
Puerto de tránsito*
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Marco Minguillo
Llegaste
al pueblo una noche de febrero, cuando las garzas dormían y
las cocinas a leña revoloteaban en las casas.
Te habían dicho que bajaras al escuchar su nombre.
Ese nombre, que al pronunciarlo, sonaba a canto de pájaro errante,
a árbol silvestre, a agua de río, a fruta madura...
Ahora estabas allí, parado como una estaca, con
tu maletín de lona al hombro y contemplando la nube de polvo que se
extinguía segundo a segundo, escoltada por el quejido asmático del
ómnibus.
Miraste a tu alrededor. Sentiste los latigazos
de la soledad. Pensaste ser un alma insepulta añorando un ramo de
azucenas frescas.
Tenías que luchar contra tu acostumbrada impaciencia.
No debías dejar el lugar hasta que te recogieran.
Pasaron los minutos con andar de tortuga. El
vientecillo arrastraba desde la cercanía un penetrante olor a maíz
y a haba sancochada.
De pronto, desde la penumbra, viste aparecer
una silueta que se dirigía hacia donde tú estabas. A sólo unos metros
su rostro se diluía. ¿Sería él? ¿Qué tanto habría cambiado? ¿Te reconocería?
«¡Es Pedro! ¡Es Pedro!», te dijiste. Sus rasgos
parecían congelados en la nada. Te hizo imaginar que tenías un niño
grande frente a ti.
Más de dos decenios sin verlo. Por lo visto él
no había perdido su tierno entusiasmo. Sonrieron bajo los velos albinos
de la luna. Se dieron un fuerte apretón de manos y se abrazaron. Tratando
de llenar con el abrazo ese abismo que el fragor del tiempo había
cavado. Entrecruzaron algunas palabras y caminaron. Uno al lado del
otro. Él te iba comentando algunas medidas necesarias de supervivencia.
Y tú lo escuchabas. Andabas. Mirabas las puntas
de tus zapatos: eran dos proas abriendo las aguas en el mar de tu
infancia.
Observaste calles angostas. Semioscuras. Laberintos
armoniosos de adobe. Conforme avanzaban, el lugar se te fue haciendo
familiar. El pueblo había quedado colgado en tu memoria, simulando
ser un fruto de tamarindo añejo meneado por los embates de los años.
Confiadas lucecillas titilaban a través de unas
ventanas diminutas. Por momentos olía a algarrobos y a mangos maduros.
Luego de un largo recorrido llegaron a la vivienda.
Te sobreparaste y la contemplaste antes de entrar. Era la misma casa
en donde correteaste con los amigos, metiéndote en sus entrañas, jugando
a las escondidas; escuchando la voz de los mayores reunidos, charlando,
riendo, bebiendo chicha, haciendo un festejo cualquier momento del
día.
Aunque en la situación actual era, para ti, sólo
un puerto de tránsito en el camino. Cuánto significado tenía en esos
momentos una cama con sábanas recién lavadas, una taza de café humeante,
el clocleo adormilado de alguna gallina, el castañeo armonioso de
los samaritanos molles.
Y descansaste. Como un niño huérfano en los brazos
amicales de algún hogar encontrado.
A la mañana siguiente te despertó la voz de Pedro.
Esa voz pausada, rítmica, semejante a las lágrimas otoñales que caen
de los árboles después del aguacero. Él se había levantado temprano,
como siempre lo hacía. Así se vivía en el pueblo. Había que despertarse
antes que cantasen los gallos e ir a trabajar la tierra. Esa tierra
fecunda. Dadivosa. Manantial complaciente de bocas hambrientas.
Lo viste trayendo consigo: camotes, mangos, mantequilla
batida envuelta en panca de choclo, leche de cabra y panes calientes.
Se dieron los buenos días y él se retiró hacia el fondo de la casa.
Mientras te desperezabas él freía animoso, en
la cocina que ardía con palos de algarrobo, unos pescados comprados
en la puerta del mercado.
