, Lucio se levantó a
las once y bajó a comprar facturas para el desayuno. Qué olor, pensó.
Miró la chapa pulida que el flebólogo había puesto orgullosamente
en el medio de la puerta y pensó: «qué te habrás olvidado afuera».
Después miró con desconfianza hacia el otro extremo del pasillo. A
lo del puto viejo. Pensó: «¿no será este puto de mierda?». El olor
era cada vez más penetrante. La cosa estaba encarnando o desencarnando
en el pasillo. Pero, como era un trámite salir del ascensor y meterse
en el departamento tampoco se preocupaba mucho. Cerraba la puerta
con el hocico y el ceño fruncidos y una vez adentro, se olvidaba.
No así Dolores que lo interrogaba acerca de la naturaleza inextricable
de ese olor, como si él fuera un erudito en olores hediondos o tuviera
algo que ver en el asunto. Él levantaba los hombros y abría los ojos.
Cuando salieron el domingo a dar
una vuelta el olor era insoportable. Pero qué olor, por favor, dijo
Dolores. Él dijo: «el Dr. Krapp se habrá dejado alguna várice afuera
del tacho». Ella frunció la nariz por el mal gusto que había puesto
en esa frase y le dijo que no insistiera con eso que era asqueroso.
El domingo el olor se metía deliberadamente por debajo de la puerta
y llegaba hasta la habitación. Pero no era olor a podrido, era un
olor dulce, entre fétido, negro y farmacéutico. Lo que probaba su
teoría. Por ejemplo, no se parecía en nada al olor que emanaba de
la basura cuando se olvidaba de sacarla durante varios días. Era un
olor que no te puedo explicar. Un vaho empalagoso y repugnante.
El lunes, a la vuelta del trabajo,
Lucio encontró en la puerta a un oficial de policía. Esa mañana había
llovido con todo pero después tuvieron una de las primeras tardes
calurosas y resplandecientes del verano. Cuando salió del ascensor
encontró otro policía montando guardia en el pasillo del segundo piso
y un olor a podrido exquisito.
La señora del segundo C avanzó
hacia donde él se encontraba con pasitos cortos y tapándose la nariz
con un pañuelito blanco condecorado con florcitas lilas y hojitas
verdes.
—Hola —le dijo la vieja—, ¿está
María del Carmen?
—No, está de viaje.
—Usted... ¿quién es?
—Yo soy Lucio, el novio de Dolores,
la hija de María —a ver si esta vieja todavía se piensa...
—No sabe lo que pasó. Se mató aparentemente,
dice la policía que no sabe si se suicidó. Yo hace cinco días que
no lo escuchaba y me resultó extraño porque siempre sacábamos la basura
a la misma hora y él se ofrecía gentilmente a llevarme la bolsa hasta
el tacho. Pero hace varios días que no se escuchaban ruiditos. Entonces
agarré el estetoscopio de mi marido, porque es médico, sabe, y me
puse a escuchar la pared. Lo encontró la hermana en la bañera, yo
llamé a la hermana y aparentemente dice la policía que se suicidó.
Tenía cincuenta y ocho años y vivía solo. Pobre hombre.
Lo agarró por sorpresa. Lucio no
sabía qué decirle a alguien que no conocía acerca de la muerte de
un desconocido. Por lo que se desprendía de la situación, o del olor,
Lucio entendió que la policía estaba investigando las causas del deceso,
pero a Lucio no le interesaba en nada saber en qué dirección avanzaban
las pesquisas, y mucho menos conocer después el resultado fraudulento
que arrojaría el informe final del forense.
—Sabe —empezó—, el otro día cuando
crucé el puente peatonal —para ahorrar palabras, alzó una mano detrás
de la espalda y flexionó el codo en dirección a las vías—, habían
tirado un perro muerto, o se había muerto ahí, vaya uno a saber, pero
a lo que voy es que ese olor a carne en descomposición no se parecía
en nada a este olor a podrido.
Lucio sabía que no era el mejor
ejemplo, pero su experiencia en ese campo era nula. No porque cerrara
filas detrás de la muerte, o no hubiera muertes en su familia. De
la vida ya había recibido diversos galardones entre los que se cuentan
todas las desgracias. Pero, entre el perfume que exudaban las flores,
las palmas, las coronas y la brevedad de los velorios familiares,
los fiambres apenas si tenían tiempo de descomponerse. Es decir, Lucio
no había tenido la oportunidad de aprender a sintetizar y digitalizar,
con poco margen de error, ese olor en su memoria, para identificarlo
nítidamente cuando la situación, como ahora, lo apremiara.
