De mi matrimonio
con
Beatriz Aldaba y otras desventuras
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Javier Guerrero
Rodríguez
Cuando
conocí a Beatriz, yo atravesaba una mala racha, siendo con
esta apreciación benévolo, porque la realidad no era que estuviera
atravesando un túnel de infortunios y desdichas, sino más bien que
yo vivía allí, estancado, en la casa de los malos tiempos y la suerte
nefasta. Un año asentado entre tan lamentables muros, que también
dio para saber aquello que yo no era. ¿Acaso no aseguran algunos algo
acerca del aprendizaje de la desgracia? Invertí en el negocio de la
hostelería a modo de café-biblioteca, errando en la idea, pues si
bien eran pocos los asiduos, eran de puño cerrado, en consecuencia
sin debilidad al consumo, y poco dados a las relaciones sociales.
Solitarios desplegando libros en las mesas, frente a su taza de café,
durante horas, abstraídos, atrapados en el envolvente mundo de la
literatura. Perdí dinero. Traspasé por una cantidad bastante inferior
a la que desembolsé anteriormente, y aunque salí escaldado, y con
los bolsillos rotos, de tan desastrosa operación, un tipo pagó y salvó
mi ruina. De cualquier forma, no estaba mi economía asociada a la
abundancia, sino rozando las fronteras de la precariedad. Entonces
una noche me dio por ir al bingo, en los intentos de una leve mejora
de mi situación monetaria, y detesté con todas mis fuerzas aquel escenario
de la humareda, el whisky, las viejas temblorosas, los cartones, las
miradas concentradas, el ambientador con fragancia a pino y los comentarios
numéricos. No soy ludópata.
Esa misma noche murió mi perra, Laura, de vieja,
y tras una larga vida de contemplación, ocio y buen comer, que ya
habrían querido muchos caninos. Laura, mi reina, dormida, en el sueño
eterno de los animales de compañía, mirándome con reproche y nostalgia,
gozosa en el paraíso de los perros. Estaba triste, y experimenté con
el alcohol, que no es un hábito arraigado en mi hígado, ni en mis
breves salidas nocturnas. Mi consumo de alcohol había sido esporádico,
y no por ello gratificante, pero aquella noche frente al cadáver de
Laura, me agarré al cuello de una botella de White Label, y rebajé
su contenido etílico hasta por debajo de la etiqueta central. Empecé
a insultarme, y hasta objeto de una auto-agresión a forma de bofetada,
fui. Inútil, eres un inútil sin visión de futuro, un idiota que rompe
todo lo que toca. Odié el alcohol tanto como sus consecuencias, y
si bien incumplí el juramento de renuncia absoluta al consumo, hoy
sólo bebo cerveza, y lo hago de vez en cuando, en las terrazas de
las plazas ajardinadas, con la parsimonia de aquellos que fueron clientes-lectores.
No soy alcohólico.
Luego me dejó Natalia, si es que había algo que
dejar, pues nuestra relación no era de cimientos estables, más bien
de aguas revueltas fluyendo en el desorden. Con eso de respetar la
libertad de cada uno y asumir la independencia, caímos quizá en una
individualidad excesiva. Estábamos sometidos a la inercia de nuestra
voluntad, que escatimaba recursos diferentes a los de nuestras ideas
y proyectos. En resumidas cuentas, cada uno hacía lo que le daba la
real gana. No fue suficiente nuestro triple nexo de unión basado en
gastronomía, cine y sexo, para establecer solidez y dar crecimiento,
evolución y madurez a la relación, pero ni ella ni yo queríamos esto
último. O, al menos, así lo pensé hasta que ella habló y vino a decir
lo siguiente: añoro mayor libertad, y ni la más leve molestia quiero
que sienta mi capacidad volitiva, por lo cual me desprendo de esta
absurda rutina de viernes, de restaurantes argentinos, cine en versión
original y ausencia de imaginación en las relaciones sexuales. Yo
traté de hablarle de mis nuevas intenciones. Hay otras alternativas,
mi amor, hablemos de nuestros planes, de nuestra intimidad, de nuestros
recorridos por la vida, busquemos la inspiración en los capítulos
del Kama Sutra. Natalia suspiró con una autosuficiencia dañina,
encendió un cigarrillo con una seguridad chulesca y me miró con un
desdén de ganadora, que originó mi réplica banal, la del insulto.
Siempre fuiste una egoísta, dotada de arrogancia barata y estúpida
vanidad, que viene a ser algo similar a la definición de persona hueca.
Y eso es algo que yo no soy.
