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Las águilas
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Blanca del Cerro


Abría y cerraba el pico boqueando, como si quisiera tragar el aire que pululaba a su alrededor, como si quisiera morderlo. Tenía los ojos cerrados, el cuerpo cubierto de un suave plumón blanco y parecía frágil, muy frágil, y débil, muy débil, una minúscula gota de rocío perdida entre las enormes manos de Rodrigo que, en ese momento, intentaba dar de comer a la cría depositando en su boca insectos o gusanos, imaginando que ése podría ser el alimento más adecuado para aquel ser diminuto ahora a su cargo.

Lo había encontrado al borde de unas rocas, al salir de la estación camino de su casa. A la hora señalada, atravesó la verja, empezó a andar y fue entonces, tras haber caminado unas decenas de pasos, cuando escuchó un sonido tenue, similar a un suave gorgorito elevándose hacia la nada. Se acercó a las piedras y allí, entre unos arbustos, descubrió la presencia de una cría de águila tirada en el suelo, tal vez perdida o abandonada, tal vez caída del nido. Le pareció algo extraño pues Rodrigo sabía que las águilas anidan en las montañas, aunque bien es cierto que en ocasiones lo hacen en los árboles, y quiso preguntarse qué había podido suceder para que aquel pequeño terminase desplomado en la tierra, pero no llegó a hacerlo porque, a la vista de tan frágil elemento, lo único que le pasó por la cabeza en aquel instante fue recogerlo, envolverlo en un pañuelo y llevarlo hasta su hogar. La cría, acariciada por el silencio de una mano amiga, se arrebujó entre sus dedos sin dejar de emitir aquel extraño gorgoteo.

Natalia le esperaba, la cena ya lista, con una sonrisa, su sonrisa dulce, su sonrisa tierna y plagada de nostalgias, aquella sonrisa que, tiempo atrás, se le había introducido por la piel y había ahogado su corazón hasta dejarlo casi reducido a un suspiro.

Rodrigo no recordaba cuándo, ni cómo, ni por qué, aquella niña de ojos ambarinos y labios sedientos de luna había llegado a su alma. Y no lo recordaba porque su imagen se desteñía lentamente en las brumas de la memoria. Lo que sí sabía es que habían estado juntos desde muy pequeños, en la escuela, en el recreo, en las casas de sus padres —amigos desde tiempos inmemoriales—, en la iglesia, en los juegos, en la catequesis, en el campo, uno al lado del otro, inseparables, compartiendo experiencias, compartiendo sueños, compartiendo hebras de vida y silencio: siempre juntos.

Natalia abrió la puerta y dio un beso de bienvenida a su marido. Y él sacó la mano del bolsillo, una mano enorme como todo su cuerpo, y le enseñó su tesoro cuidadosamente envuelto en un pañuelo blanco. Ella entornó los ojos contemplando aquel latido sinuoso en forma de polluelo y, tras unos instantes de duda, preguntó qué iban a hacer con ese pequeño, pues probablemente era recién nacido y moriría sin la presencia de sus padres. Rodrigo, ladeando la cabeza en un gesto característico, respondió que haría todo lo posible por sacarlo adelante, ya que no podía devolverlo a su hogar pues desconocía la ubicación del nido del que había caído, y sin más palabras, depositó su ligera carga en un cesto, no sin antes colocar en el fondo del mismo una toalla para mayor comodidad de su nuevo inquilino.

Rodrigo sentía una adoración inexplicable por las aves, todo tipo de aves sin excepción y, desde que alcanzaba su memoria, siendo muy niño, su pasatiempo favorito había consistido en perderse por los bosques —casi siempre acompañado de Natalia— para poder descubrir e investigar nidos, observar el vuelo de los pájaros o escuchar sus trinos y gorjeos. Aquellos seres etéreos y un tanto fantasmagóricos podían volar, elevarse hasta alturas insospechadas, contemplar la tierra desde el infinito, subir eternamente, mirar al mundo con otra perspectiva distinta, confundirse con las nubes. Nadie salvo ellos podían hacerlo. Por eso eran realmente especiales.

Juntos, siempre juntos. No recordaba la vida sin Natalia a su lado. Asistían a clase, estudiaban, leían, escribían, comentaban, repetían lecciones, recorrían prados y praderas, hablaban de sueños y esperanzas, compartían quimeras, devanaban soliloquios y se perdían en las marismas de un futuro pequeño pero grandioso, los dos solos. Juntos, siempre juntos. Por eso nadie se extrañó cuando, ya jóvenes, anunciaron a sus respectivas familias su deseo de unirse en matrimonio. Aquel día, bordado de ilusiones y pespunteado de esperanzas, dejó incrustados en sus almas mil sonrisas y dos sueños.

