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Andanzas al sesgo
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Wilfredo Carrizales


 

Montado en tren oscilaba entre las vías férreas. Me movía de poniente a levante sin divisar la rada (más adelante me esperaban caminos del agua y luciérnagas).

Las provisiones para el viaje se anticipaban con cada avance. Yo llevaba el pelo ensortijado y una sonrisa previa.

En los cruces de caminos cerraba los ojos. No quería que el paisaje tan pronto me multiplicara.

Por los andenes documentaba el tránsito de los viajeros. Retomaba el itinerario con sudores y miradas anejas. La noche me traía su expedición al confín del único silencio.

II

Entre la umbra del bosque avancé con parsimonioso paso. La vereda, tapizada de piedras grandes y planas, recibía la humedad que se desprendía de los árboles. Una inaudita quietud reposaba en el conjunto de trayectos. Al dirigirme hacia la parte alta de la colina salieron a mi encuentro hojas secas desfiguradas por los topetazos del viento. A las más bellas las recogí y las inserté dentro de un libro de viajes. Posteriormente las dejé como parte de un hito que indicaba la bifurcación del camino. Desde la cima de la colina divisé un valle que estaba combatiendo contra la neblina.

La caída del sol me alcanzó a mitad del camino de regreso y me hizo descubrir una antigua tumba oculta entre la maleza. Una lápida hablaba de los méritos del muerto. Un árbol inclinado asentía acerca de lo dicho.

III

La llovizna me sorprendió mientras cruzaba el puente, cuyas lisas losas se recordaban de especulario. Me refugié bajo la copa de un árbol milenario y junto a mí estaba un perro que no sabía ladrar. Mi mirada se perdió en pos de las gotas menudas de agua que se zambullían en el río. La recuperé poco después cuando oí a algunas ancianas tarareando canciones mientras lavaban ropa en las orillas. Mi camisa estaba empapada, pero no se allegó el frío.

Alguien me prestó un paraguas de papel encerado. Crucé la calle adyacente al río y desemboqué frente a una mansión deshabitada. Sobre el templete levantado en un patio interior me tendí. Con los ojos cerrados vi a los antiguos dueños representando una tragedia en un solo acto.

IV

Recorrí el tramo más hermoso de aquel río, donde había aves entrenadas para pescar, en un barco de recreo con escasos pasajeros. Extrañas y ultraterrenales montañas surgían de improviso y me dejaban sin razonamiento, estupefacto y carente de interjecciones. Recobrado de mi asombro capturaba trozos de paisajes para recomponer luego mi propia alucinación.

Sentado frente a una ventana recolectaba instantes de la vida de los lugareños y me los imaginaba a ellos afanados en sus horarios principales.

Repentinamente la ventana se abrió. La cabeza de un viejo tallada en raíz de bambú me enfrentó y ofertó su valencia. Me desentendí de él y no traté de asir lo fugaz.

V

La aldea de piedra, signada por siglos de historia, estaba irremediablemente abandonada. Llegué a ella después de seguir a un anciano que conducía gansos con una varita y toparme con una fila de vacas que regresaba a su aprisco.

En la aldea los helechos brotaban por doquier, dándole a ella un aire de mayor antigüedad. Las puertas de casi todas las casas colgaban de bisagras que ya estaban extenuadas, pero que se negaban a rendirse. Los dinteles y las jambas no exteriorizaban su tristeza.

Una vez inmerso dentro de las sombras de las casas mi propia sombra ganó en intensidad. Abandoné la aldea con la visión de unos faroles de papel arrumbados que cercaban a una máscara festiva con la expresión de quien sueña.

VI

Otro derrotero me condujo hasta una villa de madera enclavada entre montañas. Sabía que infinitas terrazas para el cultivo del arroz rodeaban a la aldea. Aquella mañana una espesa bruma había descendido para quedarse.

Me hice conducir por porteadores de sillas de mano hasta el borde de una acequia. Sólo veía, a ratos, parte de la espalda mojada del porteador de adelante; del porteador de atrás apenas divisaba el ala de su sombrero de paja. Los dos: fantasmas entre la niebla.

Bajé de la silla de mano. Cuando quise desentumecerme las piernas un ruido de cascos me obligó a lanzarme a un lado. Tres caballos pasaron a la carrera y se detuvieron más adelante, a pocos metros, para atacarse a coces. Yo tomé un trago de agua y un trago de bruma.

