El bosque de naranjos
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Marcelo D. Ferrer
«¡La Renga!» —gritó el Moncho
y huyó para su casa. Los demás nos quedamos inmóviles a medida que
la tétrica ojeriza de la vieja avanzaba al bamboleo; un delgado hilo
de sangre le chorreaba por la comisura de la boca. «Fue él» —dijo
el Polilla más muerto de miedo que el Moncho. El Flaco dio un pasito
para atrás y se puso a llorar. «¡Vení!» —mandó la Renga mientras estiraba
su mano al Flaco fijándole los ojos. Nos apartamos por lo menos un
metro; el Flaco, avanzó.
Una hora después, en la despensa
de don Víctor, permanecíamos perplejos. El Flaco, como dócil conejo,
fue tras la vieja al interior de su casa. «¿Y si lo mata?» —soltó
el Botija. Continúo el silencio. Veinte minutos después dije: ¿Y si
lo mata de verdad?
Del Flaco no había noticias. Entonces
decidimos ir a la casa del Moncho para que opinara; al fin y al cabo
era un tipo
tan cauteloso el Moncho, que siempre rajaba primero.
Justificando su poco coraje, el
Moncho nos dijo que la Renga deambulaba por las noches envenenando
perros y que había tenido un marido —escuchó decir a su mamá— al que
nunca se lo volvió a ver por el pueblo. «Si la Renga masacró al marido
me importa un bledo» —dijo el Polilla. «Y si anda matando perros pues...
eso también lo hacemos nosotros; o se olvidan cuando el Morcilla colgó
de una rama al cuadrúpedo aquél».
«¡Sii! —dijo el Botija—
lo ató con alambre de fardo». «¡Ese perro baboso andaba detrás de
Manchita!» —intervino el Morcilla. «Y al otro, ¿por qué lo mataste?»
«¿Yo lo maté? Fue el Flaco el que lo metió en una bolsa y lo enterró
vivo en la montaña de arena de la obra en construcción». «No importa
quién, también jodía, todos le teníamos bronca. Dejemos eso —dijo
el Moncho—. Cuestión que el Flaco está preso de la Renga, y la Renga
es una asesina». «¡Sii!» —respondimos en unísono coro.
El plan era rescatar al Flaco.
No era tan terrible lo hecho como para que se muriera; al fin y al
cabo, otras veces le habían acertado a la Renga con un piedrazo mientras
lavaba la ropa, y no había pasado de ahí. O como aquella otra vez,
a la madrugada, que entráramos a los fondos de su lote para masacrar
a sus conejos; tampoco esa vez había pasado nada. «La Renga es una
desgracia para el pueblo —comenzó diciendo el Moncho—, su casa es
una mugre, y cuando sale de ella por las noches, revuelve la basura.
Antes de los sucesos del bosque de naranjos, era distinto. Luego vendió
su alma al diablo y de la noche a la mañana emergió de su guarida
cojeando... Ocurrió después de que despareciera su marido. Ella misma
lo descuartizó y enterró sus partes descuartizadas en el fondo de
su casa. Luego hirvió sus ojos y testículos y bebió el caldo».
El día se acercó más a la noche.
En la esquina, junto a la casa del Moncho, los amigos habíamos clavado
la mirada en la puerta de alambre oxidado de la casa de la Renga.
Evidentemente el Flaco seguía ahí dentro, nadie lo había visto salir;
y de haberlo hecho, nos hubiera buscado.
El Polilla se puso de pie y empezó
a juguetear con una mata de pasto, luego dijo con tono inaudible y
cabizbajo: «Yo me voy». «¡Maricón!» —le clavó el Moncho. «¿Maricón
yo? ¿Miren quién habla? El que hace los planes y el primero que raja...
¡Chau!» —dijo el Polilla, y se fue. «¡Quién necesita al tonto ese!»
—interpuso el Morcilla sin quitar sus ojos de la puerta de alambre.