Los enamorados, perdidos en sus ojos y en sus fantasías, iniciaron su vida en común en una casita enclavada en la falda de la montaña.

Rodrigo era uno de los maquinistas del pequeño tren que hacía el recorrido entre los pueblos existentes en la zona. Día tras día, a las nueve de la mañana, el tren salía puntual de la estación de su propia ciudad, atravesaba el puente tendido sobre el río, cruzaba el valle, se detenía en todas las villas, ya fueran grandes o pequeñas, recogía y descargaba pasajeros y, tras cuatro horas de traqueteo, llegaba a su destino. Por la tarde, realizaba el recorrido a la inversa y, salvo que se produjera algún incidente, lo cual no era habitual, llegaba a su casa sobre las nueve de la noche donde le esperaba la sonrisa dulce de Natalia y su piel tierna cuajada de sombras. Así venía sucediendo desde hacía mucho tiempo, y lo mismo habían hecho su padre, su abuelo y su bisabuelo y eso sería lo que, probablemente, haría su hijo. Porque Natalia estaba embarazada de cinco meses.

El corazón de Rodrigo se cubrió de cascabeles y aleluyas el día en que Natalia le anunció su próxima paternidad. Pensó que su existencia se asemejaba a una explosión continua de fuegos artificiales. Y no sabía qué hacer con tantos sueños desparramados en su interior.

La vida se le escurría por los dedos entre sus tres principales responsabilidades: su adorada mujercita, a quien colmaba de atenciones, su tren diario de ida y vuelta, un chu-cu-chu-cu tra-ca-tra-ca incesante, y su pequeña cría de águila, a la que no perdía de vista ni un momento.

No estaba resultando nada fácil sacar adelante a aquella bolita de plumas, cada vez más grande, que siempre hacía gorgoritos, siempre pedía comida y siempre requería cuidados y atenciones, pero Rodrigo lo estaba intentando y lo estaba consiguiendo. Muy poco a poco, con la calma de los espíritus tranquilos y la paciencia de las almas sublimes, el joven maquinista logró que la cría sobreviviera. Y, con gran alegría por su parte, fue contemplando cómo el águila crecía y engordaba día a día, al igual que el vientre de su mujer. Y la estancia en su casa quedó así cubierta de un sinfín de caricias, de un lado a otro, de uno a otro ser, caricias a Natalia, caricias a la cría —que estaba dejando de serlo— y caricias a aquel sueño en el que se encontraba encerrado y hacía que su corazón se elevara hasta alturas insospechadas de felicidad.

Habían transcurrido unos dos o tres meses desde que Rodrigo recogiera a aquel pequeño ser caído entre unos arbustos y consideró que había llegado el momento de que empezara a volar. No sabía cómo podría conseguirlo pero intuyó que lo más indicado sería salir al campo y lanzar el ave hacia el cielo para que ella misma, guiada por su instinto, iniciara su andadura por el espacio. Y así lo hizo.

Al principio no fue fácil. El águila, ya de un tamaño considerable, batía las alas, ascendía unos cuantos metros, sobrevolaba el entorno y retornaba al refugio seguro de su dueño. La operación se repetía una y otra vez. Pero Rodrigo no cejó en el intento. Día tras días, sin faltar uno, el joven se levantaba muy temprano y, antes de encaminarse a la estación, cogía su preciada carga por las ahora robustas garras, salía al campo y continuaba con su repetitiva labor de lanzamiento.

Poco a poco, el vientre de Natalia aumentaba en tanto que los vuelos del águila eran cada vez más prolongados. Quedaba poco tiempo para el nacimiento del niño y quedaba poco tiempo para que el ave emprendiera el camino definitivo hacia su propia identidad. Rodrigo sonreía pensando en los curiosos paralelismos existentes entre su bebé y su águila.

Y llegó el gran día: el día en que Natalia salía de cuentas, el día en que teóricamente nacería su hijo. Ambos sabían que probablemente la fecha se retrasaría, porque las primerizas eran siempre impuntuales en esos menesteres, pero aquella mañana, demasiado oscura para albergar tantos sueños, Rodrigo se levantó repleto de esperanzas y con un saco de ilusiones cargado a la espalda. A partir de ahora, su hijo podía llegar en cualquier momento.

