Céntrico, reformado,
luminoso
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Anabel
Caride Pérez
Sucedió otra vez. Nuevas
caras, nuevos nombres en el buzón. Dos brochazos distraídos vistieron
de limpio mis discretas paredes blancas, verde fosforito desde hoy.
Antes que eso, papel pintado. Después quién sabe.
La nueva inquilina,
una de esas neohippies alternativas entraditas en los cuarenta y el
Biomanán, me hizo pronto olvidar a su lejana tía segunda (la del Corazón
de Jesús gigantesco que me asustaba por las noches). Ella y su bigote
mosca. Fueron a parar al trastero también sus visillos voyeuristas
y fue así como, uno de esos domingos remolones de churros y periódico
de izquierdas, descubrí enfrente a Nico, el adolescente tolkiniano
que se daba los buenos días con gallarda y magdalenas de oferta. Su
santa madre ya por aquel entonces había desistido de lavar los cortinajes
de la cueva, adoquinados con lamparones de semen reseco y boli distraído.
Si la inspiración andaba cerca, entiéndase por tal a la teutónica
guiri del primero izquierda, el albo afluente del onanista barrilloso
podría servir de estímulo visual a un Tápies sin recursos (alguna
ventaja debe tener vivir en una calle estrecha; aparte de ver gratis
total el canal de pago de un vecino pijo, tan aburrido que contrate,
un lunes, Aquí te pillo, aquí te mato a las nueve de la mañana).
Banda sonora, la habitual: martillo neumático de obra cercana y lotero
sin laringitis. En clara competencia, los nuevos monstruos mediáticos
de la academia del bajo: unas niñas protofolklóricas sin tiempo para
soñar con Bisbal. Quede eso para el banco de la entrada, donde los
aburridos parientes ya descubrieron que hicieron la mili también en
Ceuta, como media España.
Tiene eso vivir
en el ombligo orgulloso de la ciudad del lerele. Exceso de gomina.
Ya casi no queda el raro espécimen de la familia convencional devota
del palito de merluza. Emigró al extrarradio (Macarena «diez mil vueltas»)
y devana sus días entre bonobuses con trasbordo y catequesis obrera
post-conciliar. Viva la gente. Sobre todo con nómina fija, dice la
agenda usurera de mi amo, uno de esos nosecuantos de toda la vida
venidos a más. Y mientras, a mí me entretienen con parejitas de sábado
cachondo que se olvidan bajo los cojines de mi tresillo tres feromonas
lascivas. Es entonces cuando recuerdo, con dolor de tubería oxidada,
a los niños que no volverán. Esos niños amamantados con Nocilla a
los pechos de Fofito mutados hoy en crueles cachorros de la ESO o,
lo que es lo mismo, futuros doctores honoris causa de la prensa
del colorín. Y colorados no los pone ni su musa, la estrábica Leticia
Savater que los adocena desde lactantes y está presente en sus primeras
pesadillas meonas.
Quiere la suerte,
o el contrato leonino, que me habite cada cierto tiempo una estudiante
venida del pueblo dispuesta a dejar de serlo. Me tocan entonces fiestas
sin cuento y los timbrazos de los municipales secuaces de doña Concha,
vecina de siempre con archivo fotográfico de caras ajenas y propias.
Que dicen en la tele que así han pillado a muchos etarras y un melenas
anillado es un peligro aunque pague la contribución o baje la basura.
Me queda entonces ir reconociendo sin sorpresa cómo esa ex-Gracita
Morales de nuevo cuño va cambiando sus tuperwares aljarafeños por
una estudiada dicción de capital. Un día que otro, se le cae del bolso
un ejemplar de El Cultural y desde entonces el siguiente paso
es matricularse en Danza del Vientre, mucho más práctica que los bailes
regionales que aprendió de chica, dónde va a parar. El novio ausente,
encabronado en su todoterreno, sorbe los mocos de su agenda promiscua
y sus cafelitos a destiempo con el pringoso de turno que llama «senderismo»
a lo que ellos, antes, «patearse la sierra». La ventolera le da fuelle
para inundar mis escasos 50 m2 con su vozarrón antiguo
y nadie habla más. Gracia, con nuevo estatus y condones estriados
para el numero dos de su lista, cambia también de piso, que no es
bueno que el hombre esté solo y su nuevo colega de tai-chi tiene un
polvazo. Y no está calvo, todo hay que decirlo.
