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Cara de rata
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Tomás Richards


Solemos decir con poca gracia que tal o cual persona tiene cara de ratón, de pájaro, de caballo o de cualquier otro animal. Lo comentamos al oído de alguien que nos acompaña en el tren, indicándole a la vez a cuál de todos los pasajeros debe observar. Una carcajada, rápidamente reprimida, se escapa de las fauces de nuestro acompañante, quien, acto seguido, nos dirige una fugaz y divertida mirada de aprobación, al tiempo que sentencia en baja voz: «Es verdad».

Cuando hacemos un comentario de este tipo, nos referimos a ciertos rasgos muy comunes del rostro humano que, ampliados y exagerados en nuestra imaginación, nos recuerdan alguna de las varias especies animales que conocemos. Pero lo cierto es que ese rostro que hemos calificado como perteneciente al género de los equinos o de los simios no deja jamás, por espantoso que sea, de poseer rasgos humanos.

En el caso que nos ocupa, decir que tenía cara de rata no era, en modo alguno, una exageración. Lo que en cualquier otro caso no hubiera sido más que un chiste, la vulgar verbalización de una característica más o menos corriente de la fisonomía humana, era aquí la pura, absurda y horrible verdad: tenía cara de rata. Una rata sin pelo, es cierto, pero una rata a fin de cuentas. Era hombre en parte, en parte rata.

Nació así: feo, deforme, repugnante. Si a la cabeza de una rata se la hubiera aumentado varias veces de tamaño y se le hubiesen quitado todos los pelos con una pinza de depilar, se hubiera obtenido una representación benévola de su cabeza. Era asqueroso ver su hocico sin bigote, rosado como el de un chancho o un bebé, alargado hacia delante, husmeando el mundo al que acababa de llegar, y sus ojos humanos que se defendían de la luz con párpados de roedor. Si mediante el sentido de la vista se hubiesen podido percibir olores, aquel rostro hubiese sido el más nauseabundo de todos.

Su madre, hecho extraño para la época, murió al dar a luz. Su padre lo vio una única vez, lo maldijo, lo entregó en adopción y desapareció. En el orfanato donde transcurrió su infancia alguien le puso el nombre de Witold. En aquel lugar vivió encerrado; jamás fue presentado a ninguno de esos matrimonios estériles que llegaban buscando adoptar. Los otros huérfanos no lo molestaban; nunca nadie se burló de su deformidad. En realidad, ninguno de aquellos huérfanos se le acercó nunca lo suficiente como para burlarse de él: todos le temían por igual; él era el monstruo que los visitaba en sueños, la representación palpable de todos sus miedos sin padre.

A los ocho o nueve años comenzó a comer en un turno apartado de todos los demás huérfanos: verlo comer, y más que verlo, oírlo comer, se había vuelto insoportable para ese entonces. Varios huérfanos se habían descompuesto en diferentes oportunidades y otros se habían negado a comer durante días cuando todavía compartían turno. Al final, el director del orfanato decidió crear turnos especiales de desayuno, almuerzo, merienda y cena para Witold. Pero ni siquiera los encargados de servirle la comida, profesionales experimentados, querían verlo cuando, babeando, comía lo que había en su plato, masticando primero con los dientes delanteros y tragando con gran estruendo después; por eso, optaron por servirle la comida y retirarse antes de que se presentase en el comedor.

Durante aquellos años pueriles aprendió a leer y escribir casi por su propia cuenta. La soledad obligada trajo consigo la afición a los libros. Más tarde, durante la adolescencia, esa soledad y esa afición se combinaron con la desdicha y la costumbre de observar detenidamente el entorno; así surgió la necesidad de expresarse y la voluntad de crear los propios libros fue afirmándose en él.

Cuando alcanzó la mayoría de edad, el director del orfanato le propició un generoso empujón a la calle y lo dejó librado a su suerte y solo como siempre había estado. Witold se percató entonces de su absoluta ignorancia en las cuestiones básicas de la supervivencia, pero cierto instinto social o urbano le permitió encontrar ocupación en un circo, como fenómeno. El trabajo era de noche y bastante humillante (¡Pasen a ver a la rata humana!) pero al cabo de unas semanas ya tenía techo, comida y hasta una vieja máquina de escribir.

Ayudado por su fealdad, que lo impulsaba a recluirse en su cuarto de pensión mientras duraba la luz solar, pudo leer y, sobre todo, escribir. Desde el pasillo de la pensión podía oírse a toda hora el sonido percusivo producido por las teclas de hierro de la vieja máquina, que se empeñaban en dejar su huella entintada en papel blanco enrollado al carretel. Algunos vecinos se detenían ante la angosta puerta del cuarto para oír aquella verdadera batucada letrística que comenzaba a la mañana y terminaba siempre al atardecer, cuando ya el sol no alumbraba. Entonces, desde sus puertas entornadas y sus mirillas, veían al músico de los dedos manchados con tinta recorrer a tientas la penumbra del pasillo y la profundidad de la escalera en busca del aire fresco de la calle.