Se dirigió con su águila a cuestas hacia el campo y, tras observar el cielo encapotado y comprobar que seguramente empezaría a llover, la soltó, como venía haciendo desde que iniciaran las clases de vuelo. El águila miró con suavidad a su dueño, con una suavidad distinta a otras veces, como si guardara en sus ojos un silencio apretado y triste, batió las alas, se elevó segura y emprendió el vuelo hacia la montaña. Rodrigo la siguió con la vista y esperó, como había hecho en tantas ocasiones.

Pasaron diez minutos y el águila no apareció. Quince minutos, veinte minutos y el águila seguía sin aparecer. Consultó el reloj. Tenía que marchar a la estación porque, si continuaba esperando, llegaría tarde al trabajo. Media hora. Fue inútil. El águila no volvió.

Rodrigo, no pudiendo prolongar la espera, dio media vuelta y se alejó atisbando el cielo, un poco abatido, el alma un poco encogida, pensando que era lógico, que sabía que algún día su águila iba a desaparecer de su vida y ese día había llegado, que no debía sentirse triste sino alegre porque ella sería feliz en su entorno, que había perdido a su querida ave pero que pronto tendría en los brazos a su hijo, que unos se van y otros vienen, como siempre, que la vida está compuesta de unos sueños que se astillan y de otros sueños que nacen.

Abrió la verja de la estación, subió al tren y emprendió la marcha a la vez que unos nubarrones oscuros, en forma de borregos tumultuosos, estallaban confusos en el cielo.

Rodrigo pensó que dónde se refugiaría su águila en esos momentos de fragor.

La lluvia, en torrentes vertiginosos, duró varios días.

El niño se hacía esperar.

La lluvia no cesaba.

Rodrigo y Natalia aguardaban inquietos la llegada del bebé y hacían planes para poder estar juntos en el momento del parto. Quiero que no te separes de mí, decía ella. No me separaré de ti, no lo dudes, decía él. Tengo miedo, decía ella. No lo tengas, decía él, porque yo estaré a tu lado. No me abandones, no me dejes sola, decía ella. No voy a abandonarte, nunca, decía él. Y así se confundían entre palabras, susurros y besos.

La mañana se abrió densa con un estallido de soles perdidos y primaveras ocultas. Por fin había dejado de llover. El valle había quedado lavado, el aire era limpio y todo reverberaba, pero el río había crecido demasiado y amenazaba con desbordarse. Los habitantes de la zona nunca habían visto tanta agua en su cauce.
Rodrigo se alegró de recibir el sol, tan dulce y tierno, y tan esperado tras varios días de lluvia incesante.

Ante el fastuoso acontecimiento a punto de producirse, algo que cambiaría su vida entera, había dejado de pensar en su águila.

Aquel sería el último día que acudiría al trabajo pues, ante la inminente llegada del bebé, había pedido unos días de vacaciones para poder estar junto a Natalia en el momento del parto.

Un arroyo de ilusiones le recorría la piel.

Subió al tren, lo puso en marcha y emprendió el camino hacia el valle silbando una melodía de notas desperdigadas y alegres. Al pasar por el puente, comprobó que los rumores que corrían entre los habitantes del pueblo eran ciertos y que, realmente, el río podría llegar a desbordarse debido a la gran cantidad de agua que arrastraba. Pero, sin dar mayor importancia al hecho, continuó desgranando su canción.

La mañana transcurrió tranquila hasta que el tren llegó a su destino.

A la hora de la comida, mientras Rodrigo degustaba un buen plato de fabada en la cantina de la estación, la imagen de su querida águila apareció nítida en su cabeza, por primera vez en varios días. Se sorprendió de no haberse acordado de ella y se preguntó por qué razón la recordaría en ese preciso instante. Sonrió por dentro a la vez que rebañaba el plato con un gran trozo de pan. Asimismo se preguntó dónde estaría en aquellos momentos su ave favorita, qué haría, qué le habría deparado el destino, si habría encontrado un hogar y si sería feliz, al menos tan feliz como él mismo. En el fondo de su corazón le deseó suerte.

Después de un café bien cargado, vio la televisión durante un rato, como hacía todos los días y, a las cuatro en punto de la tarde, subió de nuevo a su locomotora y emprendió el camino de regreso.

Empezó a llover, pero no a torrentes como en los anteriores días, sino con una cortina fina de lluvia incesante que parecía taladrar el aire.

Rodrigo, siempre atento a las vías, seguía silbando una canción alegre como su propia alma mientras pensaba en los brazos de su querida Natalia. Pronto estaría con ella.

En ese momento sonó el teléfono. Lo sacó del bolsillo y atendió a la llamada. Rodrigo, ven, Rodrigo, ya ha llegado la hora, dijo la voz de su amada. Ha venido mi madre y vamos al hospital. Rodrigo, por favor, Rodrigo, Rodrigo…

Y él quedó temblando, con el teléfono en la mano, contemplando la lluvia que caía sobre el cristal mientras el tren seguía su ruta, chu-cu-chu-cu tra-ca-tra-ca, y se adentraba en el valle.