Por cierto, tuve que desempeñar labores de superación,
y en esas andaba, cuando una nueva desgracia dispuesta estaba a acogerme.
La desgracia, ese monstruo viscoso, con tentáculos, ojos saltones
y voz cavernosa, que a mí me huele, a veces a pescado podrido, a veces
a caucho quemado, y a menudo a aguas residuales —cerca de un cauce
de tales aguas putrefactas descansa el cuerpo de Laura—. Lo bueno
de las malas noticias, es que, con frecuencia, siendo superiores en
dramatismo a las precedentes, hacen el efecto enterrador y anulan
el daño anterior, provocando de paso —y aquí hace aparición lo catastrófico—
sufrimientos de mayor intensidad, lo cual viene a denominarse tragedia
mayor.
Murió mi padre, persona de notable sapiencia,
voluntarioso, disciplinado y artista, que no es fácil conjugación,
estudioso de literatura hebrea, y, en consecuencia, fundamentalmente,
de los textos comprendidos en el Antiguo Testamento. Y siendo yo persona
de pocos estímulos afectivos, reacio a la adoración al prójimo, a
nadie quise en vida más que a mi padre, lo cual le quedó patente y
tiene su base en los lazos de sangre, y en los cuidados y en los conocimientos
que hacia mi persona otorgó, algunos de los cuales fueron estériles,
pues no los apliqué en mi deambular por la vida. Pero no soy hijo
desagradecido y traté de recompensar sus esfuerzos educativos con
respeto, afecto y algún que otro obsequio material.
Y si todo lo anteriormente expuesto no les parece
suficiente para la culminación de un año negro, mi más sincero ánimo
a los que así piensen, porque deben estar sumergidos en un pozo de
angustia y malaventura, de difícil salida.
Llega pues, en este momento, una breve presentación.
Mi nombre es Lisardo, por desafortunada herencia paterna, Lisardo
Puebla Taylor. Mi madre, una inglesa de Oxford, por suerte nos abandonó
siendo yo criatura, por causas alcohólicas —cuentan que el aspecto
saludable de su rostro no se correspondía con el de su hígado, que
se lo bebía todo, y que jamás rechazó una copa—, y porque se enamoró
de un patán, aficionado al proxenetismo y a las barras americanas,
de nombre George June, que debía ser uno de los tres o cuatro tipos
más estúpidos del Reino Unido. Y eso da para demasiada simpleza e
idiotez.
De esta manera quedé al cobijo de mi padre, que
tuvo que contratar la ayuda de una criada portuguesa, Luisa, que nos
abandonó cuando yo adquirí destreza en los actos esenciales de la
vida.
En lo que a forma de ganarme la vida se refiere,
ejercí de camarero —no es mala escuela para la literatura ser intruso
y oyente en las conversaciones de las barras de los bares—, bedel
en un instituto de secundaria —profesión que me otorgó papel de ávido
lector de prensa, experto en autodefinidos, y me hizo detestar la
adolescencia—, y mensajero —con lo cual experimenté el estrés de la
moto, el tráfico y las urgencias.
Para ninguna de las anteriores funciones nací,
y, prueba de ello, trato de encontrar mi sitio como inversionista
esperanzado y escritor de relatos.
En el funeral de mi padre, coincidí con Beatriz
Aldaba, hija de un fiel amigo de mi padre, Arturo Aldaba, ensayista
de disciplinas relativas a la filosofía y la política y autor entre
otras obras de Barbarie, Verdad y Fuentes del Yo. Me dieron
un pésame más sentido de lo habitual, y me hablaron de que ellos,
los Aldaba, serían mi nueva familia. Necesitas una semana de soledad,
me decían, para honrar a tu padre desde la intimidad, desde los recuerdos,
para rezar —les comento que me he pasado la vida navegando por los
mares, he cruzado en ocasiones el Océano Ateo, de igual modo que navegué
por el Océano Fe en Dios, y he naufragado en los dos, por lo cual
no me pidan que me defina acerca de mi creencia o no creencia, porque
no tengo la menor idea de lo que soy— y para leer sus obras y así
evocar su figura —jamás fui capaz de leer un solo capítulo de sus
escritos espesos e incomprensibles para mente sencilla como la mía.
Quedaron en invitarme a cenar el viernes.