Luego me miró, y ordenó que me fuera también; «Es tarde para el pibe
—dijo—. Además es un lastre, mi vieja se va a preocupar». Me puse
de pie sin chistar; no hubiera sido la primera vez que mi hermano
me pateara el trasero por no obedecer.
De una corrida lo alcancé al Polilla.
Se lo notaba contrariado. Caminamos unos metros en silencio hasta
que al fin habló. «El cobarde ese del Moncho la lleva siempre contra
la Renga, todo el mundo sabe la verdad. Nunca cuenta por qué fue que
desapareció su padre. Su padre fue el causante de la desgracia de
la Renga». Guardé silencio, evidentemente el Polilla sabía cosas que
yo no.
Ni chau me dijo el Polilla al meterse
dentro de su casa; cuando se ponía de ese humor, desaparecía por varios
días. Se me ocurrió ir hasta al almacén de don Víctor, por ahí, el
Flaco, ya no estaba en la casa de la Renga y todo era un mal entendido.
Don Víctor me dijo que lo había visto; que recién se iba de su local
en compañía de su madre; «Bastante raro, por cierto» —agregó. De allí
fui hasta la casa del Moncho para avisarle al resto. Se habían ido.
El Morcilla, el Moncho y el Botija, ya no estaban en la esquina.
Cuando llegué a mi casa era bien
entrada la noche, mamá me pregunto por mi hermano y le dije que no
sabía nada; me lavé las manos y me senté a la mesa de la cocina; al
cabo de unos momentos mi abuela me trajo un vaso de leche chocolateada
y un sándwich. «¡Aliméntese mijo! Así crece saludable». Palabras que
siempre repetía mi abu con ese acento andaluz argentinizado. La abuela
se sentó junto a mí.
«Abu: Me dijo el Polilla que la
desgracia de la Renga era culpa del padre del Moncho». Mi abuela era
una andaluza de pocas palabras, pero firmes y certeras. «Algo de eso
hay» —dijo sorprendida por mi pregunta. «Algunas cosas se comentan
de aquella tarde en el bosque de naranjos» —agregó.
Mamá se acercó a la mesa y comenzó
diciendo: «Eran tiempos en que el ferrocarril al Meridiano V todavía
funcionaba». El ferrocarril, de trocha angosta, había dejado de circular
hacía varios años. Su estación estaba a dos calles de nuestra casa,
unía nuestro pueblo con la provincia de La Pampa a la altura del Meridiano
V, de allí su nombre. Los fondos del lote de doña Clotilde daban a
la estación. «Bastante antes de que el tren dejase de funcionar, el
marido de doña Clotilde, empleado del ferrocarril, había sembrado
centenares de naranjos silvestres en el terreno de la estación y los
fondos de su casa. Con el correr de los años la plantación se transformó
en un bosque de varias hectáreas. En primavera, esos naranjos en flor,
eran una delicia; su aroma invadía el aire que se colaba por entre
las calles y las glicinas hasta el patio de nuestra casa».
El Moncho, el Morcilla y el Botija
saltaron el tapial de la derruida estación y se sentaron contra una
de las paredes descascaradas de la boletería a fumar. «La idea es
entrar por los fondos sigilosamente y espiar a ver si el Flaco sigue
allí; en caso de que esté...» —el Moncho hizo una pausa. «En caso
de que esté ¿qué?» —dijo el Morcilla adivinando que el Moncho no tenía
coraje ni para planear qué hacer. «En caso de que esté, entramos,
lo liberamos, nos vamos cada uno para su casa y chau pinela» —completó
el Botija. En realidad al Moncho se le había pasado por la cabeza
que tal vez era tarde; que la Renga ya lo hubiere descuartizado y
se hubiere tomado su caldo; hasta quizá, el Flaco, ya tenía su propio
montículo de tierra en algún sitio del bosque de naranjos.
