El intruso
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Manuel
Merenciano Felipe
Sentí la necesidad de abrir
los ojos repentinamente. Todavía turbado entre sueños, sudoroso
y agitado, cuando aún parecía pisarme los talones aquel grotesco engendro
de la pesadilla, apenas fui capaz de distinguir la hora que las manecillas
del reloj de pared, difundiendo vagamente una lívida fluorescencia,
se esforzaban en presentar: las tres menos cuarto.
Me encontraba un tanto desorientado
al evidenciar que sólo habían transcurrido un par de horas desde que
me eché a dormir en el sofá. Yo, en cambio, habría jurado que estaba
a punto de amanecer, de irrumpir la luz naciente derramándose alborozada
entre las hendiduras de la persiana que guarece el ventanal orientado
hacia el Levante, de iniciarse la acostumbrada algarabía de mirlos
y gorriones que con su animado canturreo restablecen la fuerza arrebatada
a la naturaleza por el mutismo triste y hondo de la noche... Pero
no logré discernir más sonido que el recóndito ululato de un búho
acompasado por el lejano gañido de los perros. Fue entonces cuando,
cercado de penumbras, pensé en la llave del gas, lo que me hizo erguirme
con un movimiento súbito, compulsivo.
Sentado ya, un áspero ronquido
de Lola, procedente del dormitorio, en la planta superior, me devolvió
a la realidad. Aunque en un principio había dudado, ahora estaba casi
seguro de que esa noche, antes de acostarme, no había comprobado que
la válvula estuviese debidamente cerrada.
Bostecé de forma aparatosa y, amodorrado,
con los miembros entumecidos por la incómoda postura mantenida, maltrecho
por la extenuante carrera de aquella pesadilla disparatada..., titubeé
antes de levantarme definitivamente. Traté de evocar todas mis maniobras
desde que llegué hasta que me tendí sobre el sofá, viniéndome a la
memoria mi figura, agazapada bajo la encimera de la cocina, dando
un giro de noventa grados a la llave hasta encontrar con exactitud
el tope que confirmaba su cierre. Sin embargo, también era factible
que esa escena correspondiera a la noche anterior o, quizá, a algún
instante vivido varios días atrás.
Me incorporé con mucho cuidado,
procurando no hacer ruidos que pudieran despertar a Lola de su sueño
siempre profundo y reconfortante. Si ella me sorprendía revisando
el dispositivo del gas, posiblemente me tomaría por un maniático terco
e incorregible, incapaz de dominar esas pequeñas obsesiones cotidianas
tan extravagantes a los ojos de los demás. Y es que, en numerosas
ocasiones, me he levantado hasta cinco o seis veces a lo largo de
la noche para cerciorarme de que todo estaba oportunamente cerrado
o apagado; aunque, en realidad, Lola nunca ha llegado a percatarse.
Yo reconozco que soy bastante meticuloso, a veces irritantemente meticuloso,
en lo referido al tema de la seguridad; por eso suelo dormir en el
sofá, para estar alerta por si algún maleante pretende entrar forzando
la puerta o las ventanas de la planta baja, donde no encontraría demasiadas
dificultades al no haber rejas. Siendo razonable, Lola debería comprender
que mi manera de actuar obedece a un instinto natural de defensa,
porque no quiero que nada le ocurra ni nadie perturbe la serenidad
en nuestro hogar. Ella, su alma, su juventud, su pureza, es lo único
que da sentido a mi vida.
La temperatura se me antojaba cálida,
blanda, sumamente agradable aun habiéndome desprendido de la manta
con la que había estado arropado, la utilizada por Lola cuando da
alguna cabezada a la hora de la siesta. Me mantuve durante unos segundos
completamente inmóvil, como una estatua, al detectar una pausa en
sus ronquidos y percibir desde abajo que se daba la vuelta en la cama.
En el momento en el que su respiración empezó a emitir un agudo silbido,
bastante latoso mas no tan exasperante como el murmullo bronco anterior,
me encaminé sigilosamente hacia la puerta de la cocina. La oscuridad
era absoluta, pero la costumbre me había hecho aprender a deambular
con pisadas lentas sin tropezar con ningún obstáculo. Al tercer paso,
sonó, tal y como yo estaba temiendo, un crujido originado en la articulación
de mi rodilla derecha. Volví a parar en seco, resistiendo inerte con
el tronco ligeramente inclinado hacia delante y apoyando mi peso íntegramente
sobre la superficie plantar del pie izquierdo, dejando el otro suspendido
en el aire. Transcurridos unos instantes, Lola no parecía haberse
inmutado y pude continuar avanzando.