VII

Giróvago tomé rumbo hacia donde la brújula no señalaba. La muralla derruida se extendía a mi derecha. Pedazos de ladrillos y cascajos hacían deslizar mis pies. Mis manos palpaban las innumerables grietas.

Las atalayas todavía vigilaban los posibles ataques del adversario. Las fogatas podían anunciar, de improviso, el embate de la ofensiva enemiga.

Me senté en un hueco entre dos almenas de la muralla. Las golondrinas experimentaban novísimos vuelos. Rozaban las suelas de mis botas para darme a entender su destino. Piaban por mi posible ausencia.

La tarde llegó fatigada y me forzó a retirarme. Me alejé en busca de un poniente impreciso. Iba caminando por un sector estrecho de la muralla. En los hundimientos los restos de las lluvias habían dejado argumentos para regresar. Yo saltaba sobre ellos y entonces reflejaban pasados tránsitos. El sol trataba de despedirse y no lo conseguía.

VIII

El jardín estaba dispuesto como una red para pescar o para atrapar pájaros. El maestro redero también me capturó a mí. Yo me dejé conducir dócilmente y contemplé lo inextricable.

En un disimulado rincón del jardín extrañas piedras enseñaban a los musgos el arte de convivir sin perder la unidad. Unas ardillas de alargados cuerpos se mostraban sólo ante especiales visitantes. A favor de las flores ciertas mariposas se empreñaron.

Poetas descansaron en los corredores y ya nunca más fueron los mismos. Beldades quienes entonaron cantos del crepúsculo no se marchitaron fácilmente.

Un jardín en una red aprehende las motivaciones del Cielo.

IX

Por una ciudad meridional encontré calles con árboles de mango sembrados en las aceras. Eran árboles robustos y complexos y en cuya savia el tiempo transmigraba la tradición. Sus frutos: gualdos en rubor.

El viento del mar se arremolinaba en las bocacalles y traía paisajes de cangrejos y gaviotas a las memorias envejecidas.

Algunos pordioseros pedían dinero con timidez; otros, con arrogancia. Sus dioses los vigilaban a distancia y sacaban cuentas claras. Más allá podía aparecer un famoso templo. Los peregrinos abarrotaban las tiendas en procura de incienso y salvación.

Lo único vivo dentro del templo se petrificaba en forma de tortuga y caminaba con su condena a cuestas.

X

Sobre la vía tradicional de los animales no trashumantes me encontré con un búfalo de agua. Estaba sucio de barro y un cabestro lo sujetaba al suelo. Movió la cola y la trompa en señal de asentimiento. Los terrones equilibraban su corpulencia.

En los alrededores el humo indicaba el destino de los muertos; en las tumbas aguardaban las aves asadas el aguardiente propicio.

Un tractor de oruga, destartalado, brindaba su ejemplo a un campesino que dormitaba en una silla sin edad. Detrás de él una envejecida torre acechaba la llegada de los extintos soldados enemigos y una muchacha de agraciado rostro le retorcía el pescuezo a un gallo infecundo.

XI

Abrevé en el camino de las cabras y rompí los obstáculos. Nadie me pudo interceptar. Mi trayectoria indicaba los rumbos que otros viajeros anteriores recorrieron. Andadura de prestigio.

La puerta en arco, enorme y de tierra apisonada, luchaba con denuedo contra su deterioro. Se oponía con todas sus fuerzas a ser utilizada como depósito de cagajones de vaca. En lo alto, ostentaba orgullosa su nombre procedente de ilustre dinastía.

Solitario y a poco trecho de la puerta, el protector animal de piedra rugía y nadie lo escuchaba; se encolerizaba y ninguno le temía. Los niños montados, de a dos, en bicicleta lo rodeaban y pedían que les tomasen fotografías, aunque luego no las pudiesen llevar al hogar.

XII

Me declaré «amigo de callejear» y le dije a la ciudad habitada por hombres que drenaron y rellenaron sus antiguos canales: «Recorreré las vías de agua que tú, malignamente, ayudaste a clausurar con el falso argumento de la modernización. Tú, insensata, ignoras lo que perdiste. Ahora posees 'canales de asfalto' por donde sólo circulan barcas de latonería de cuatro ruedas, mientras los conductores escuchan música foránea que no entienden».