«Esa época de gloria parecía iluminada
por un sol muy brillante. Los obreros dentro de sus impecables overoles
azules desfilaban al despuntar el alba rumbo a la estación para abordar
el tren que los depositaba en las fábricas. Cientos de bicicletas
quedaban al resguardo de la galería de la estación a la espera de
regresar con sus dueños a sus casas. El silbato puntual del tren a
las 7.05 ponía en movimiento al pueblo. Las señoras salían a baldear
veredas y se alistaban a la espera del comercio ambulante... ¡Pescadoor!
¿Le afilo señora? Era cuando todo el mundo se saludaba en las calles
y cientos de malvones adornaban los balcones de los inquilinatos».
El Moncho se lo guardó. No porque
quisiera evitar mayor encono hacia la Renga; sino porque de pensarlo,
le habían venido ganas de irse para su casa. La cara de la Renga era
de por sí desagradable; con sus largas mechas desgreñadas, grises
y grasientas; su ojeriza ocre y arrugada; sus dientes raleados y parduscos;
y esos harapos deformes y mugrientos. Se tenía merecido todo castigo
por lo que había hecho a su familia, pero además, por la amenaza que
significaba para el pueblo.
«Doña Clotilde, que por aquellos
días no era renga, aguardaba a los obreros con una taza de café bien
caliente a cambio de unos céntimos. Los obreros hubieran pagado mucho
más por aquel café con sabor a rutina y a camaradería. Siempre había
algarabía, sus risas preanunciaban un buen día. Por esos entonces,
la bella Clotilde esparcía sonrisas también. A su lado, la pequeña
Ada, una niña taciturna de apenas diez años, lista para ir a la escuela,
aguardaba la salida del tren de las 7.05...».
El Morcilla se puso de pie y simplemente
dijo: «Es hora». Al pasar por detrás del derruido mostrador de la
boletería, arrancó del mueble uno de sus barrotes; «Por las dudas»
—dijo. Entonces el Botija lo imitó y el Moncho, para no ser menos,
también. Entre los pastizales tres sombras se movieron sigilosamente
cruzando el angosto riel a través del bosque de naranjos en dirección
a los fondos del lote de la Renga; una luz opaca y tenue, unos cientos
de metros más allá, era su meta.
«Algunos días Ada acompañaba a
su mamá mientras ella hacía las labores domésticas en casa de los
Columbres. La señora Columbres era por aquel tiempo una buena modista
y había prometido enseñar a Ada su oficio. Clotilde, mientras tanto,
sacudía las alfombras, limpiaba la cocina y los dormitorios, baldeaba
la terraza y culminaba su tarea cocinando el almuerzo. Al finalizar
sus labores retornaba a su casa donde la esperaba su esposo con el
almuerzo listo».
El Moncho propuso que se separasen.
Uno debía colocarse sobre la derecha, justo donde daba la cocina y
el comedor; otro iría por la izquierda, hacia donde daban los dormitorios;
el tercero se quedaría en la retaguardia pero con completa visión
del frente y la vereda. Aunque nadie visitaba a la Renga, debían ser
precavidos. El Botija se movió sigilosamente para el lado de los dormitorios;
el Morcilla, casi arrastrándose por el suelo, fue hacia la cocina
y el comedor. El Moncho se ubicó en un ángulo desde el cual podía
ver la mayor parte del contorno de la casa y la vereda.
«La tarde de los primeros sucesos
era de sábado, por tanto, Ada acompañó a su madre a los quehaceres
en casa de los Columbres. Clotilde, mientras trabajaba, tenía por
costumbre asomarse de tanto en tanto a la pieza de la costura y mirar
el avance de las tareas de Ada. A media mañana, Clotilde se percató
de la ausencia de Ada y preguntó a la señora Columbres si sabía dónde
estaba. La señora Columbres le dijo al pasar que había salido junto
a su esposo por escasos minutos. A Clotilde no le pareció extraño
puesto que a menudo, Ada acompañaba al señor Columbres a los mandados».
