Manías de soltero
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Luis Amézaga
Muy temprano fui desvelado
por los vecinos: Pareja joven que gustaba de mantener acaloradas disputas.
—¿A ti te parece lógico, cariño,
que ella sabiendo como sabe que vivimos juntos, ande siempre detrás
de ti haciéndose la encontradiza en los lugares más pintorescos, y
sonriéndote con esa melosidad cargante? ¿No percibes algo raro en
su comportamiento, cariño?
—Exageras. Lo tuyo son celos enfermizos.
—¿Te gustaría, digo por ejemplo,
que Julio me invitara todas las tardes a tomar café a la salida del
trabajo, y que llegara a las tantas, cariño?
—A ese relamido baboso —bramó con
estupor el cónyuge—, ni mentar.
—Cariño, eres un asqueroso machista.
Se oyó a través de la pared de
yeso y papel un portazo que ponía fin a la contienda.
Mientras desayunaba como es costumbre,
solo, entre montones de cacharros sucios, pensé que el «cariño» es
la puntilla que remata al bravío marido. Salí de casa con numerosos
recados que acometer. No obstante, desgasté las horas en oficinas
de la administración pública y en sucursales bancarias: Lugares enmoquetados
con compartimentos estancos, hilo musical, aire acondicionado y decenas
de funcionarios si no iguales, sí al menos fáciles de confundir. Me
hallaba cumplimentando un impreso indescifrable, cuando entró una
pálida muchacha con paso indeciso luciendo una coleta dirigida al
techo abovedado. El enjuto elemento del Estado levantó la pelada testa
para mirar por encima de sus lentes. Le indicó con el índice, al estilo
de un Colón decadente, otra de las ventanillas. Después regresó a
su amarillento informe. Un señor que no mira de frente es un tipo,
sólo un tipo. La mujer instalada sobre altos tacones echó un vistazo
a su derredor, y salió del edificio desconcertada e incapaz de resolver
el asunto que hasta allí la había empujado.
No gusto de grandes restaurantes
en los que has de atender especialmente a las formas, y donde por
sistema los ejecutivos mantienen reuniones de trabajo. Por ello almorcé
en una recóndita y humilde tasca sita en zona acantonada de la ciudad.
Al otro extremo de las vetustas mesas de madera, investigué la procedencia
de un incesante musitar. Su origen era un abuelo olvidado con sus
recuerdos en medio de la penumbra cargante. Acompañaba la cantinela
con rítmicos golpes de su ahíto bastón.
Pululé toda la tarde por el laberinto
de callejuelas inhóspitas que conozco con los ojos cerrados. Me crucé
con fantasmas, vivos como yo, llenos de reticencias. Nadie conversa,
nadie se detiene sino es en alguna parada de autobús. ¿Se ha visto
un acto más patético que la espera del autobús?: Tensos, hieráticos,
sin saber por qué los viajeros se vigilan de soslayo. Cada cual en
su aburrido pensamiento opina que la actitud de los demás es vulgar,
fatua.
Con la noche debiera lograrse la
intimidad, la confidencia. Nada; eso sería antaño. Anoche me vi inmerso
en un éxtasis de bares y pubs en los que el ruido atronador es indispensable.
¿Cómo va existir la complicidad si necesitan aullar para entenderse?
Por otra parte, no se pasa del chiste fácil o picante, o de los monosílabos,
o del lenguaje corporal. Me emborraché. Acabé totalmente mamado, como
dios manda. Que nadie intente justificarme. Agencié ese penoso estado
en plenas facultades y con la mayor de las alevosías.
Volví solo a casa, con las primeras
luces naciendo en el barrio de los ricos. Gracias al aire milagroso
y frío de la madrugada, me despejé hasta donde era posible. Por la
misma acera, en sentido contrario, se aproximaba una silueta femenina
taconeando con estilo elegante. Al situarnos casi a la par, pude observar
su coleta dirigida al cielo raso. Vestía blusa de seda y falda ceñida.
Cruzamos las miradas, los aromas. Estábamos hechos el uno para el
otro; lo sabía, pero continué camino. Tenía unas ganas locas de girarme
y llamarla, preguntarle por sus gestiones frustradas. No lo hice.
¿Timidez? Éramos dos solitarios destinados a unirse. Mas por desgracia,
con la sobriedad y la costumbre de soltero surgió el orgullo. Un orgullo
que impedía la comunicación, el contacto. Ella, seguramente, sintió
los mismos impulsos de hablarme. No lo hizo. Ella no parecía una mujer
orgullosa, sino muy digna. Como resultado: me dedico a escribir extravíos.
¡Qué cosas!
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mickel35(at)telepolis.com
Blog de Luis Amézaga: http://poetamiron.bitacoras.com/
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Andreia Milene Neves © (participante
en el
III Certamen de fotografía Almiar).
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