A veces, después del trabajo, Witold recorría la ciudad. A pie siempre y tarde, veía desde la vereda todo lo que sucedía adentro de los bares y otros lugares de reunión. Pero nunca entraba en ellos: su deformidad, esa joroba que a él le había tocado llevar en el rostro, no le permitía acercarse a nadie. Alguna vez lo había intentado, pero no era aceptado ni en el más infame de los prostíbulos del puerto; era marginado hasta por los marginales, y sabía que estaba condenado a ser, él solo, el margen de todo margen.

Así pasaron varios años. La rutina, la disciplina y el aislamiento llegaron a convertirlo en un buen poeta.

Un día, una casualidad afortunada lo puso en contacto con un editor y al poco tiempo, Witold publicó su primer libro de poemas. El mismo fue un éxito en el mundillo literario y pronto publicó otro más.

Al tercero todo el mundo habló de él. Los críticos competían por elogiarlo, los lectores lo amaban y su editor también. «La voz del pueblo», lo llamaban las señoras progres de los barrios del norte; «el poeta del amor», le decían los jóvenes periodistas en los medios gráficos. De golpe, todo el mundo lo amaba.

Witold, conciente de su fealdad, optó desde el principio por no exponerse ante su público. Ganó el suficiente dinero como para abandonar el trabajo de rata humana en el circo y mudarse a un lugar recluido para dedicarse con exclusividad a la poesía. Con el tiempo también incursionó en otros géneros, los cuales recorrió con igual éxito. Esto, y el hecho no menor de que la casa en que vivía no tuviese ni un solo espejo, fue haciendo que lentamente se olvidase del problema de su rostro.

Luego, un día, lo recordó bruscamente: su editor le pedía desde el teléfono que rompiese su ostracismo y accediese a concurrir a una presentación en público de su último libro.

Durante algunos días se debatió sin descanso entre la posibilidad de aceptar o no la propuesta. Se sentía tentado. Últimamente su autoestima había crecido y no pudo evitar decirse que si su público lo amaba, era por sus libros, por sus versos, y no por su aspecto físico. Quizá fue eso lo que finalmente lo decidió.

Algunas semanas después, Witold se encontró metido en un traje tras la cortina de un salón bien iluminado y decorado con muy buen gusto, repleto de gente bien vestida que llevaba libros en la mano y estiraba de a ratos el cuello tratando de ver qué había detrás de la cortina. En una mesa ubicada sobre una tarima, de frente al público, un hombre bien educado y de voz apacible daba un discurso. Era el editor, y todo lo que decía era referido a él, a Witold, que lo escuchaba con nerviosismo y orgullo crecientes.

Luego el discurso terminó y el editor miró hacia un costado buscando a Witold. El público se puso de pie y aplaudió con entusiasmo, mirando en la misma dirección que el editor. Witold respiró hondo y dio un paso hacia el frente. Los pasos que siguieron se dieron solos y él hizo su aparición.

Cuando la luz blanca del salón bañó su cara, los aplausos cesaron de un golpe. Nadie habló más que con los gestos de la cara. El editor, que era bastante miope, no entendió qué pasaba. Pero Witold sí lo hizo: vio la expresión unívoca de repugnancia en el rostro del público, vio la decepción y el asco pintados en ése único rostro colectivo y entendió. Sin embargo, siguió andando hasta la mesa, se sentó y miró al frente. Un reflector que colgaba del techo le apuntaba justo a la cara. Su luz lo cegaba; no podía ver nada. Creyó distinguir a una mujer de la primera fila que se levantaba descompuesta de su asiento y corría hacia afuera, pero no pudo estar seguro de que fuera cierto. Todo era silencio y luz. Estaba mareado. Desde el fondo del salón una voz distorsionada gritó algo ininteligible. Witold dirigió hacia allí su mirada pero fue en vano. Estaba comenzando a sentir miedo. Los pocos rostros que logró distinguir, los de las primeras filas, eran un reflejo fiel del suyo. Volvió a oír la voz distorsionada, pero esta vez le pareció que provenía de otra parte. Sus ojos rodaron buscando, pero sólo vio un destello, una estrella plateada en su sien: un libro había volado hasta su cabeza. Enseguida volaron más y más libros, hasta que uno de ellos consiguió derribarlo. Witold se llevó una mano a su frente de rata y sintió cómo se humedecía; la retiró y vio la sangre. Con cuidado, apoyó la cabeza en el piso de madera y aceptó su suerte. Los libros seguían cayendo, sepultándolo de a poco. Eran libros suyos, hijos suyos. El último en caer sobre él fue un ejemplar de su más reciente libro de poesía, La ostra.


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TOMÁS V. RICHARDS
es un autor argentino nacido en 1983. Vive en Buenos Aires.
tomasitor(at)hotmail.com

ILUSTRACIÓN RELATO: William Turner - Sunrise with Sea Monsters (detail), Joseph M.William Turner [Public domain], via Wikimedia Commons.