Violeta
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Estela Parodi
Se encontraban todos los martes
en el mismo bar, a la misma hora. A veces llegaba él y la esperaba.
Otras, las menos, ella se sentaba de espaldas a la puerta al fondo
mismo del bar, y también esperaba. No tenían otra manera de comunicación.
Jugaban al desencuentro o al encuentro por azar, a las caras de la
moneda o a las del destino, al tiempo que les durara porque sabían
(ambos lo sabían), que nada es para siempre y que alguno de los dos
esperaría eternamente al otro algún día, y el otro ya no vendría.
Violeta tenía marido.
Un marido que poco le gustaba el trabajo, que se enojaba ante los
reclamos de ella de cariños, afectos, besos. Manuel, un hombre extraño
que aparentaba ver la vida como un hecho acabado, a las mañanas sin
novedad para él y a su existencia como una ruta interrumpida por una
montaña de tierra en la que se terminaba el asfalto. Continuamente
decía que vivir era para él como mirar en cero el saldo de una cuenta
de banco y saber que jamás podrían agregarle un peso. Y así, sólo
haciendo changas y algunos fletes con su vieja camioneta, intentaba
convivir en su pequeña casita de barrio con Violeta, una mujer inteligente,
lectora de novelas románticas, sola en la vida; tan sola como para
enamorarse de un Juan sin destinos ni propuestas. Era maestra y día
a día, trataba de entregar esa cuota de amor que se le desparramaba
por el cuerpo a sus alumnos queridos.
Manuel había decidido
desde el primer momento no tener hijos y ella aceptó, con esa resignación
que otorga la soledad dentro de las almas, el decir «está bien si
él lo quiere así, no me quedaré sola, mejor es dormir con alguien
de noche». Así habían ocurrido los días. Y así habían ocurrido los
meses y los años. De la escuela a Manuel, de Manuel al mantelito floreado
con las florcitas en el florerito de plástico en la mesa, del florerito
de plástico al mal humor de Manuel.
Pero Violeta una mañana
de muchísimo sol conoció a un hombre en la parada del colectivo al
salir de la escuela. Era alto y vestía de elegante traje gris, tenía
profundidad en los ojos y lo que más le gustó de él fue su caballerosidad
al ayudarla a subir, al sacarle el boleto y ella permitirlo sólo porque
la miró complacido, y sentarse junto a él silenciosa, extrañada de
que algo tan raro le pasara a ella, justo a ella que nada raro le
ocurría nunca, porque su rutina diaria aparecía tan sincronizada como
por un cronómetro. Sentados en el asiento hablaron ininterrumpidamente
más de lo que duró el viaje pues Violeta dejó pasar siete cuadras
antes de levantarse del asiento. Aquel hombre la atraía. Sus ojos
oscuros la atraían, su cutis blanco, la manera de tratarla, su traje
perfectamente planchado.
Al siguiente día cuando
salió de la escuela comenzó a temblarle el pecho apenas se acercaba
a la garita. ¿Estaría el hombre gris? Se había olvidado de preguntarle
el nombre y cuando él le había preguntado al borde del asiento con
deseos de seguir el viaje y la obligación de bajar, ella había susurrado
con la más honda de las simplezas, Violeta. Y él le había sonreído
y había contestado, «entonces estoy conociendo a una flor».
Todo eso se le ocurrió
pensar antes de llegar a la parada del colectivo. Todo eso que le
había nublado la perspectiva del mantel a cuadros la noche anterior,
el olvido del florerito de plástico, el silencio como respuesta ante
las acostumbradas protestas de Manuel por la comida mal hecha. Violeta
pensó que algo estaba cambiado en ella, que ya nada sería igual después
de aquel encuentro. Había logrado comprender que cada encuentro que
uno tiene en la vida cambia indefectiblemente la existencia de las
personas. Y por esa nueva inquietud que le había inflamado la sangre
desde el día antes, Violeta se paró a esperar al colectivo con las
mismas ansias de aquellas adolescentes que pujaban por subir primero,
riendo, haciendo bromas, jugando casi a vivir.
El día estaba luminoso,
con un sol de abril resplandeciente que brillaba sobre su clara cabellera.
Se había pintado los labios y sus ojos no se cansaban de mirar para
todos lados. Atentos, buscaban el gris de aquel traje, buscaban al
hombre con tanta vergüenza como esperanza.