El Botija se arrastraba por debajo
del lintel de una de las ventanas de los dormitorios cuando oyó gemidos.
La ventana, encima de él, estaba abierta de par en par y dentro se
apreciaba una tenue luz encendida. Junto con el apenas audible gemido,
el Botija escucho el característico rechinar del mimbre, que por su
armonía, provendría de un sillón hamaca —pensó. Sigilosamente se fue
irguiendo por uno de los extremos de la ventana para ver hacia el
interior.
«Conforme fueron pasando los minutos,
Clotilde fue a la vereda. Grande fue su sorpresa al ver al señor Columbres
regresar solo a su casa. ¿Y Ada? —preguntó Clotilde. Ada prefirió
irse a la casa de usted —dijo Columbres con toda normalidad. No pareció
extraño a Clotilde que así hubiera sucedido, de tal modo que continuó
con sus labores rutinarias».
Alguien se mecía tras el respaldo
del enorme sillón de mimbre; alguien con sus extremidades amarradas
con cinta de embalar a los brazos del sillón; movía su cabeza hacia
un lado y hacia el otro, y al hacerlo, emitía entrecortados gemidos
de angustia. El Botija, preso del espanto, giró sobre su cintura y
cayó de traste sobre el suelo; se arrastró entre los pastizales que
rodeaban la casa de la Renga hasta donde estaba el Moncho, y continuó
arrastrándose hasta penetrar en el bosque de naranjos.
«Clotilde emprendió el camino hasta
su casa con la certeza de encontrar allí a Ada. Al llegar, su esposo,
como era costumbre, ya tenía el almuerzo preparado y la mesa servida.
Clotilde saludó a su esposo y fue al dormitorio de la niña presumiendo
que estaría allí. No estaba. De regreso en la cocina, ambos, ella
y su esposo, formularon igual pregunta a un mismo tiempo... ¡Dios!
Suspiró Clotilde mientras el brillo del mediodía se opacaba a la velocidad
del espanto y la tormenta».
El Morcilla, sobre el costado de
la cocina y el comedor, al ver el movimiento del Botija y del Moncho
hacia el bosque de naranjos, se escurrió a su vez entre los pastizales
al lugar donde se habían reunido los otros. «Lo tiene atado a una
mecedora —dijo el Botija con la voz entrecortada—, le arrancó los
ojos y tal vez, los testículos; lo escuché gemir con intenso dolor».
El moncho comenzó a temblar de espanto y el Morcilla supo que lo debía
sujetar para que no se fuera.
«De inmediato comenzó en el pueblo
una búsqueda intensa de la niña. Pronto hubo rumores de que había
sido robada y llevada por la fuerza abordo del tren de las 7.05. Se
emitieron telégrafos a otras estaciones sin resultados. Por días la
niña estuvo desaparecida y tanto Clotilde como su esposo no cejaron
la búsqueda ni de día ni de noche».
El Moncho al fin se tranquilizó.
De espaldas sobre el pasto, contuvo la respiración. Vinieron a su
mente recuerdos de su padre. Algunas veces, todavía, lo veía regresar
de su trabajo con una caja de herramientas bamboleándose en uno de
sus flancos. Recordó tristezas sin fin en eternas noches de ausencia.
Cubrió sus ojos con sus manos y dejó correr sus lágrimas. Luego se
irguió y se recostó contra uno de los naranjos. Estaba más resuelto
que nunca.
«Clotilde sólo detenía la búsqueda
de Ada para ir frente a la puerta de los Columbres a gritar: “¡Asesino!
¡Asesino!”. Todo el pueblo hacía respetuoso silencio de ese brote
de ira y frustración, porque todas las sospechas se cernían sobre
Columbres. El señor Columbres no se movió de su casa por días».
El Moncho le dijo al Morcilla que
lo ayudara a vengarse de la Renga. «¿Vengarte?» —preguntó el Morcilla.