Tras franquear la puerta, encendí
la lámpara de la campana extractora de humos. Cuarenta vatios no es
gran cosa; con todo, la iluminación me resultó excesiva e incluso
molesta. Abrí el armario donde se encuentra la llave del gas y, en
cuclillas, pude cotejar que efectivamente estaba en posición de cierre,
perpendicular al eje de la conducción. Me lo repetí muy bajito varias
veces, de tal suerte que si unas horas más tarde volvía a despertar
asaltado por la misma duda, tendría claro que esa noche la verificación
había sido efectuada.
Desvelado, proseguí asegurándome
de que el horno, el calentador, la lavadora y la estufa estaban desconectados,
e hice lo mismo con la plancha en el cuarto ropero contiguo al salón
comedor. Yo sé que a esas horas de la madrugada mi comportamiento
parece excéntrico, pero es un hecho bien conocido que la electricidad
puede acarrear graves disgustos, especialmente durante la engañosa
quietud de la noche. Una tentación incontenible que bullía en mi interior
me arrastró nuevamente hasta la llave del gas. Consideré que sería
una estupidez volver a tantearla, aunque tampoco perdí nada haciéndolo,
por si las moscas... Empezaba a ser consciente de que mi delirio por
Lola, por mimarla y protegerla, podía estar acercándome peligrosamente
al borde de la enajenación; pero ese entendimiento, esa capacidad
de introspección, también significaba un buen síntoma de equilibrio,
de dominio de los sentimientos y las emociones, al menos por ahora.
Me disponía a subir al dormitorio
para convencerme de que todo lo que rodeaba a Lola conservaba el orden,
la armonía, que ella merece; para inhalar una vez más hasta la médula
de mis huesos el delicado aroma a azahar de su perfume; para abrigarla
de ternura depositando el inocente roce de mi mirada sobre la piel
inmaculada de su cuerpo límpido y desnudo..., cuando oí un ruido emanado
del exterior. Me pareció un chirrido metálico, seco y breve, que,
rasgando el silencioso beso de la noche, resultaba estrepitoso. Enseguida
pensé en alguna trastada de Minerva, la gata, pues el buen animal,
con la arribada del clima tibio en los albores de la primavera, duerme
ya en la cesta acomodada bajo el porche de acceso a la vivienda. Si
bien..., lo de dormir Minerva por las noches es un decir, porque suele
pasarlas correteando de un lado a otro por el jardín, acechando con
su instinto felino la presencia de cualquier reptil o roedor que pueda
convertir en su presa. Sin embargo..., ¿y si no era así?..., ¿y si
alguien merodeaba por los alrededores?
Con cierta angustia me dije que
esa noche podían haberse quedado abiertos los portones del jardín.
Recordé entonces cómo, al entrar, tuve la preocupante sensación de
ser vigilado desde las sombras en aquella atmósfera turbia de cuarto
menguante, y, asustado, había encajado la verja aceleradamente, dando
con torpeza las dos vueltas de rigor a la llave. Pero tal vez —volví
a conjeturar— esa última evocación atañía a cualquier otra ocasión,
cualquier otra vivencia o, simplemente, a un sueño indeterminado.
Reflexioné, indeciso, sobre la
mejor forma de proceder. Me invadieron reparos y temores, ya que aún
faltaba una eternidad para que despuntara el día y poseía la certeza
de que sería imposible pegar ojo si no averiguaba antes en qué situación
se encontraba la cancela.
Tras observar durante unos segundos
a través de la mirilla, abrí la puerta principal de la casa y me asomé
prudentemente al exterior. No quise atrancarla a mis espaldas para
evitar que el golpe incomodara a Lola, de modo que la fui entornando
suavemente. Una bruma densa descendía con aparente languidez y desde
el umbral apenas podía distinguir nada que estuviera tres metros más
allá de mis narices. Curiosamente, Minerva dormía con placidez, no
habiendo en el jardín más vida en movimiento que el sutil balanceo
de las ramas de los árboles acariciadas por un viento mesurado proveniente
del sur.