Violeta aquel día
dejó pasar dos colectivos con la firme convicción de que él llegaría
y cuando creyó ya había esperado inútilmente, decidió tomar el tercer
colectivo. Esta vez la sensación fue distinta. Llevaba como un peso
dentro del corazón pues supuso que nadie puede vivir igual después
de que la ilusión se ha desperdigado en el aire. Se dijo tonta al
sacar el boleto, pensó en el azar, en los encuentros a deshoras, en
ese extraño que sólo se había obstinado en charlar sin decir, porque
de su vida no sabía nada, sólo que era un extraño encontrado en un
destiempo de vida por casualidad y al que debía olvidar ya; era mejor
que no haya regresado a la parada porque alguien la podía ver y ella
había sido desde hacía mucho la mujer de Manuel, la maestra respetable,
seria, fiel hasta la eternidad.
Sin embargo una sombra
comenzó a nublar la belleza de aquel mediodía. Una sombra gris que
la persiguió incesantemente mientras corregía los cuadernos, mientras
pelaba las papas, mientras abría los cuadros del mantel para esperar
a Manuel. Porque había soñado con algo inconsistente, pero que acaso
aparecía como un resplandor en aquella existencia suya, dura, vacía,
de constante e irreversible oscuridad.
Sin saber por qué,
al otro día, Violeta volvió a esperar y a dejar pasar dos colectivos
hasta que el elegante señor de traje gris sorpresivamente apareció
por la esquina. Al verla, sonrió y le dijo cortésmente, «he encontrado
nuevamente a la flor». Las mejillas se le incendiaron y un escalofrío
extraño y rápido le subió por la médula casi al instante que él le
decía que era un bonito día, que por qué no caminaban una cuadras
en vez de apretujarse en el colectivo, que había pensado en ella,
en sus ojos cautivos, en su nombre perfumado. Todas esas palabras
juntas le parecieron excitantes y la aventura de caminar junto a ese
hombre, más. Cada paso que dio a su lado desde ese momento fue una
aventura; cada minuto de diálogo, cada mirada provocando el aire del
mediodía, cada invisible comunicación, porque entre los dos comenzó
a convivir el invisible. Una invisible madeja que unió sus caminos,
sus cuerpos en un cuarto de hotel dos meses después.
Fue el día que Violeta
aprendió a vivir de otra manera, a no importarle los malos tratos
de Juan ni el gusto agrio de sus besos prepotentes en la cama, ni
tener que llegar a fin de mes comiendo fideos. Ella sólo esperaba
el martes y como un alimento imprescindible, esas horas con el hombre
gris comenzaron a parecerle un oasis en medio de un árido desierto
rocoso.
Durante tres años
se amaron así, cada vez con más intensidad se amaron, cada martes.
Se esperaban en la mesa de un bar, se ansiaban, se buscaban a través
del vidrio de la puerta, se sonreían haciendo el amor imaginando que
al menos por un rato tocaban la felicidad. Despojados de identidades
porque siempre sólo fueron el hombre gris y Violeta, aquel cuarto
en penumbras les devolvía la única privada y compartida de ser sólo
un hombre y una mujer despojados de biografías. Eran ellos. Solos,
únicos, desnudos.
Durante tres años
jamás supo Manuel dónde iba Violeta cada martes y tampoco quiso averiguar.
Se limitó a seguir la vida como si fuera una carretera de tierra extensa
sin ningún tipo de posible futuro pavimento. Y Violeta, continuó siendo
el eje de dos hilados que egoístamente le enroscaban el alma.
Porque el alma de
Violeta desde que conoció al hombre gris, vivió enroscada en una maraña
que le atraía pero le postergaba. Él la amaba cada martes con mayor
pasión, pero cuando ella, alguna vez que otra, sugería solucionar
aquella situación para ella indigna, él le recordaba que no abandonaría
ni a su esposa ni a sus hijos, que lo entendiera, que ella era una
mujer distinta pero que la situación no daba para más. Y entonces
Violeta sólo se limitaba a llorar en silencio mientras se ponía las
medias, la camisa, la pollera y se iba por la calle sin mirar atrás
repitiéndose que era la última vez. La última.
Pero cuando llegaba
a casa y regresaba Manuel del trabajo con su apatía de siempre y con
la inquisición de sus ojos la culpaba delante del mantelito a cuadros
porque los fideos estaban secos o mal cocidos, Violeta volvía a pensar
en la profundidad de aquellos otros ojos arrolladores buscándole los
suyos en el vidrio de la puerta, en el taxi, en la cama de aquel cuarto
en penumbras, y decidía volverlo a ver, porque no deseaba su vida
como un páramo deshabitado de color, aunque ese color fuera el gris.
