El extraño Nacho
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José Ramón
Plens Mor
Se acababa de incorporar.
Nacho vino de Madrid, mi nuevo compañero de trabajo tenía apenas treinta
y cinco años y un aspecto pasable, el pelo corto, los ojos pequeños,
aunque la cabeza era grande y redonda. Por lo general parecía un personaje
simpático y extrovertido, quizá algo vehemente en sus opiniones pero
no más que la mayoría.
Al cabo de un tiempo no tardé en
darme cuenta de que estaba ante un tipo peculiar.
Al acabar nuestra jornada nos dirigíamos
juntos hasta la plaza de la Estación, lugar en que cada cual seguía
su camino. Durante el trayecto en común, Nacho tenía la costumbre
de detenerse en el único cajero automático que había en nuestro itinerario;
con nerviosismo desmesurado, introducía su tarjera en la ranura; luego,
tapando con su mano el teclado, marcaba la clave, solicitaba extracto
de su cuenta y con impaciencia revisaba el saldo; una vez lo comprobaba
se quedaba tranquilo y una plácida sonrisa delataba su alivio. Esta
escena se repetía todos días.
Una de esas veces, después de ejecutar
la misma acción, no pude contener mi curiosidad y le rogué que me
explicara el motivo de tan metódico proceso.
—Amigo —me dijo con naturalidad—,
simplemente observo el dinero que tengo.
Fue entonces cuando me percaté
de su cicatería y así, recordando, me vino a la memoria cuando en
cierta ocasión le sugerí que se comprara un coche nuevo y que se deshiciera
de aquel viejo y destartalado Seat; me miró furioso, frunció el ceño
agrandando sus pequeños ojos y me rebatió:
—¡No pienso hacerlo! —exclamó con
dureza—. Además —prosiguió—, me lleva a todos los sitios.
Cierto día, con motivo del cumpleaños
de su madre, me convino a que le acompañara a una perfumería para
adquirir un frasco de colonia. Después de ver varias, por supuesto
las más económicas, dudó entre dos de ellas; ni que decir tiene que
la pobre dependienta, después de una hora de mostrarle toda clase
de marcas estaba al borde de un ataque de nervios; le preguntó si
alguna de las dos estaba en oferta, que si regalaban algo con la adquisición.
La negativa de la pobre chica le puso furioso; no contento con esto
las comparó comprobando los centilitros que contenían cada una. Yo
viendo el sufrimiento de la empleada, decidí esperar fuera de la tienda.
Cuando salió no llevaba nada. Así que se fue a una de estas tiendas
de «Todo a un euro» y compró un ridículo jarrón.
En otra ocasión, se ausentó del
despacho unos minutos para ir al banco a pagar el recibo de la luz.
Al volver, sacó de su bolsillo el justificante de pago y contó una
y otra vez las monedas que le había devuelto el chaval de la caja.
Su expresión se tornó atormentada, la cara se le enrojeció de desesperación;
recogió todo, recibo y monedas, y salió impetuoso. A su regreso me
interesé por lo sucedido; su explicación me dejó atónito: ¡Le habían
devuelto cinco céntimos de menos!
Ahora me explicaba por qué a la
hora del desayuno él seguía trabajando; no quería gastar, era un tacaño
auténtico; incluso cuando le decíamos de subirle algo del bar ni siquiera
respondía, movía la cabeza de una lado a otro para mostrarnos su negativa.
Era tal su obsesión, que era capaz de pasar todo el día sin beber
con tal de ahorrarse unos céntimos en un botellín de agua.
He de reconocer que en una oportunidad
llegó a sorprenderme, incluso dudé de su tacañería; pero no tardé
en comprobar que se trataba de una simple quimera.
Ocurrió al comentarme que el sábado
llegaba de Madrid su novia y que la iba a invitar a cenar. Aquello
me desconcertó.
—Quizá no sea tan miserable —pensé
para mis adentros.
Después de un corto silencio le
dije:
—Haces bien Nacho; así después
de cenar dais una vuelta y conocéis Alicante de noche.
—Ya veremos —respondió preocupado.
Se dio la casualidad que el domingo,
después de recoger el periódico, me topé de frente con él; a su lado
estaba Teresa, así se llamaba su novia, era bajita, delgada, unas
extrañas gafas impedían dilucidar con claridad su mirada. Después
de presentarnos me interesé por la cena.
—¿Qué tal anoche, cenasteis bien?
—pregunté con curiosidad.
—Sí, muy bien —respondió Nacho—.
Por cierto —prosiguió— hoy televisan al Madrid.
Estaba claro que evitaba extenderse
en la respuesta.
—Pero dime Nacho —insistí con maldad—,
¿dónde fuisteis a cenar?, ¿salisteis luego?
Esta vez respondió Teresa:
—No, no salimos —contestó con naturalidad—,
después
del burguer nos acostamos. Por cierto —continuó—, con un solo
euro cenamos los dos.
Una vez en mi casa intentaba comprenderle;
pensé que él era feliz así, a nadie hacía daño; a nadie daba pero
a nadie pedía. Él disfrutaba acumulando y comprobando cada día el
dinero que poseía; el tacaño mantiene así viva la esperanza, que nunca
materializa, de poder disfrutar del placer. Es como el que acaba de
comprarse un par de zapatos estupendos y nunca encuentra el momento
de estrenarlos con tal de no estropear el placer que le da pensarlo.
—¡Dejen pasar! ¡Salgan de ahí!
—gritaba el policía al tiempo que apartaba a los curiosos.
La mano la tenía atrapada en la
ranura del cajero, sus ojos permanecían abiertos, en su mirada perdida
se observaba una mezcla de delirio e incredulidad.
Oficialmente el infarto que provocó
la muerte de Nacho se debió a la angustia que padeció al ver su mano
atrapada. Sin embargo, él y yo sabemos que murió al comprobar que
el maldito cajero se le había tragado la libreta.
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JOSÉ
RAMÓN PLENS MOR es un autor nacido
en Lérida
(España).
jrplens.flexiplan(at)eulen.com
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* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro Sánchez Sánchez e Indira Benito ©
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