Son las temporadas
en que se me descuelga de sopor alguna ventana y una pátina de mugre
va devaluando mi mobiliario añoso. «Listo para meterse», me pregonan
vacíos los anuncios por palabras del diario local bajo cuyos eufemismos
se intuyen mis vísceras destartaladas. Una mañana, uno de esos corredores
de móvil y agenda cansada (fincas urbanas Salcedo) me presenta a Eduardo,
el ingeniero trentón y asexuado que perdió los pocos pelos que le
quedaban delante de su portátil. Su gris existencia de topo le hace
despreciar la luz de mis balcones. Un punto a mi favor, no obstante,
lo decide finalmente: hay tres tomas de teléfono. Nico el onanista,
que detesta por sistema a todo nuevo vecino sin ovarios, calibra la
dejadez hecha persona en el ingeniero y llega a detectar desde su
cueva su aire indiscutible de cibernauta soporífero. Seguro que me
pasa un antivirus, algo es algo. Eduardo, por su parte, asceta de
los pantalones raídos, mira sin ver al bigotillo incipiente del chaval.
Encerrado desde el útero materno en su bola de cristal (la poesía
de la paradoja del «uno es igual a dos»), el ingeniero alimenta
su malditismo mostrando orgulloso su récord de novias a la fuga; la
última, en una boda, pudo escabullirse con el resto de sus compañeros
de mesa, enmudecidos ante su verbo excéntrico. Desde entonces ella
ya sabe que plantará sin miramientos al osado que se le acerque con
una de sus sufridas camisas de cuadros.
Ding, dong. Alguien
perturba mi siesta remolona y es doña Concha, inasequible al desaliento.
Ha visto por la mirilla al birrioso postgraduado y le ha admitido
sin que lo sepa en el casting de pretendientes a presentar
a una sobrina perdida para la causa. Ni coros rocieros ni peticiones
de mano de revista del corazón. La pobre víctima, harta de naufragios
y amaneceres arrepentidos, ya hasta se conforma con ajuar de todo
a Cien y desechito de tienta que no ronque. En definitiva ¿qué tiene
que envidiar Eduardo a los anónimos fantoches de madrugada que le
tiran la copa encima a la par que le miran el escote? Tita Conchi
ensaya una torpe excusa ante la puerta mientras va haciendo su lista
de invitados al bodorrio. La Paqui no, que sale fatal en las fotos.
A ver, a ver: hola hijo, tú dirás que quién es ésta. Y después de
eso le suelta su colección de lugares comunes y anécdotas varias sin
que el ingeniero, asocial pero educadito a collejas en colegio de
curas, pueda musitar una excusa para darle con la puerta en los morros
a semejante cotilla. Resultado: oreja y aplausos para la del cuarto
derecha, pitos y abucheos para el piojoso cibernauta. Acoso y derribo.
Mañana mismo, llámame Concha, sube la niña (que entre semana
tripite 1º de Empresariales) a que le ayude con las matemáticas. Ya
sólo queda que la alumna se entere también. Que está feo que la pillen
a la pobre con los pelos en las piernas después de tanto esfuerzo.
Telefónica le informa que tiene usted otra cita a ciegas y que puede
devolver el producto si no queda satisfecha. Hagan sus apuestas, vecinos
del bloque, a ver cuánto dura el periodo de prueba. Dicen de uno que
lo devolvieron al chiquero a la mitad de la primera copa. Falta de
trapío, supongo.
Y suponiendo
que las paredes oyen me da por imaginar a qué sabe la sopa de sobre
del vecino de enfrente. Al principio me pasó desapercibida su languidez
de toalla apulgarada y me dije, uno de tantos chuchos abandonados
que gasta la paga en pensiones ajenas y manutenciones legisladas.
Divorciado de manual o carne de cursillo de autoayuda, ése resultó
ser Juan. Con la moral a la altura de los calcetines remendados, hostigaba
a los conocidos con su cuaderno de quejas: inacabables copiados con
los defectos de la ingrata que le quitó hasta el gato (que además
era hidráulico). No quise ver en su soledad de cigarrillo sin tertulia
la grandeza del que, quemadas las naves, vuelve definitivamente para
quedarse. Rey del precocinado a la sopa boba de parientes dadivosos
a los que pagar impuesto revolucionario, reconquista su tiempo inventando
deberes. Hoy la ropa blanca, martes documental de animales, viernes
peli porno y aspirina por supuesto. Rumorea el chisme de sus compañeros
de trabajo que ha pedido a los reyes un artilugio de teletienda que
le libre de una vez de «esas protuberancias tan antiestéticas producto
de una vida sedentaria»; lo que no cuenta el bulo son las tortillas
de ansiolíticos, los bocadillos de desidia gratinada que hacen más
dulce el retiro espiritual forzoso y no remunerado. Carne de matrimonio
terapéutico con semiadolescente caribeña que le remiende el corazón
un día por el módico precio de un braguetazo de esos que abochornan
a los parientes pero despiertan envidia en el vecino del quinto. ¡Ay
que ver lo que castra una suegra con insomnio en la habitación de
al lado!