Desayunaron y charlaron. Le ibas a comentar lo
sucedido en la ciudad de donde venías. Pero él, con discreción, detuvo
tu historia. No necesitabas hacerlo. Bastaba con que estuvieses en
dificultades para tenderte una mano. El resto no le importaba. Te
urgía un puerto de tránsito con calor humano, y allí estaba. A tu
disposición.
—No te preocupes, Alejandro, todo se arreglará.
Puedes quedarte en casa el tiempo que necesites. Los amigos estamos
para ayudarnos.
—Gracias, Pedro, por tu hospitalidad —respondiste
y miraste sus ojos negros, juguetones. Esos ojos que no habían perdido
su candor, su palomillada. Eran los mismos ojos que conociste en tus
tiempos de infante, cuando venías a pasar las vacaciones escolares
en casa de tu abuelo Aurelio.
Tu abuelo, ese viejo canoso de manos gruesas,
ásperas y voz ronca. Un viejo bondadoso que te subía en los lomos
de los burros cuando trasladaba las cosechas de alfalfa desde la chacra
de don Andrés Santistéban hasta el mercado. Fue en esas idas y venidas
al pueblo en donde conociste a Pedro. Tu abuelo era gran amigo de
su padre, don Alberto, quien también era arriero.
En las primeras semanas no dejabas la morada.
Imaginabas qué podía suceder. Una tempestad de temor e inseguridad
azotaba el país. Tempestad que se erigía desde el sillón presidencial,
reventaba diques, inundaba, ahogaba las esperanzas democráticas de
los ciudadanos.
Poco a poco, y con el apoyo de Pedro, empezaste
a salir. Principalmente por las noches. Caminaban. Fumaban. Conversaban.
Recordaban anécdotas. Andaban por entre las callejuelas del pueblo
y se detenían en la orilla del río. Ese río afable, cuyas aguas anchas
y relativamente torrentosas servían para irrigar los sembríos. «Qué
sería del pueblo sin este río. Tal vez nunca habría existido», pensabas.
Las lechuzas y los grillos se transformaron en
tus amigos con el trajín cotidiano.
Fuiste tomando confianza y creíste conveniente
salir por las mañanas. Te empezaste a reencontrar con aquellos amigos,
con quienes correteaste cuando niño. Ellos ya tenían sus familias,
dependían de la tierra y del comercio y se alegraban de tu presencia
por esos lares.
Te sentías parte del pueblo. Ya tu cara citadina
era una pincelada dormida en el paisaje.
Así fue que una noche de sábado, saliste con
Pedro y otras amistades hacia el único local existente y en donde
la gente joven se reunía para bailar los últimos hits del momento
venidos de la capital.
Pasearon siguiendo el canto del río. Llegaron
a un local de puertas anchas, en donde rostros primaverales esperaban
su ingreso, impacientes. Desde dentro salía un compás alegre de merengue.
Ese ambiente de fiesta te sirvió para evocar las salidas de los fines
de semana, poco antes de que te vieras obligado a abandonar: tu casa,
tus padres, tu trabajo de oficina y todo lo que formaba parte, en
mayor o en menor grado, de tu vida.
Te gustó el lugar: música, olor a tabaco, chicas
de miradas curiosas y cerveza. Pedro y los otros se animaron a bailar.
Tú te quedaste como una estatua calcárea, parado en un rincón. Observando
los cuerpos que se contorneaban con esa delicia tropical. Tus pupilas
recorrían el escenario. Tu cuerpo te pedía danza, pero lo contuviste,
decidiste esperar un rato más.
Hasta que entre el gentío, viste una muchacha
de piernas largas, contorneadas, quien bailaba con un hombre alto,
flaco, de actitud indiferente. Ella tenía movimientos sensuales y
felinos. Se te vino a la mente la imagen de una gata persa a tiempo
de aparearse. Excitando. Ronroneando.
Esperaste que culminase la pieza, pisaste el
pucho del cigarro con tus botines bien lustrados y te lanzaste en
su búsqueda.
