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La muchacha
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Moisés Sandoval Calderón


Esa mañana, en la casa grande reinaba el caos.

En su alcoba, el patrón amaneció muerto. El cadáver, con el rostro descubierto y el resto del cuerpo envuelto por las sabanas, parecía un marchito capullo de muerte.

—No incomode a la muchacha. Súbame usted un vaso de agua, y le pone una ramita de albahaca —fue lo último que en la noche anterior le dijo a doña Carmen, el ama de llaves.

El patrón la quería mucho a la muchacha, y le tenía muchas consideraciones. A veces la llamaba «hijita».

Pero esa noche iba estremecido por la noticia de la muerte de su compadre. Su único deseo era retirarse a su lecho a dormir tranquilo; su ánimo, el de prepararse para la larga velada del día siguiente. Tenía que prevenirse para el desarreglo. Y es que sacando cuentas, a sus sesenta y pico, de ese grupo de amigos de su juventud, él era el único que quedaba en la otra orilla. Viudo y con cuatro hijos dedicados a dilapidar su fortuna, veía la vida pasar como sentado en un rincón de osario.

Pero esa noche la muchacha se obstinó. Si siempre había sido ella quien cumplía con los encargos del amo. ¿Por qué ahora iba a ser diferente? Conocía perfectamente su situación en esa casa y tenía que preservarla.

Unos hombres sacaron el cuerpo y lo tendieron en la sala, en un catre de campaña. Ahí mismo lo velaron.

La muchacha lloraba desconsolada. Y parecía que en cada lágrima vertía una parte de su vida. Impresionaba su pena. Tanto que los vecinos pensaron si no habría enloquecido.

Una anciana trataba de consolarla:

—No hay poder que cure las heridas de la pena, más que Dios. Bastante sufriste de niña con la pérdida de tus padres, hija mía, te comprendo. Derrama esas lágrimas por quien te sacó de la pobreza, te protegió y vio en ti a una hija.

Y la pobre muchacha seguía llorando a mares.

La muchacha no era bella, pero tenía el aroma perfumado de la pubertad; los ojos grandes y el talle estrecho. Esa mañana, había abierto la puerta de la recámara principal. Y no le extrañó la quietud y el silencio que reinaba en el interior de la estancia, pues el patrón solía madrugar a sus quehaceres. Usualmente, ella aprovechaba esos momentos para regresar al lugar en que había pasado parte de la noche a remover los restos de la humedad de su cuerpo; los sudores saturados de su esencia que impregnaban las sabanas y las almohadas.

Ya dentro del aposento, todavía desorientada por la penumbra, se disponía a correr las cortinas y a abrir las ventanas con el propósito de iluminar el cuarto y de airear los efluvios del sexo nocturno. Pero alcanzó a ver el bulto todavía arropado. Entonces, como niña viciosa, con el turbador encanto de quien recibe los primeros abrazos de los hombres, cerró la puerta, recorrió en la punta de los pies el espacio que la separaba de la orilla de la cama, y poco a poco jaló la sabana tomándola por el borde.

Lo vio echado allí, inerte; su rostro era el de un andrajo humano corrompido por los años. Y ese ojo entreabierto, esa piel terrosa le indicó que el bulto era una cosa muerta.

De repente, le invadió un miedo cerval; tuvo conciencia clara del peligro a que se hallaba expuesta: a tener que volver a la ronda por las calles cenagosas, a los bailes de arrabal con sus pasillos húmedos de cerveza derramada, a los tugurios miserables de donde la había sacado el amo de la hacienda.

Sonó el silbato del tren en la estación lejana, con su cargamento de putas rumbo a los cañaverales de la ciénaga; el silbido le llegó con un tono melancólico.

Y a la muchacha le dio por llorar.

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MOISÉS SANDOVAL CALDERÓN, narrador mexicano, tiene textos publicados en diversas revistas electrónicas, entre ellas: Realidad Literal, Axolotl, No-retornable, Destiempos, Silencios Literarios, y la revista Voces, en sus dos versiones, papel y electrónica.
sandoval_calderon_moises(at)hotmail.com


Lee otro cuento de este autor: Pobre Molly

* ILUSTRACIÓN RELATO: Candle flame, By Vaikoovery (Own work) [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html) or CC-BY-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/3.0)], via Wikimedia Commons.