Era el momento mágico, el momento maravilloso del nacimiento de su hijo, y él estaba a punto de alcanzar el pueblo, llegaría a tiempo para estar juntos, no quedaban más que quince minutos de camino, girar la última curva del valle, cruzar el puente, y estaría allí, con ella.

Una lluvia muy fina, como espinitas de una corona desbaratada, pinchaba el viento.

Sólo quince minutos.

Y tras la curva, el río y el puente.

El río, allí estaba, sí, pero… pero no había río, se había desbordado, las aguas avanzaban enloquecidas, y el puente… no había puente, el puente derrumbado, caído, tragado por la corriente. Dios mío… No había río, era una catarata loca corriendo por el valle, eso era el río, avanzando sin control, arrasando a su paso todo lo que encontraba, no había puente. Dios mío… Dios mío…

Rodrigo hizo sonar el silbato repetidas veces, aplicó los frenos instantáneamente y el tren se detuvo. Y con él, su alma.

Sus ojos no daban crédito a lo que contemplaban. Sus ojos absorbían el panorama que tenía ante sí. Podía ver el pueblo frente a él, al pie de la montaña, del que le separaban un par de kilómetros, podía ver las casas iluminadas, podía ver hasta el aire que cortaba la ladera, y las rocas en la cima. Pero no podía ver el puente que tenía que cruzar obligatoriamente… porque el puente había desaparecido.

Rodrigo permaneció unos instantes confuso.

Su primer pensamiento fue para Natalia. Se llevó las manos a la boca. Imaginó a su mujer partida de dolor y sola, sola sin él, abandonada a su miedo, y recordó sus palabras, y su promesa de estar con ella en el momento mágico del nacimiento, pero no había puente, no podía pasar al otro lado. No estarían juntos.

No llores, pequeña, no llores, no he podido, ha sido imposible, el río desbordado, el puente desaparecido.

Pensó que debía actuar, que tenía que hacer algo sin dilación, tranquilizar a los pasajeros, avisar de su tardanza, llamar para pedir socorro.

Levantó los ojos hacia el cielo y miró el horizonte. El teléfono quedó paralizado entre sus manos. Quiso actuar pero no pudo hacer nada.

Porque allí, a lo lejos, difuminado entre la lluvia, le pareció observar que algo extraño se aproximaba. Parpadeó varias veces. Algo realmente extraño se acercaba muy despacio al lugar donde el tren se encontraba parado y sin poder continuar. En principio, no supo de qué se trataba. Parecía un tropel, un grupo abigarrado, una masa informe de… ¿pájaros? ¿Estaría soñando? Sí, eran pájaros, una nube inmensa de pájaros, multitud de aves apiñadas, todas en perfecta formación, con las alas desplegadas.

Rodrigo se frotó los ojos porque no creía lo que estaba contemplando. Y olvidó repentinamente el tren, los pasajeros, la llamada de socorro, todo aquello que no fuera la observación de aquel tumulto silencioso y cada vez más cercano que se aproximaba, se aproximaba, se aproximaba con una lentitud arrolladora.

La escasa luz existente quedó cubierta por un nubarrón de alas negras.

No, no eran pájaros, o sí, eran águilas, cientos de águilas increíblemente disciplinadas que avanzaban despacio, muy despacio.

Todos los pasajeros del tren, incluido el maquinista y los revisores, permanecieron petrificados ante la increíble visión que tenían ante ellos. Nadie pudo murmurar una palabra porque las palabras habían quedado atascadas en las gargantas.

Águilas, centenares de águilas se acercaron y, con una precisión milimétrica, llegaron hasta el lugar donde el puente se había derrumbado.

La lluvia había dejado de caer, como si quisiera acompañar con su silencio la irrealidad de una visión fantasmagórica.

Las águilas se detuvieron justo encima del tren.

Rodrigo, sin dejar de contemplar lo que acontecía sobre su cabeza, creyó percibir que aquella manada informe de aves negras estaba capitaneada por una sola al frente de todas ellas.

Y las águilas, con un único y perfecto movimiento, empezaron a bajar, a descender, todas a la vez, todas al unísono, formando una marea inescrutable de alas, plumas, picos y garras. Y lentamente, muy lentamente, todas ellas se posaron sobre los laterales del tren.

Los corazones habían dejado de latir.