—¿Podemos bailar? —le dijiste.
—Claro, con mucho gusto.
Mientras disfrutabas de una copla salsera contemplaste
su rostro. Ojos benevolentes y vivaces; cejas negras, delineadas,
que le daban un aire de autosuficiencia y misticismo; nariz relativamente
pequeña y labios gruesos.
La pegaste más a tu cuerpo. Sudaba. Su blusa
blanca, húmeda, te invitó a apreciar sus pechos ardientes, erigidos.
Dos picos de montaña lamidos por una nube espesa y ansiosa.
Experimentaste su calor de hembra nocturna y
pueblerina. Qué agradable era sentir la presencia prodigiosa de una
fémina junto a ti.
—No tienes cara de lugareño...
—Ajá ¿te parece?
—Claro. Nunca te he visto por estos lares.
—Tal vez tengas razón. Pero me siento como si
hubiese crecido aquí.
—¿Cómo te llamas?
—Alejandro... ¿Y tú?
—Lucía.
Su aroma de mujer joven te confirmó la alegría
del seguir viviendo. Del seguir amando.
Mientras que una infinidad de pasos se dibujaban
en la pista, recorriste su largo cuello exhalando un aire tibio, buscando
provocarla, estimularla, hacerle llegar las mismas imágenes que tú
ya tenías en la cabeza. Su cabellera negra se agitaba suavemente.
—Eres muy guapa, Lucía... —le susurraste.
—Eso dicen siempre los hombres cuando quieren
convencernos —sonrió.
Siguieron bailando. Una canción. Dos canciones.
Innumerables canciones. Ya no querías soltar a la muchacha. Y ella
tampoco mostraba lo contrario.
Eran las cuatro de la madrugada cuando la fiesta
culminó. Te olvidaste de los amigos. Sólo te interesaba llevarla abrazada.
Transformarte en un oso perezoso enrollado en el tallo fino de un
árbol.
Desde esa noche, tu rutina cambió drásticamente.
Querías verla. Escucharla. Sentirla todos los días. La recogías en
bicicleta de la escuela en donde ella trabajaba. Y pedaleando paseaban
por entre vistosos maizales revoloteados por las alas blancas de las
garzas. Campesinos incrustando sus lampas laboriosas. Bajo un ardiente
sol bebían chicha de jora y comían platillos sabrosos a base de pescado.
Eran o creían ser el centro de ese mundo onírico.
No deseabas abandonar tu puerto de tránsito.
Pensaste en el porqué no viniste antes a ese fabuloso lugar. Tal vez
no era tarde para reiniciar tu existencia en esas tierras fecundas.
De ese modo, transcurrió el tiempo. El país era
un alboroto sin derrotero ciudadano.
Evitaste comentarle a ella lo sucedido. Construiste:
una historia de trabajo, una pausa profesional fuera del centralismo,
una búsqueda de nuevas posibilidades de desarrollo personal. Y ella
se comió tu argumento. Tu pretexto.
Aunque en diferentes oportunidades te sedujo
la idea de contarle la historia verdadera.
«¿No es así como se hace cuando se ama a alguien
con pasión?», pensabas. Pero sin embargo te faltó valentía, cojones
para hacerlo. En el fondo temías que eso pudiera hacer explotar la
burbuja mágica que ambos habían construido. Finalmente decidiste dejar
todo como estaba y disfrutar de lo que la vida te ofrecía en esa coyuntura.
Hasta que te llegó la hora de partir. Debías
de abandonar el lugar. La tempestad se avecinaba más y más. Ya casi
la podías oler. Palpar. Sentir su sabor agrio. Doloroso.
Le dijiste que retornarías a la capital. Debías
continuar con tus labores citadinas. Ella se entristeció. Te pidió.
Te rogó...
—Quédate, Alejandro. Aquí tienes más posibilidades
de trabajo. Hay menos comodidades que en la capital, pero podemos
vivir juntos...
—Lo siento mucho, Lucía. Pero no puedo. No puedo.
Tengo que viajar esta noche...