Así, con algunos sobresaltos
o altibajos más o menos, ella vivió presionada entre el desamor de
Manuel y la desaforada pasión del otro hombre. Y como una dócil mujer,
se limitó a darles a los dos un ilimitado amor que se fue convirtiendo
poco a poco en rencor con ella misma por no poder abandonar ninguna
de las dos situaciones.
Fue entonces cuando
un martes, casi a la hora de encontrarse con el hombre gris y habiéndose
mantenido toda la mañana intranquila por una discusión con su marido
la noche anterior, a la salida del colegio sintió la necesidad de
estar un rato sola. Cruzó la calle y se sentó en el banco de la plaza
de enfrente y, sin desearlo, el tibio sol del mediodía la adormeció,
trasladándola a un sueño nuevo. Desconocidamente nuevo. Cerró los
ojos y sintió que un esplendente calor le acariciaba los párpados.
Entonces comenzó a ver un camino sinuoso, solitario, silente, bordeado
de flores violetas. La luz aturdía pero no sintió miedo y comenzó
a caminar intrigada. Primero caminó con lenta zozobra. Luego, con
pasos de asombro. Más tarde, con ansiedad, confianza, firmeza. Llegó
a la tercera curva y decidió que el camino resultaba cada vez más
ambiguo aunque más atractivo y decidió seguirlo, seguirlo ininterrumpidamente.
A Violeta la encontraron
de noche. Ninguna persona se había dado cuenta de ella y su sopor.
Ni los niños que sembraron de risa la plaza. Ni los abuelos que charlaban
del pasado en los bancos. Ni los señores de sombreros o las señoras
de soleras amarillas que cruzaban distraídamente aquellos senderos
llenos de sol. A Violeta la sacaron muchas horas después de su inconsistente
camino y llamaron a la ambulancia porque ella insistió con sus ojos
tremendamente abiertos y molestos ante su despertar, que la dejaran
continuar.
Nadie entendió de
qué camino hablaba ni de qué aroma a violetas ni de qué luz. Sólo
atinaron a llamar por teléfono a Manuel que espantosamente enojado
la fue a buscar a ese mismo banco en el que Violeta se había instalado,
aunque tampoco entendió de qué camino hablaba ni de qué curvas llenas
de flores ni de que luz tranquila y solitaria que ella seguía insistiendo
ver con sus ojos tremendamente abiertos.
La llevó a su casa,
la sentó junto a la mesa de mantelito y florero y le gritó que debía
volver de una vez y darse cuenta de que «eso» que ella veía era una
alucinación. Pero por primera vez a Violeta no le importó ni los reclamos
ni los aullidos de Manuel. Siguió con sus ojos abiertos diciendo que
deseaba seguir caminando por él.
Así estuvo por meses
y años. Cerrando, abriendo sus ojos y perseverando en el andar por
esa grácil ruta que su mente había imaginado tan audaz, lejana y atrayente.
Olvidó sus encuentros de los martes y olvidó también a su marido.
Ahora descansa en
otros bancos rodeada de otros rostros, silencios y sombras. Manuel
la va a ver todos los martes y le lleva ramitos de violetas y jamás
ha perdido la esperanza de que su mujer regrese al mundo que la vio
partir un día nunca supo por qué.
Y dicen por ahí, que
también un hombre gris se sienta en una mesa todos los martes e incansablemente
espera en vano a la mujer de pollera larga y blusita blanca.
De vez en cuando Violeta
cierra los ojos y dice que ha encontrado una curva nueva y que la
luz cada vez está más cerca y que ahora hay golondrinas surcando el
cielo y que... pero siempre también viene a buscarla una mujer enfundada
en el blanco del uniforme y la llama suavemente por el nombre y le
recuerda, no te pierdas, Violeta, no te pierdas. Te están esperando.
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ESTELA PARODI
DE FUNES,
nació en Rosario, Argentina, en 1954.
Ha publicado tres libros: Cuentos Desnudos, 1993 (Premio ASDE,
Santa Fe; Leopoldo Marechal, Bs. As.; Mención Faja de Honor de SADE,
Bs. As.); Cuentos Audaces, 1998 (Mención Faja de Honor de ADEA)
y Mar de Amores, 2003. Durante varios años ha coordinado el
Taller Letras de Café.
edpaudaz(at)gmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por
Pedro M. Martínez ©
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