Rosas Rojas
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Lucilene Machado
Aquel hombre cabía entero
en los ojos de ella. Cabía en sus manos suaves y ávidas por acariciar.
Sería capaz de envolverlo con la tela de sus sentidos. Emboscadas
de manos y miradas. Miento, los ojos no ven nada cuando las manos
son tentáculos de hembra carnívora. Era un hombre que tenía el tamaño
exacto de su deseo. Encajado en sus contornos, íntimos de axilas y
muslos, harían la sublime coreografía del amor. ¿Cómo sería su aliento,
su aroma... su cuerpo mojado de pasión?
Por él sería capaz hasta de convertirse
en una auténtica ama de casa, inclusive cocinando y lavando ropa.
Sería capaz de almidonar y planchar sus camisas blancas una por una,
mientras él le besara la nuca, encontrando sensual su aire despojado
de entrecasa, y le preguntase en susurros: «¿Estás vestida así para
mí?». Claro que sí. Vestida y desvestida, siempre para él. Ahí, él
se aprovecharía de la fragilidad de ella y realizaría sus fantasías
de macho atrás de puertas y ventanas. ¿Aquel hombre de metro ochenta
fantasearía con mujeres frágiles y desvalidas? Por supuesto que
no. Parecía más bien una roca inconmovible. Un hombre de alma
helada e impenetrable. Individualista, pagado de sí mismo... un verdadero
narciso.
Bien, no podía quejarse tanto,
hasta que él demostró interés en sus puntos de vista. Y aún cuestionó
si ella estaba comprendiendo su punto de vista. «¡Sí! ¡No!». Ella
tartamudeó al decir lo que pensaba sobre las relaciones. Las mujeres
especiales suelen confundirse. Y los hombres demoran en descubrir
eso. ¡Hombres, tan directos y objetivos! La encontró tensa. ¿Tensa?
¡Por favor! Apenas quería las cosas formalizadas. Era romántica...
«Romántico yo también lo soy, querida». Se sintió ingenua. No, más
que eso, se sintió infantil. Ni sabía ya qué quería decir romanticismo.
¿Cómo podría pensar en compromisos y formalidades después del cambio
de siglo? Ahora las cosas sucedían espontáneamente a su tiempo. «¿Comprendes?»,
preguntó él sin mucho interés en la respuesta. Pero ella sentía la
ansiedad pulsando en su piel y precisaba dar una respuesta para mantener
el equilibrio de la charla y dejar clara su reputación. Y habló. Sus
argumentos jamás habrían de convencerlo, pero no por ello dejó de
ser auténtica. No dormiría con él sin que se estableciesen vínculos
de intenciones futuras. ¿Dormir? No, él habló de noche de amor. Así,
sin muchos rodeos, del mismo modo en que la había invitado a cenar.
Mientras ella hablaba, él se distrajo
varias veces mirando a los transeúntes. ¡Qué aburrimiento! Había perdido
la noche invirtiendo en una mujer con conceptos ya superados, pasados
de moda. ¿Reputación? ¿Y cómo iba él a adivinar? Creía que ya no existía
esa especie de mujer... Y pensar que la había escogido a dedo. ¡La
más hermosa mujer de aquella noche, y cómo bailaba! Esperó una semana
para el encuentro, estaba lleno de expectativas... ¡Pensó en todas
las posibilidades! Sería capaz de enloquecerla entre cuatro paredes.
Besaría suave su cuello delgado, la oreja, la boca... le haría masajes,
caricias, y sorpresas de las cuales ella jamás se olvidaría. Ella
iba a quemarse en la fiebre y le devolvería los ojos verdosos encendidos,
enmarcados en el castaño rojizo de su cabello. Sería capaz de llevarla
en brazos hasta la cama, o simplemente apreciaría su andar de bailarina,
que ahora ya no baila pero mantiene la gracia y la cadencia. ¿Cadencia?
No, es que ella tenía vocación. Vocación para la ligereza, como una
mariposa que bate las alas, posándose de flor en flor. Sería capaz
de enviarle a ella una docena de rosas rojas al día siguiente. Tal
vez fuese mejor rosas blancas... no, lo mejor eran las rojas. Las
mujeres adoran las rosas rojas. ¿Y por qué no? Sólo que no le daría
el número de teléfono, eso no. Ella podría llamar e insistir en que
pasaran el domingo en el parque, o quién sabe, quisiera una cena íntima
preparada por ella. La segunda opción podría ser irresistible. Ella
en un vestido negro ajustado al cuerpo, sin breteles... cena a la
luz de las velas... pero, y si ella insistiese en presentarle a los
hijos, mostrarle el perro, el gato... fotos viejas, ella bailando
en el Municipal... ¡No! No quería perder el tiempo con eso. Después
hasta podría pensar que él era su novio. Qué cosa anticuada, una mujer
llamando a su trabajo, preguntando dónde había cenado, dónde había
pasado la noche... ¡Eso no! Sabía cuánto costaba la libertad. No tendría
más paciencia para ser marido, novio, o cualquier papel semejante.
En un gesto sutil llamó al mozo y pidió la cuenta.
Ella bajó los ojos tristemente.
Sobre la mesa, esculturas que había hecho con miga de pan. Aplastó
con el dedo una hormiga roja y solitaria que surgió arrastrándose,
como implorando una migaja. ¡Oh, Dios! Migajas, era eso. En el mantel
blanco, el rastro enojoso. Era el cuerpo. Pan partido, vino derramado.
Jamás tendrían esa comunión. Se sintió indignada. Se retiró sin esperar
ninguna gentileza. Apenas algunas palabras así, al acaso, como «gracias
por la invitación» y «gracias por la compañía». Podría haber resistido
un poco más, pero era muy delicada. Y los delicados tienen poca resistencia.
Resta decir que apenas sé que ella pasó el día siguiente arreglando
su casa. Cortando, delicadamente, con una tijerita de uñas, los cabos
de un bouquet de rosas rojas. Hacía eso con extremo placer. Después
las colocaba una junto a otra dentro de un jarro de agua. Todas con
el mismo corte oblicuo y el mismo tamaño. Se obligó a comprender que
las rosas no hablan, jamás. Ni siquiera las rojas.
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LUCILENE MACHADO
es una autora brasileña.
lucilenemachado[at]terra.com.br
Lee otros relatos de esta autora (en Margen Cero):
Buscando estrellas |
Por los caminos de la noche |
Del corazón de una mujer |
Crónica para un ángel |
Ensimismada.
* ILUSTRACIÓN ARTÍCULO:
Albert Muis Abstraction 01, By Jurgenborgers [CC-BY-SA-3.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.
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