Y así fue. Beatriz me miraba con esa ternura
dolorosa y compasiva de quien contempla a un niño huérfano, y estando
yo cansado de meditación y homenaje interior, aquellos ojos vidriosos
me incitaron deseo sexual, instinto que parecía evaporado en los últimos
tiempos. A continuación se bebió cinco cócteles en media hora, ante
su plato de ventresca intacto, y empezó a recitar poemas, con el aire
sombrío y deprimente de los espíritus, o de las personas que están
aquí, pero parecen de otro mundo. El gran salón de los Aldaba fue
el escenario de las aguas transparentes, los sauces llorosos, las
orquídeas tristes, las princesas incomprendidas, los jilgueros melancólicos,
los viejos arrepentidos y las noches gélidas. Su padre aplaudía cada
intervención y yo había de hacerlo para dar más rotundidad al éxito,
pese a que los poemas y yo no nos entendemos, y no nos hemos buscado
nunca. Entre poemas y cócteles —una vez que Arturo Aldaba se fue a
dormir— yo hice el amor aquella noche, en la que decidimos casarnos,
segundos antes del primer orgasmo. Si bien, una razón pudiera ser
que ambos cruzábamos el puente de las debilidades y los malos momentos,
no tiene explicación y abunda el misterio en la noticia de mi boda
con Beatriz Aldaba, mujer de porte rollizo y rostro normando, diez
años menor que yo, y con importante colección de amantes que exploraron
sus carnes y oyeron sus versos.
Si hay algo por lo que el matrimonio mereció
la pena, fue por los dos primeros meses de frecuencia en las relaciones
sexuales, viajes exóticos, adoración mutua, renuncia a la creación
de poemas y generosidad, tras lo cual llegaron los versos de angustia,
incomprensión, espejismos erróneos y rencor. Beatriz se pasaba el
día escribiendo y recitándome sus deprimentes poemas sobre el hombre
inmaduro y su ineptitud para la convivencia. El huerfanito egoísta,
se llamaba uno de ellos. A menudo lloraba a los hombros de su padre,
que la consolaba con copas de brandy y descalificaciones hacia mi
persona. Ese gandul no sabe lo que tiene. Sí, un monstruo, pensaba
yo. No sabe qué mujer puede perder. Sí, lo sabe, y quiere que desaparezca
de su vida.
Beatriz tenía un sueño. Escribir un libro de
poemas apesadumbrados para aplastar a los débiles y reforzar su inseguridad,
y en consecuencia que los críticos llamaran aquello algo similar a
poemas desde la conciencia de una mujer íntegra, o poemas desde la
verdad femenina, pero los editores no veían por ningún lado la salida
de aquello a los escaparates de las librerías. Fue entonces cuando
ella convirtió en agresividad su amargura, y empezó a odiar el mundo,
incluido yo, que daba aún mayor consistencia a su veneno. Por proximidad,
supongo.
Mi matrimonio fue por tanto una ilusión efímera
y un viaje por la senda de la decepción, el desamor y la indiferencia.
Porque al principio repeles la agresión verbal con ofensas similares,
pero uno también aprende a vivir inmune al horrible concepto sobre
su persona, y toma conciencia de que las balas del silencio casi siempre
dan en el blanco. Y entonces, el divorcio está a la vuelta de la esquina.
Nunca más he vuelto a ver a los Aldaba, si bien
me llegaron noticias de Beatriz. Se volvió a casar con un viejo poeta,
con el que comparte lecho y versos, e imagino que alegrará un poco
la vida del octogenario, tipo de buenas relaciones con importantes
editores.
Quizá haya encontrado en el anciano la clave
del éxito, o quién sabe si la llave del amor. ¿El amor? Ambiguo concepto.
Se ha fugado de los territorios de mi deseo la idea de asumir otra
apuesta de vida en pareja. Tengo cierta edad y he ganado puntos en
susceptibilidad y mal humor, y a estas alturas no soy un hombre de
fácil de convivencia. Y por ello, porque tengo cincuenta años y un
corazón, que por decisión propia, no asume más riesgos que los necesarios,
me basta con un desastre para evadirme de la reincidencia. Pertenezco
al club de los solitarios, al país de los hombres que escriben relatos
sin interferencias y hablan solos, de los hombres libres y tristes,
de los mediocres sin exigencias, equilibrados en su extraña armonía.
Y con esa opción elegida, llevó tiempo caminando
sin tormento.
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JAVIER
GUERRERO RODRÍGUEZ, vive en Madrid.
De formación jurídica, resultó finalista con el relato Lucía
en el concurso Cuanto Cuento, de la Fundación Acuman, y formó parte
de un recopilatorio con su relato El Forastero, en la Semana
de cine fantástico, bizarro y terrorífico de La Monstrua. Participará
en una antología que saldrá a finales de 2007.
javierdivisa[at]yahoo.es
Lee otro relato de este autor:
De apariciones
Marianas y Azar
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ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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