Entonces el Moncho no pudo contenerse más y lloró desconsoladamente.
Le habló de cómo extrañaba a su padre y del daño que la Renga le había
hecho a su familia. «Por culpa de la Renga mi padre me abandonó; se
marchó de aquí sin que jamás supiera de él...» —dijo sollozando. Los
tres se abrazaron unidos en un llanto por la consigna de vengar la
tragedia del Moncho y sin olvidar que el Flaco estaba preso de la
Renga. Al fin, encontraron consuelo en el silencio.
«Exhaustos por tantos días y noches,
los padres de Ada encontraron al fin un poco de resignación. Imaginaron
a la dulce Ada sonriente y vivaz y rezaron para que esa imagen fuere
real. El padre de Ada se abocó a la tarea de pintar y ordenar su habitación
para que estuviese hermosa el día de su regreso, que sería pronto.
Clotilde coció un hermoso vestido con cuello al croché, utilizando
una tela estampada de diminutas flores amarillas. Los días pasaron,
en su transcurso, se la había visto a Clotilde por las calles con
el rostro un poco menos compungido; mientras su esposo, estaba de
regreso en su empleo del ferrocarril».
El Morcilla urdió un plan.
«Una mañana, antes del tren de
las 7.05, Clotilde salió de su casa ante el escándalo que hacía una
jauría de cimarrones debajo de un semidestruido vagón de carga, en
medio del bosque de naranjos. Se armó con un palo de escoba y fue
al lugar. A medida que se acercaba, un hedor nauseabundo invadió sus
fosas nasales. La jauría se apostó a la defensiva y Clotilde se asustó.
Dando pequeños pasos para atrás, se alejó lo suficientemente del lugar
y corrió en busca de su marido».
El Morcilla pateó la puerta que
puso nula resistencia. Llevó rápido el trozo de madera torneada hasta
su hombro izquierdo en posición amenazante. Casi en el mismo momento
el Moncho y el Botija rompían los vidrios de la ventana y saltaban
dentro del dormitorio donde estaba la mecedora de mimbre.
«”¡Los perros! ¡Los perros!” —gritaba
Clotilde mientras corría hacia donde se encontraba su esposo. El hombre,
al ver el terror en los ojos de su esposa, no requirió explicaciones;
salió impulsado por una fuerza incontrolable hasta el vagón en medio
del bosque de naranjos donde los carroñeros perros se disputaban la
presa, sin más armas que sus manos. Intentó a las zancadas dispersar
a los animales. Estos abandonaron su carroña y se abalanzaron sobre
él tentados ahora por la sangre caliente de su agresor».
La cocina comedor donde se encontraba
el Morcilla era un ambiente gris. La humedad chorreaba de las paredes
dejando en evidencia el destino de sus gotas. Sobre su derecha, una
cortina grasienta colgaba de un barral donde las moscas acumulaban
sus bostas. Muebles viejos de tela mugrienta se mezclaban con restos
de residuos sin reciclar. El hedor era nauseabundo. Buscó con su mirada
la forma de la Renga; no la halló.
«Para cuando los trabajadores que
abordaban el tren de las 7.05 llegaron al lugar, el esposo de Clotilde
estaba en muy malas condiciones. Su rostro carecía de nariz, pómulos,
mentón y labios; y tenía graves heridas en el cuello y el abdomen.
Clotilde, que había intentado socorrer a su marido, luchaba con dos
perros que hacían presa una de sus piernas. Los trabajadores ahuyentaron
a los perros y socorrieron a Clotilde y su marido».
El Moncho instintivamente llevó
su palo a la altura de su hombro. El Botija se adelantó para ver al
que se encontraba en la mecedora atado de manos. Parado frente al
sujeto, lanzó un grito de espanto al tiempo que su palo volaba por
el aire; se tiró al suelo y comenzó a arrastrase como cangrejo hacia
el borde de una de las paredes del cuarto. El Moncho bajó el palo,
y antes de mirar al que estaba amarrado a la silla mecedora, se ubicó
junto al Botija.