Bajé los escalones y me encontré
sobre la senda de piedra caliza que recorre el prado de césped comunicando
la vivienda con la verja exterior. Anduve hasta ella mirando hacia
atrás de reojo, receloso por no haber dejado totalmente ocluida la
puerta de la casa. Aproveché el trayecto para echar un vistazo urgente
alrededor de los castaños que emergen con solemnidad en las cercanías
de la valla y escudriñé el hueco que queda entre la barbacoa de obra
y el seto de cipreses. Sentía un pánico irracional, inevitable en
cuanto surgen las tinieblas desfigurando la blanca hechura de la luna.
Corroboré que la entrada del jardín estaba convenientemente cerrada
y retorné a pasos ligeros, alarmado ante la posibilidad de que alguien,
escondido tras la tupida vegetación, velado por aquella niebla cómplice,
me estuviera siguiendo o espiando.
Sobrecogido, tuve la impresión
de que la puerta de casa no se encontraba como yo la había situado
y se hallaba entreabierta varios centímetros más, invitándome a las
sospechas y al miedo. Minerva continuaba sesteando, hecha un ovillo
en brazos de Morfeo, luego no debía de haber sido ella quien la empujara.
Ya en el interior, latiéndome el corazón con una violencia que empezaba
a hacerme daño, cerré, otra vez con cautela para mitigar al máximo
el ineludible chasquido que pudiera sobresaltar a Lola. Azorado, fui
a echar la llave por dentro, pero enseguida deduje que sería una necedad
hacerlo: si alguien hubiera accedido a la casa mientras yo me encontraba
fuera, convendría lograr salir rápidamente de allí para huir o pedir
auxilio.
En el vestíbulo tomé aire varias
veces, tratando de sosegarme y mantenerme atento. Si algo le ocurría
a Lola..., jamás me lo perdonaría. Ella es una mujer fascinante, la
más sublime que en ningún tiempo nadie pueda imaginar. Ella es lo
que más amo y he venerado.
Calculé minuciosamente el itinerario
de inspección más seguro para, sin perturbarla, intentar descubrir
al posible intruso; aunque en el fondo, reconociéndome como un ridículo
miedica, presumía que no habría ningún extraño dentro de la casa.
En cualquier caso, me reprendí a mí mismo por haberla abandonado durante
un buen rato y prometí que esto no volvería a ocurrir.
Encendí la pequeña linterna que
invariablemente, por la noche, llevo conmigo y aferré el cuchillo
más grande que encontré en la cocina. Irrumpí de nuevo en el cuarto
ropero, donde todo estaba tal como se había quedado unos minutos antes.
Después, en el salón, alumbré detrás de las cortinas y debajo de la
mesa del comedor. Por último accedí al garaje y, agachado, busqué
entre las ruedas del coche, no viendo nada anormal.
Cuando me alzaba, creí advertir
unos sonecillos tenues, en esta ocasión en la planta de arriba. Agucé
el oído y mi inquietud se tornó estremecimiento, ya que Lola seguía
roncando y no podía ser la causante del susurro que, sin duda alguna,
correspondía a unos pasos disimulados en la proximidad de la alcoba
donde ella dormía. Temblando, tanteé con los dedos el teléfono móvil
colgado, junto a mi cadera, de la correa del pantalón. En cuanto viera
a alguien, avisaría a la Policía, pero antes debía asegurarme y defender
a Lola si era necesario.
Los pasos cesaron y apagué la linterna.
La esencia imprecisa de la noche se apoderó nuevamente de la morada
desparramando un silencio lóbrego y desconsolado, quebrado cadenciosamente
por los estertores que expelía Lola mientras dormitaba.
Aterrado, conteniendo las ganas
de orinar, permanecí quieto tras la puerta que separa el garaje de
la cocina, desde donde pude apreciar, entre las bisagras, el destello
amenazante de otra linterna que descendía pausadamente, peldaño a
peldaño, las escaleras. Oprimí el mango del cuchillo con energía y
dejé de respirar; no quería que el más etéreo rumor delatara mi escondrijo.
La luz recorrió metro a metro el
recinto de la cocina acompañando a los movimientos callados que, ahora,
podía diferenciar con toda claridad. Finalmente la puerta fue abriéndose
hacia mí bajo un impulso perezoso y uniforme, al tiempo que sentía
cómo me ahogaba el calor húmedo, hediondo, de un aliento anónimo.