—Alejandro. Alejandro. Alejandro... —la escuchaste
decir y le mostraste tu espalda ancha, angulosa.
Ya de noche, llevando tu maletín de lona al hombro
y vestido con tus jeans desteñidos, caminaste sigilosamente, acompañado
del fiel Pedro, por los bordes del río. Yerbas dormidas, lomos de
piedras redondas y brillosas, minúsculos sapos escurriéndose en el
barro.
Debías cruzarlo. Llegar a la frontera del país
vecino y seguir tu rumbo. Encontrar cobijo. Tranquilidad. Evadir los
azotes de la realidad que ahora se hacían casi inevitables.
Pedro y tú fueron dos sombras moviéndose como
fantasmas. Las lechuzas y los grillos te despedían con su sinfonía
campestre. Sentiste las palmas anchas de Pedro tamboreando tu espalda.
Contuviste las lágrimas. No sabías si algún día volverías.
Con un nudo que ardía en tu garganta y mirando
sus alegres ojos, dijiste:
—Gracias por todo, Pedro. Gran amigo. Muchas
gracias...
—De nada, Alejandro. No te preocupes. Todo va
a mejorar. Apúrate, sube al bote. Rema con fuerza, con mucha fuerza.
Debes llegar al otro lado. Apresúrate...
Bajo el manto nocturno remaste. Remaste como
nunca lo hiciste en tu vida. Las aguas estaban alborotadas. Gotas
heladas saltaban y se estrellaban como escupitajos en tu cara, en
tu casaca, en tu pantalón. Ya no veías a Pedro. Sólo agua. Agua. Su
turbulencia. Su lamento. Su adiós.
Llegaste al otro lado. Bajaste, tal como Pedro
te había indicado e ibas a escabullirte por entre los matorrales memorizados
en varias sesiones noctámbulas. Se te hacía difícil divisar la otra
orilla.
De súbito, escuchaste unos gritos. Dudaste. Conjeturaste
por un instante que eran las lechuzas, los grillos, las aguas. Agudizaste
los oídos. Y mezclado con el sonido del torrente: los gritos. Sí,
eran gritos. Gritos reconocibles.
—¡Cójanlo! ¡Cójanlo! ¡Cójanlo! ¡Él es su amigo!
¡Su amigo! ¡Cójanlo, carajo! ¡¿No escuchan las órdenes de un superior?!
Pudiste captar la voz de Pedro, negando a los
vientos la acusación. Forcejeando. Exasperado. Diciéndoles que todo
era producto de una equivocación.
Antes de escabullirte, buscando la trocha indicada,
llegó más nítida a tus tímpanos la voz femenina que dictaba órdenes.
Y tú te esfumaste, tras tu río de párvulo, repitiendo
agitadamente su nombre: «¿Lucía? ¿Lucía? ¿Lucía?...».
* Este cuento obtuvo una
mención honrosa en el Certamen Internacional Terra Austral Editores
(Australia, 2004) y fue publicado en el libro Cuentos y testimonios
del mundo por la misma editorial.
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MARCO MINGUILLO (1965)
es un escritor peruano. Sociólogo por la Universidad Nacional Federico
Villarreal (Perú), ha publicado los libros de relatos Una noche
de otoño y otros relatos (1998) y Voces en tiempos de tormenta
(2002). Relatos y poemas suyos han sido publicados en revistas literarias
de México, España, Suecia y Perú. Así mismo, ha sido finalista en
el I y II Concurso Internacional de Cuento A Quien Corresponda (México);
primera mención en el Concurso de Cuento Breve Santiago Dabove (Argentina),
y finalista en el IV Concurso de Cuento Encuentro de Dos Mundos (Francia).
Vive en Suecia desde 1995.
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Leonardo Risso © (Máximo Paz -
Santa Fe; Argentina).
* De este mismo autor puedes leer, en Margen Cero, un artículo sobre
el libro
La memoria es un arma (Masacres andinas), del poeta y narrador
peruano Juan Cristóbal.

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