—¡Dolores! —pidió auxilio a Dolores
que se apersonó en la puerta y le hizo la gamba charlando animadamente
con la vieja, mientras él se metía en el departamento, encendía un
cigarrillo y se asomaba a la ventana interna del edificio a ver sin
proponérselo la pared atiborrada de diplomas y distinciones en el
departamento de al lado. El de la vieja. Chota.
Se apoyó en la baranda del balcón
francés, chasqueó la lengua mirando hacia abajo, y murmuró en una
exhalación: qué podrido estoy de esta vida de mierda.
Al día siguiente el olor había
mutado en desodorante de ambiente. El encargado había utilizado todo
el arsenal que tenía en stock, y no conforme con el resultado había
comprado más. Cuando llegó del trabajo, Lucio tocó el segundo A y
le preguntó a Dolores si quería ir a tomar un café en el bar de la
esquina. El de Cabildo y Virrey del Pino.
Para hablar de algo, le preguntó
al vigilador del edificio qué había pasado. El vigilador era peruano
y tenía fama de chorro. Cada tanto les hacía una gauchada y se afanaba
algo. La madre de Josefina dice que este invierno desapareció la estufa.
Total si hace frío, dice, se encasqueta el chulo de vicuña y se la
pasa bárbaro. Le contó que él y otro al que Lucio no conocía sostienen
a sus familia enteras con las remesas que envían a sus lugares de
origen. El empleado de vigilancia era un peruano transculturizado
que había bajado de Lima con un taparrabos, y al que la madre de Dolores,
María del Carmen, apodaba cruelmente: el inca paz; quien ahora, haciendo
gala de su apodo, tampoco agregaba gran cosa. O Lucio no entendió
porque hablaba bajito.
Mientras hacía tiempo en la puerta
del edificio, vio pasar dos o tres chicas muy bonitas, y en agradecimiento
a la Providencia decidió gratificar con una moneda de cincuenta centavos
a un pibito que pedía limosna. Se sentía como un gato cuyo alimento
predilecto está en un medio que detesta: las chicas eran lindas y
el barrio espantoso. A las chicas lindas las necesitaba para no pensar,
pero el barrio era su agonía material. A esa hora de la tarde: las
diecinueve treinta, más o menos, el tráfico de gente era incesante.
—Don, ¿tiene una moneda?
—No, no tengo.
—Don, ¿me ayuda con una moneda?
—¿Y a mí quién me ayuda, eh? —le
contestó un viejo esclerótico muñido de un bastón, arrastrando una
bolsita de Norte.
—Doña, ¿tiene una moneda?
—No, mi amor —contestó una, evitando
la mirada—, no tengo.
Cuando el semáforo se puso en rojo,
el pibito unió la punta del dedo índice con la del pulgar, y con la
mano alzada saltó a la calle moviéndose ágilmente entre los autos.
Las miradas de los conductores eran más inhóspitas y perspicaces que
las de los desprotegidos peatones, pero la limosna un centímetro más
generosa.
Cuando arrancó el semáforo, sin
separar el índice del pulgar de la mano izquierda, pero metiendo y
sacando con rapidez indecente el índice de la otra mano, propuso a
los automovilistas el coito con ese gesto obsceno. Eso a Lucio le
causó gracia y decidió gratificarlo con otra moneda.
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GERMÁN
KRAMER
(Biografía medio trucha): «El 10 de mayo del 68 puse un pie
en la lona en la Ciudad Autónoma de Bs. As. Escribí, Holderlina
(96), Lengualarga y el hijo del hijo de puta (99), Mi
padre era un oficial nazi (01), Delitos leves (02),
El Congo Belga —al que pertenece este relato— (04), y volumen
de cuentos: Increíbles Ofertas (06).
No dirijo revistas, ni
edito a otros poetas, no fundé grupo ni corriente alguna, no influí
de manera decisiva en la poesía de mi generación, y nunca tuve un
éxito clamoroso. Recibí diversos galardones entre los que se cuentan
todas las desgracias.
Soy diseñador gráfico
y pintor».
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Contactar: germankramer[at]hotmail.com
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Ilustración relato: Fotografía por el autor
©
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