Juan no sabe,
no le deja su ombligo lastimado, que la que riega diariamente sus
cuatro balcones sin bombona rellena también sola las planas de su
cuaderno de esposa insatisfecha. Es canaria, lo dice a todas luces
el carmín reventón de sus mofletes que ya nadie toca. Alguien le cambió
un día un libro de familia por una cornamenta discreta y ella se inventa
un ocio plomizo asistiendo a cursillos de casas palaciegas, macramé
para iniciados, fabrique su propia pérgola en quince días. Cuando
él regresa, con la conciencia grisácea del niño que afrenta al rey
Baltasar, Cande tiene recién hechos los deberes y sólo espera el suficiente
de su beso culpable. El gazpacho riquísimo, cielo. Olvidado en las
islas un equipaje de primos carnales y hermanos obesos, su horario
escolar de casada aplicada no le da para amigas marujonas, psicoanalistas
de entreplanta que dominan el pulso mediático del barrio más insomne.
Mientras se anchan sus caderas para un parto que nunca llegará, ella
repasa la cartilla Palau con su nuevo periquito, capricho aséptico
sin bautizo, que no pide para un palote y que no hay que registrar
en la cartilla del médico. Alguien caritativo debería decir a la otra,
esa que cree que tiene un novio normalito para lucir los domingos,
que las ladillas no se cogen en misa de doce. Pero claro, su adolescencia
de Superpop descatalogado apenas le da para adivinar el final de las
pelis de Lina Morgan, dechado de lugares comunes que no va librarla
de su papel de mala-malísima codiciadora de braguetas ajenas.
Cualquiera podría
morirse de un coma etílico en los peldaños del bloque, castigados
por toda una saga de carritos de la compra. Apenas tropezarían con
su cadáver al bajar por el pan. Triste es decirlo, pero sólo Doña
Concha —martillo de herejes, purgatorio de butaneros imberbes— ilumina
con su boatiné de los domingos la mortecina luz de un descansillo
sin vecinas que se peleen ni maridos cirróticos en monos de trabajo.
Lo mismo le da por encontrar la lentilla que perdió en arrebato la
parejita siamesa del tercero (el condón usado se niega a devolverlo)
que proclama a quien quiera escucharla el último ofertón de coquinas
sin tierra. Nadie como ella para recordar después de las pascuas que
se nos ha puesto cara de turrón de jijona o que han cateado al niño
de la Encarni, que malgasta la visa en colegios de pago. Visita imprescindible
en velatorios de medio pelo, todos esperan en secreto ver su esquela
un día en el periódico para dejar de saludarse sin ganas después del
trabajo. Mirada absorta en las baldosas del suelo y portazo culpable,
mero trámite. Será el día cercano en el que conviva en los buzones
(como en tantos otros del casco antiguo) una recua de desconocidos
que sujete la puerta, sin saberlo, a un terrorista islámico de esos
que te ofrecen té verde momentos antes de librarte para siempre de
tus deudas en la tierra. Que en el nicho adosado de poco va a servirte
la tarjeta del Dia, y total, las flores de plástico tienen poco mantenimiento.
Descansen en paz tus nochebuenas abstemias al calor del mensaje del
Rey.
Verano otra vez.
Es pronunciar agosto y un silencio de recreo sin niños se aposenta
en mis cuartos vacíos. Nuevas cartas atrasadas para inquilinos fugados
que no sé leer. Rumor de aires acondicionados y nostalgia de muelles
que no crujen. Quienes me habitaron ayer, hoy pasean su chándal de
felpa por urbanizaciones que no salen en los mapas turísticos. Mientras
observo la gotera del baño, el desconchón tras el cuadro de Klimt
rememoro uno a uno mi currículum de habitantes desalentados por el
casero. ¿Qué será de la Desi? Apenas soy dueño de un pedacito de su
vida: llegó con un petate de cachivaches descoloridos, se tiñó las
greñas de caoba rabioso y un día dejó de pagar el último recibo. Se
fue de noche, como Papá Noel, cargando sus cuatro chinches en una
de esas bolsas sin pedigrí en que los negros camuflan sus CDs.
Ya me conozco
la rutina. Una mañana alguien con un móvil y poco tiempo que perder
me pone un cartelito amarillo chillón con un número cuyas señas desconozco.
Si no me gusta el hombre de las gafas o la solterona con varices,
a aguantarse tocan. Mi única tarea es esperar a que un desconocido
ponga su cepillo de dientes en el baño marcando desde entonces su
territorio. ¿De qué color será mi futuro? ¿Celeste sietemesino, blanco
conventual? No sé, no sé. Me estoy volviendo un clásico, prefiero
el verde fosforito.
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ANA ISABEL CARIDE PÉREZ
(Sevilla, 1972), es licenciada en Filología Hispánica. Suele moverse
entre el microrrelato, el cuento y la poesía, género en el que ha
publicado Nanas para hombres grises y la plaquette
«Inventario de desahucios». Ha colaborado con varias revistas
y figura en las antologías Los vicios solitarios y Poesía
viva de Andalucía como «telonera» de mucha gente a la que admira.
@
acaridepe[at]hotmail.com
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Ilustración relato:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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