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Mónica Salinas


Si la señorita Edda no hubiera temido la soltería (la suya propia, desde luego)…

Si no hubiera creído que aquel hombre completaría su vida de igual modo que se completan recíprocamente las dos caras de una moneda (discúlpeme el lector la comparación ajada por el uso)…

Si no hubiera pensado, la señorita Edda, que existía en el mundo un hombre capaz de completar su vida, incompleta por naturaleza, como cualquier vida; por lo menos, cualquier vida humana…

Concretamente, si la señorita Edda no hubiera entrado en aquella tienda de licores y delicatessen, en el instante preciso en que aquel hombre (un señor, a las claras) iniciaba una frase cuyo referente era cierta bebida espirituosa originaria de Tananarive…

Si la voz del señor afecto a la bebida que se elabora en Madagascar (y tal vez a otras, tanto, más o menos foráneas) no hubiera conmovido la bien predispuesta sensibilidad de la señorita Edda, al punto de que una pantalla (por decirlo de algún modo que evoque un objeto conocido y reconocible) se desplegara de inmediato ante los ojos casi azules, casi grises, apenas verdes de la mujer todavía joven (breve aclaración que deberá leerse enfatizando el adverbio ‘todavía’ —especialmente, la i, ya intensificada por el tilde—, mientras el adjetivo ‘joven’ suena como una reivindicación desesperanzada), y en esa pantalla fulgurara la imagen de una casa de planta rectangular y paredes blancas; con ventanas desmesuradas y límpidas como las vidrieras de los negocios donde se venden autos; con un talud beatífico de césped triunfalmente verde que desciende hasta la reja coronada por bellotas de oro falso pero convincente; con un álamo grácil (como sólo pueden serlo un álamo y una bailarina rusa de ballet clásico —término, este último, que los entendidos en clasicismo suelen discutir bizantinamente— nacida en la segunda década del siglo XIX) y un pino marítimo y geométrico; con una puerta recién barnizada…

Si el dependiente (o propietario, quién sabe…) de la tienda de licores no le hubiera preguntado a la señorita Edda qué deseaba (con el verbo en cursiva por una razón que no creo necesario aclarar, pues sé que mi lector —eventualmente, «mis lectores»— advertirá las connotaciones del formato de letra elegido), antes de responder la solicitud amable del caballero (a quien en adelante designaré «señor Espirituoso») que entró en la tienda con intención de comprar una bebida alcohólica que se produce en la República Malgache, y al obrar (el dependiente) del modo que indiqué al comienzo de este párrafo, no sólo infringiera las convenciones que regulan la atención al cliente (esto es, la concordancia entre el orden en que los clientes ingresan al local y el —orden— en que son atendidos por quien ya fue mencionado), sino además, obligara al señor Espirituoso a reparar en la protagonista de la historia, al conceder a la susodicha dama su lugar (el del señor Espirituoso, no el de la señorita Edda, ni el del dependiente, ni mucho menos el del lector, como puede inducirnos a creer, erróneamente, el versátil pronombre ‘su’), que le correspondía por derecho en la sucesión de clientes, acerca de la cual se ha explicitado anteriormente la normativa…

Si al oír la pregunta del dependiente y comprobar que no estaba dirigida a él sino a ella (gracias al contexto puedo prescindir de los nombres propios u otras expresiones con valor indicial, considerando que: Primero, ‘él’ sólo puede hacer referencia al dependiente o al señor Espirituoso, dado que son los únicos personajes inequívocamente masculinos del relato; segundo, es improbable, según las leyes del intercambio verbal en situaciones comunicativas ordinarias, que el dependiente haya formulado la pregunta para sí mismo, en presencia de otras personas —lo que sí podría esperarse de un filósofo, un poeta, un político o cualquier otra clase de ente retórico auténtica o pretendidamente profesional—, el protagonista de esta narración no hubiera dirigido su mirada hacia la señorita Edda…

Si la dama mentada con insistencia en este texto no hubiera retribuido la mirada del señor Espirituoso con otra, mirada también, pero, en el caso de la mujer, a diferencia de la del hombre, incisiva, deliberada, estimulante…

Si el señor así estimulado no hubiera pronunciado enseguida una fórmula cortés, en alusión al derecho que le asistía a la dama en esas circunstancias y conforme a las normas pertinentes; si (por un defecto de sintaxis) la fórmula no hubiera adquirido la traza de una invitación; si la señorita Edda no la hubiera interpretado como tal (vale decir, como invitación) sin vacilaciones; si, después de interpretarla de la manera en que aquí se declara, la dama en cuestión no hubiera aceptado; si la aceptación no hubiera sido causa de encuentro en un café con paredes recubiertas de madera oscura (al parecer, cedro) y un pianista gordo que ejecutaba (en el piano, tal cual cabe predecir) melodías de películas antiguas; si a ese encuentro no le hubieran seguido otros, cada vez más íntimos; si, temiendo que la intimidad propiciara contactos cuyos efectos resultaran socialmente voluminosos, nuestra señorita Edda no hubiera urgido a su señor Espirituoso a confinar la relación sentimental de ambos dentro del marco regulatorio (la palabra ‘confinar’ es una elección —insidiosa— del autor del presente texto; en cambio, la locución ‘marco regulatorio’ ha sido extractada del diálogo entre los protagonistas acerca de asuntos de volúmenes y circunscripciones) establecido para las uniones de pareja; si el gentil caballero del espíritu débil no hubiera cedido —demasiado pronto— a los apremios de su dama; si, una vez enmarcado el vínculo y consumidas las sobras del banquete de boda, la señora Edda y el señor aún Espirituoso no hubieran concebido la idea de engendrar un hijo, y (a continuación, sin reparar en oscuros vaticinios respecto al futuro del planeta) no hubieran concebido al hijo; si no hubieran guardado, alimentado, fortalecido y preservado al niño para que enfrentara y venciera, una y otra vez, en singulares batallas, todos los males que acechan a los tiernos infantes; si, con el cuerpo nutrido con sopas espesas y la mente henchida de ideales nacionalistas, el hijo no hubiera salido a la calle, o si se prefiere, al ruedo, a la arena; si en la calle, el ruedo o la arena, no hubiera encontrado a los hijos de otros padres; si algunos de esos hijos no hubieran compartido los ideales del vástago de la señora Edda y el señor Espirituoso, y luego, no lo hubieran aclamado e investido de ilimitado poder; si, por el contrario, muchos otros no se hubieran opuesto radicalmente y con denuedo a los principios de la criatura concebida por el señor Espirituoso y la señora Edda; si, por imperio de la fuerza, designio impenetrable o puro azar, el hijo poderoso y ungido no hubiera derrotado a sus oponentes; si él y sus prosélitos no hubieran decidido celebrar la victoria (¿o sólo querrían confirmarla?) con ciertas prácticas que algunos observadores juzgan descomedidas, el primogénito de Edda y Espirituoso no estaría ahora sentado —el torso erecto, la cabeza levemente inclinada hacia atrás y la boca entreabierta—, contemplando con deleite (acaso también, con pavor indecible) el cuerpo blando, como si lo hubiesen vaciado, de la mujer tendida sobre una superficie que bien puede ser una camilla (o quizás, una mesa), ni vería cómo sus compañeros de ideales introducen en la inerme oquedad de la mujer una vara, y cómo el cuerpo se estremece, parece henchirse y, finalmente, vuelve a quedar inmóvil y fláccido, igual que una bolsa vacía o un muñeco de trapo sin estopa.

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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©