Y en un instante sobrecogedor, las poderosas garras de las águilas agarraron los vagones y la locomotora como si de plumas livianas se tratara y, con un esfuerzo aparentemente sobrehumano, empezaron a elevarse suavemente, muy suavemente, empezaron a subir y subir y subir con su extraña carga a cuestas, y a desplazarse, metro a metro, hasta cruzar el cauce de aquel río que había dejado de serlo.

Rodrigo cerró los ojos por los que quería escaparse una lágrima. No podía creer lo que estaba viviendo.

Y las águilas, tras haber atravesado la sima insondable con el tren prendido entre sus robustas garras y suspendido en medio de la nada, llegaron hasta el otro lado del abismo, donde el campo se abría denso y, con una suavidad infinita, empezaron a descender muy despacio y depositaron los vagones y la locomotora sobre las vías.

Una vez en el suelo, los corazones reanudaron nuevamente sus latidos.

Las águilas, tras dar por terminada su increíble empresa, desprendieron sus garras del tren, y ya libres, iniciaron su ascenso hacia los cielos. Y, tal como habían llegado, con su indescriptible contoneo y sus alas abiertas a la brisa, desaparecieron por el horizonte, todas juntas, todas unidas, todas en perfecta formación, todas en silencio.

Un rayo de electricidad atravesó los poros de Rodrigo.

El río, el puente, las águilas, Dios mío, no sé qué pensar, no sé qué decir, ha sido inaudito, ha sido… no es posible… sí, lo he vivido, ha sido real, o no, no sé, Dios mío…

La imagen de Natalia le sacó de su ensueño.

Sin perder un instante en otros pensamientos —ya tendría tiempo para pensar—, puso en marcha la locomotora y, como llevado por una fuerza incontenible, recorrió los dos kilómetros que le separaban del pueblo, llegó a la estación, detuvo el tren, se apeó y emprendió corriendo el camino que le separaba del pequeño hospital. Corrió como nunca. Subió las escaleras de tres en tres y abrió la puerta del quirófano. Natalia se debatía entre espasmos y dolores, el sudor manchaba su frente y su cuerpo entero, pero aún así, su rostro se iluminó con una sonrisa infinita cuando vio aparecer a Rodrigo quien, sentándose a su lado, le cogió la mano. Diez minutos después nació su hijo.

La noche se hizo día de pura felicidad.

A la mañana siguiente, Rodrigo, con el niño entre sus brazos, miraba absorto por los cristales de la habitación en la que descansaba Natalia tras el parto. Todo su ser devanaba pensamientos, manadas de pensamientos. El tren, la lluvia, el río, el puente, las águilas, el hospital, el nacimiento. Las águilas, sobre todo las águilas. Todavía no había dicho una palabra a nadie de su increíble aventura, ni siquiera a su mujer. Era demasiado pronto para asimilar en profundidad lo que le había sucedido.

A lo lejos, en el horizonte, apareció una mancha negra.

Rodrigo observó. La mancha se aproximaba.

En el alfeizar de la ventana, como una aparición fantasmagórica, se posó suavemente un águila, su águila, su ave favorita. Y ella, grandiosa y espectacular, dirigió una mirada tierna al niño que se acurrucaba en brazos de su padre, como en cierta ocasión se había acurrucado ella misma. Y a Rodrigo le pareció, aunque quizás estaba soñando, que aquel ser maravilloso sonreía.

Unos instantes después, el águila, su águila, batió las alas y emprendió el vuelo hacia las montañas.


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BLANCA DEL CERRO (Madrid, 1951). Es Licenciada en traducción, interpretación y filología francesa por la Escuela San José de Cluny, de Madrid, dependiente de la Sorbona de París. Ha dedicado gran parte de su vida a la traducción, especialmente técnica, por lo que ha traducido multitud de artículos, folletos y especificaciones, además de 35 libros. Ha obtenido el Primer Premio de Relatos de la revista Genial y tanto el Primer y Tercer Premios de Relatos Cortos como el Primer Premio de Poesía de la Revista de Finanzauto. Ha publicado el libro Luna Blanca (Editorial Nuevos Escritores), y textos suyos han sido publicados en la Revista de Transportes, de Barcelona, en las revistas digitales Ariadna, Letralia, Narrativas y Almiar, y en el Taller de Escritura Pluma y Tintero (http://tallerdeescrituraplumaytintero.blogspot.com).
Su libro, aún inédito, Mi nombre es Aurora, fue uno de los diez finalistas del I Certamen de Novela Zayas (2008). Colabora en Radio Latina —para cuya página web escribe— y Radio Merlín (Madrid). Es miembro integrante del Grupo Literario El Parnaso.


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Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


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