Aguanté en mi posición y rogué a Dios que nos asistiera, hasta que
la madera rozó la punta de mis zapatos; entonces me retiré de un salto
y enfoqué directamente la cara de aquel desconocido. Él no tuvo la
oportunidad de elevar hacia mí su linterna; cuando quiso hacerlo,
yo ya le había introducido el cuchillo en la garganta. Emitió un lamento
tan desagradable que me encolerizó. El muy insensato, con su bramido,
podía haber interrumpido los dulces ensueños de Lola. Indignado, extraje
del cuello el arma afilada y le asesté un golpe rabioso en el pecho.
El cuchillo rebotó al topar con una costilla, pero al segundo intento
lo hundí casi hasta el fondo; supongo que en el mismo corazón, porque
se desplomó enteramente a mis pies de una forma tan brusca y desoladora
que parecía haber sido fulminado por un rayo.
Lola llegaba en ese mismo instante.
Las lámparas de cada estancia habían ido encendiéndose a medida que
se aproximaba. Me sentí excitado, con el alma iluminada, como siempre
que noto cercana su presencia. Al sorprendernos, la expresión enloquecida
que adoptó no le restó encanto a su hermosura.
—¡Pepe! —exclamó al ver a aquel
hombre recostado en posición fetal sobre un charco de sangre—. ¿Quién
es usted? —balbució atragantada, la voz rota, mirándome fugazmente
sus ojos de espanto antes de echar a correr hacia la puerta.
Estas últimas noches me invade
la más henchida melancolía. Transitando con el coche disimuladamente
he visto una patrulla de la Guardia Civil delante de su casa. Suelo
pasar de largo saludándolos con una sonrisa bondadosa, aunque a veces
no puedo evitar ese condenado tic que me arquea irremediablemente
una ceja. Los agentes siempre responden con un gesto servicial, hasta
cierto punto arrogante, llevándose los dedos hacia la visera de la
gorra. Su amparo me tranquiliza... Pero sé que más pronto o más tarde
dejarán de vigilar. Entonces, yo volveré a hacerme cargo. Si algo
le sucediera a Lola..., nunca me lo perdonaría.
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MANUEL MERENCIANO
FELIPE,
natural de Elche de la Sierra (Albacete),
nacido el 5 de junio de 1960. Afincado en L’Eliana (Valencia; España).Licenciado
en Medicina y Cirugía por la Universidad de Valencia. Profesor de
Enseñanza Secundaria en el I.F.P.S. Ausiàs March, de Valencia.
Ha recibido diversos premios literarios: Premio Nacional de
la XXIII Edición del Certamen Los Cuentos de La Granja (2005);
Accésit de narrativa en los II Premios Literarios Villa de Jérica
(2005); Segundo Premio de Narrativa en Castellano en el III Certamen
de Relatos Escrits a la tardor, Vila de L’Eliana (2004); Finalista
del X Concurso de Cuentos Manuel Llano (2006); Finalista del
XXII Premio de Cuentos Ciudad de Elda (2006);Finalista del
I Concurso de Relatos Los Molinos (2006); Finalista del I Concurso
de Relatos CEPSA–La Razón (2005); Finalista del XIX Premio
Internacional de Cuentos Max Aub, 2005 (modalidad comarcal)
y Finalista del XIX Premio de Relatos Breves Diario de León(2004).
Ha publicado
los relatos:
Ámbar (Filandón. León, 2004); La taza de té (La Razón.
Madrid, 2005); El intruso (Ed.: Ayuntamiento de L’Eliana, 2005)
—ahora publicado en Almiar—; Un vecino abnegado (Asociación
cultural canónigos, La Granja de San Ildefonso, 2006) y Solaz
(C30 Cuentos para la espera. Sevilla, 2006). En Internet ha publicado
en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes; Ediciones Gollarín y
Treintacuentos.
manumeren[at]yahoo.es
Web del autor: http://www.lacoctelera.com/kimmel
* ILUSTRACIÓN RELATO:
Night spectre of the brocken, Brocken Inaglory [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html)
or CC-BY-SA-3.0-2.5-2.0-1.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)],
via Wikimedia Commons
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