«En pocos minutos los sucesos del
bosque de naranjos eran la comidilla del pueblo entero. Todo el mundo
gritaba en las calles que al fin se conocía el destino de la niña:
estaba muerta. Asesinada. Su cuerpo mutilado por los cimarrones carroñeros
fue desenterrado de debajo de un vagón abandonado en medio del bosque
de naranjos».
El hombre en la mecedora comenzó
a contorsionarse profiriendo sonidos ininteligibles. De una puerta
al fondo de un corto pasillo emergió la Renga. En tres zancadas bamboleantes
llegó hasta la habitación donde se encontraban el Moncho y el Botija.
De pronto, el zumbido del viento segado por la madera, fue el epígrafe
del golpe... La renga se desplomó y un breve y continuo hilo de sangre
emergió de su oído derecho. El siguiente fue el letal. El palo torneado
que asía el Morcilla se hundió profundo en la maza encefálica de la
Renga.
«Columbres, que había estado sumergido
en una enorme depresión, salió de su casa siguiendo el rumbo de las
vías hacia el oeste. Seguramente Columbres vio pasar el tren de las
7.05 —un poco retrasado por los sucesos del bosque de naranjos de
ese día— repleto de obreros en sus overoles azules rumbo a las fábricas.
Seguramente, también, habría observado en los rostros de los pasajeros
huellas de su consternación».
Para el Moncho las cosas estaban
sucediendo muy rápido. El Botija se puso de pie, y al cabo de unos
segundos, se dobló con sus manos en el abdomen para vomitar. El Morcilla,
sin una pizca de duda sobre lo que había hecho, esquivó el cuerpo
de la Renga y entró a la habitación.
«Varios trabajadores del ferrocarril,
finalmente, decidieron ir a ver los restos putrefactos que se disputaban
los perros bajo el vagón abandonado. Se pusieron pañuelos a modo de
barbijos y se acercaron con palas y una carretilla. Cargaron los restos
irreconocibles de la carroña comprobando que había sido arrastrada
hasta allí desde otro lugar, a medida que los animales disputaban
sus trozos. Luego cubrieron la carretilla con una manta a la espera
de las autoridades».
El sujeto en la mecedora no parecía
en su sano juicio. Al verlo, todos supieron que se trataba del marido
de la Renga. Su rostro tenía el patetismo de su desgracia. Sus ojos
emergían de la deformidad de su cara y se movían desorbitados mientras
gemía incoherencias. El Moncho sintió que el asco le revolvía el estómago
y que sus ácidos le subían como nausea.
«Finalmente el forense determinó
que los restos hallados debajo del vagón en medio del bosque, no eran
humanos. Días después, una patrulla del ferrocarril encontró el cuerpo
decapitado del señor Columbres en medio de la oscuridad de uno de
los puentes del recorrido; se habría suicidado poniendo su cuello
sobre uno de los rieles. Su esposa imploró al pueblo que su hijo jamás
conociera la verdad».
El morcilla elevó por encima de
su cabeza el palo asido entre sus dos manos, miró fijamente la mollera
del deforme como ajustando su puntería, y desarrajó un golpe con todas
sus fuerzas. Luego, los tres huyeron por los fondos de la casa de
la Renga, perdiéndose, en la aromática espesura del bosque de naranjos.
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MARCELO D. FERRER,
nació en la ciudad
de La Plata, provincia de Buenos Aires, república Argentina. Es contador
público y licenciado en economía; escritor y ensayista. Es miembro
y ha presidido diversas O.N.G. dedicadas a la educación y al servicio
comunitario.
PÁGINA
WEB DEL AUTOR: www.marcelodferrer.com.ar
ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Francisco Miranda (Argentina),
participante en la
III Muestra de Fotografía «Almiar».
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