Una bombilla de
alta potencia
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Jesús Manuel
García Gómez
No pasaba un solo día
en el que Juan Solano no dejara de pensar en aquella bombilla. Desde
las alturas de la última planta del hotel iluminaba el amplio hueco
central de las escaleras. No era una bombilla cualquiera, a pesar
de pasar prácticamente inadvertida, su corazón envasado al vacío emitía
una suave luz ambiental que transmitía sensación de tranquilidad a
los huéspedes.
Cuando firmó su contrato
como responsable de mantenimiento del hotel omitió comentar a sus
superiores el hecho de padecer vértigo. La angustiosa necesidad de
conseguir dinero para el pago del alquiler, le había llevado a ocultar
las desagradables sensaciones que se apoderaban de él cada vez que
ascendía al cuarto peldaño de una escalera. Mareos, nauseas y temblores
eran los síntomas más habituales que martirizaban a su cuerpo en cuanto
se veía sometido a una sesión de estrés en las alturas. De esta manera,
no es de extrañar la cara de sorpresa que mostró Juan Solano, el día
en que el director le enseñó la lámpara de la última planta. El cuerpo
curvo de aquel artilugio se adentraba en el gran hueco de las escaleras,
de manera que el globo con la bombilla quedaba suspendido en el vacío.
Desde allí se podía ver a los huéspedes caminando como diminutas hormigas
por el hall del hotel. El director le explicó que la única manera
de sustituir aquella bombilla en caso de estropearse era subirse a
la barandilla, agarrarse fuertemente a la lámpara con una mano y con
la otra realizar el cambio. Naturalmente aquello le pareció que iba
en contra de la normativa de prevención de riesgos laborales, pero
si quería mantener aquel empleo tenía que limitarse a acatar aquellas
instrucciones sin rechistar. A fin de cuentas, pensó que tardaría
años en romperse, y para aquel entonces probablemente él ya no trabajaría
en aquel lugar.
La inicial angustia de Juan
Solano se convirtió en obsesión cada vez que miraba hacía arriba y
veía aquella bombilla. Una multitud de preguntas se agolpaban en su
mente: «¿Quién habría tenido la idea de colocar una lámpara en un
lugar tan inaccesible? ¿Se habría parado alguien a pensar en el peligro
al que quedaban expuestos los responsables de mantenimiento?». Estas
cuestiones y otras muchas se agolpaban en su mente. En cualquier caso,
lo que más le importaba era que no se estropease durante su turno
de trabajo, por lo que procuraba encenderla lo menos posible.
Todos sus intentos por dejar
de lado aquella obsesión fueron en vano. Por las noches soñaba como
al presionar el interruptor la corriente eléctrica seguía el circuito
que la conducía a la base metálica de la bombilla, accedía a su globo
de cristal, circulaba por sus dos alambres y al llegar al filamento
éste se rompía. En ese momento despertaba de su pesadilla envuelto
en sudor. La cosa no iba mejor durante el día, cuando visitaba tiendas
o a sus amigos y veía algún modelo de bombilla interesante, no dudaba
en preguntar para satisfacer su curiosidad, lo que le llevó a obtener
interesantes conclusiones. Por lo general, las bombillas de fabricación
nacional solían tener una vida útil menor que las de importación,
siendo sus favoritas las que fabricaba una conocida marca holandesa.
A través de estas indagaciones, Juan Solano llegó a convertirse sin
darse cuenta en uno de los mayores entendidos a nivel de funcionamiento
de lámparas y bombillas.
Con el paso del tiempo,
su vértigo dejó de manifestarse de una manera tan acusada y ya era
capaz incluso de subirse a los últimos peldaños de la escalera. Pintaba
las paredes de las habitaciones, reparaba las instalaciones de los
enchufes, y arreglaba las cañerías. Su trabajo transcurría con total
normalidad, sus miedos se centraban únicamente en que se produjera
una avería en la lámpara de la última planta.
Sus temores se hicieron
realidad la noche de fin de año. Mientras arreglaba una mesa del gran
salón de celebraciones del hotel le comunicaron la fatídica noticia.
No quedaba más remedio que cambiar la bombilla de la lámpara de la
última planta, ya que los huéspedes deambulaban de una parte a otra
del hotel en cierto estado de embriaguez. Era necesario que la iluminación
de todas las estancias funcionara plenamente. Juan Solano no podía
creer aquello. Según le había asegurado tiempo atrás la empresa fabricante
de aquel modelo de bombilla, la vida media del producto era de unos
cinco años garantizados, por lo que no era normal que en sólo dos
años se hubiese averiado. Mientras intentaba pensar en alguna excusa
que le permitiera ganar tiempo, y evitar tener que llevar a cabo la
reparación en su turno, el director llamó y le dijo que tenía que
cambiar la bombilla inmediatamente. Si uno de los clientes se caía
por las escaleras debido a un fallo en la iluminación, podría demandar
al hotel. Juan Solano pensó en renunciar, en marcharse a casa, pero
recordó los números rojos de su cuenta bancaria y el próximo vencimiento
del alquiler.
Subió hasta la última planta,
tratando de imaginar la manera más segura de efectuar la reparación.
Realmente lo único que podía hacer era mantener la sangre fría, tratar
de conservar el pulso firme y terminar lo antes posible. Al llegar
contempló a un grupo de huéspedes que cantaban junto a la puerta de
una habitación, uno de ellos llevaba una botella. Juan Solano agarró
con fuerza el brazo de la lámpara, se subió a la barandilla, con una
mano se agarró fuertemente al brazo metálico de la lámpara, y con
la otra agarró la bombilla. En ese momento trató de concentrarse en
su tarea y olvidar las risas y cánticos de la gente, el más mínimo
error podría llevarle a perder el equilibrio y caer al vacío. Aguantó
la respiración y acto seguido comenzó a desenroscar la bombilla. Las
gotas de sudor comenzaron a resbalarle por la frente. Una de ellas
descendió lentamente hasta sus ojos, pero en el último momento fue
reconducida hacia sus pómulos por una accidentada curva de su piel.
«Ya esta casi, falta poco…, tranquilo», se decía a sí mismo tratando
de mantener una falsa confianza. Poco a poco las partículas de polvo
retenidas durante años sobre la superficie de la bombilla fueron penetrando
por su nariz. En aquel momento despertó otra de sus frustraciones
ocultas, una incontenible alergia al polvo.
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jesgarcia[at]telepolis.com
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* ILUSTRACIÓN RELATO:
Step Ladder, By Milesbaim (Own work) [Public domain], via
Wikimedia Commons,
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