Me di a callejear por la ciudad maldecida y no pude comer sus productos típicos, ni beber su licor autóctono. Me senté en el puerto fluvial durante horas y me puse a observar el islote de enfrente. Los barcos traían y llevaban la estupidez a montones.

XIII

Extraje de mi pecho el mapa que explicaba unos posibles atajos. Escogí aquél que me llevaría, ineluctablemente, hasta las orillas de un lago enorme como un mar en penitencia.

Mientras estaba, en cuclillas, abstraído en la reverberación del sonido de la luz dentro de las oquedades del agua, atracó un mediano barco. No traía pasajeros y me dispuse a llenar esa carencia.

El barco me llevó a una mudanza súbita, a un periplo que él mismo no había imaginado. Se abrió a las olas y construyó un destino.

La travesía comprendió islas habitadas por gentes que consumían sardinas cocidas con aderezos de algas, al tiempo que hablaban a grandes voces para tragar un aguardiente rústico y poco claro.

XIV

El vehículo de alquiler me depositó en el sector antiguo de la ciudad. Penetré por una estrecha callejuela por donde transitaban ciclistas y peatones. Sus sombras se intercambiaban.

A mitad de la callejuela me topé con un ventorrillo. Un anciano espigado, de pelo ralo y con gruesos anteojos, ofrecía diversos tipos de panecillos recién salidos del horno. Le pedí uno cubierto con semillas de sésamo. El primer mordisco trajo a mi paladar un sabor dulzón como de arcilla. Engullí el resto del panecillo lentamente, separando con la lengua la mezcla telúrica de gustos. El anciano estuvo atento a mis movimientos, sin pronunciar palabra; sabio y aquiescente.

Aquel invalorable panecillo me costó apenas algunos centavos, pero gané del anciano una sonrisa llena de bondad y un brillo en su mirada.

XV

Descendí de la motocicleta y caminé hasta el portal que nombraba al tricentenario pueblo. Comencé a moverme con lentitud por las, desde antaño, holladas baldosas del corredor techado. No quería producir ningún ruido con mis pasos para no alterar la cotidiana calma del lugar. Me detenía por momentos a contemplar, en medio de un inefable arrobo, las aldabas gastadas por el manoseo de los siglos. A través de las semiabiertas puertas de madera pude atisbar efímeros detalles de la vida que, en penumbras, progresaba adentro.

Subí a los arcos de los puentes de piedra y miré congraciado el desplazamiento de las barcas hacia sus historias pasadas. Bajé del último puente y, al pie, encontré a un fisiognomista. Leyó las líneas de mi rostro y afirmó que yo viviría para ver la grandeza de mis nietos y su linaje. La heredad que con mis andanzas yo acrecentaba.

XVI

El oxígeno fue masticado por la extrema altitud bajo el sol de las diez de la noche. Mis pasos se emparentaron con los del yac. Me detuve y bebí el té y su mantequilla ácida que flotaba.

Los mendigos ponían sus manos de cuencos tristes a la espera de tintineantes rostros de dioses extranjeros. El papel moneda de escaso valor no volaba porque los vientos se tornaban en piedras.

Adquirí un sombrero negro y un resplandor de pupilas lejanas a mí. Me pavoneé entre los tenderetes. Nadie se atrevió a ponerle precio a mi figura ni a deslizar ningún sarcasmo. Mis ojos recorrieron lo indetenible de las calles que mercaban. Amuletos, olores de almizcle y fritangas, sudores y máscaras horrendas y baratijas abigarradas, me salían al paso para indagar mi procedencia.

Me eché el anonimato al hombro y salí despedido en busca de una mujer con quien no pudiera comunicarme sino sexualmente.


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WILFREDO CARRIZALES.
Escritor y sinólogo venezolano nacido en la ciudad de Cagua, Aragua, Venezuela. Textos suyos han aparecido en diversos medios de comunicación de la región. También ha publicado los poemarios Ideogramas (Maracay, Venezuela, 1992) y Mudanzas, el hábito (Pekín, China, 2003), el libro de cuentos Calma final (Maracay, 1995), los libros de prosa poética Textos de las estaciones (Editorial Letralia, 2003) y Postales (Corporación Cultural Beijing Xingsuo, Pekín, 2004), y tres traducciones del chino al castellano. Reside en Pekín (República Popular China).
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Ilustración textos: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

* Lee otro relato de este autor: Notas de un viaje en tren