Y se acordaba de
nuestros nombres
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Claudio Rizo
Alicante se oscurece
dejando el reflejo de las luces y el pegajoso repiqueteo de los cláxones.
Hay coches por doquier en un sábado cualquiera
—estamos
los terceros en todas las provincias españolas en tráfico rodado por
metro cuadrado, ¡qué chuli!—.
Mi novia y yo nos encontramos en ese trámite postrero de la cena en
el que las manos se nos van de las manos y los ojillos se nos entornan
continuamente entre el guiño cómplice y la sugerencia oculta. Para
no establecer un precedente, somos los últimos en abandonar el local
ante las miradas levemente contrariadas de los camareros.
Ella se ase a mi brazo izquierdo;
yo desenfundo un cigarro —aunque
no existe mono: el local era cuerdo y no estaba de acuerdo con la
ley Antitabaco—,
y juntos enfrentamos un frío muy frío de un enero muy enero. La temperatura
en Alicante invita once meses al año a llevar, como máximo, una camisa
y una chaqueta. Pero hemos dado con el duodécimo mes más inhóspito,
con su fin de semana más inhóspito y con la hora del día más inhóspita.
Aún así, caminamos, nos dejamos llevar por las corrientes de aire
superando las dificultades, como mandan los buenos cánones: «en lo
bueno y en lo malo». La calle desemboca en la conocida Rambla, una
avenida larga, de doble dirección, y que es el refrendo permanente
del lamentable récord de tráfico.
Cruzarla es una odisea. No hay
diablo que nos deje pasar ni corazón al que se le agriete el alma
ante nuestra desangelada espera. Por fin la hilada de coches ve interrumpido
su curso: seguramente algún novato está aparcando y eso favorece el
movimiento rápido de los viandantes. Al cruzar me sobreviene un golpe
de entrega, de alegría, y beso la fría mejilla de mi pareja, con suavidad,
con tanta que quizás ni ella se entera por lo anestesiada que la tiene.
Pero sí, me nota, lo noto: me sonríe. Entonces aparece ella. De golpe.
Se dibuja en su rostro una inocencia infantil que raya con la beatitud.
Es guapa. Vamos, guapa para ser china; suponiendo que sea china y
no japonesa, pues me pasa con estos al igual que con los negros: me
cuesta hacer distingos. Es más baja que nosotros, así que levanta
en su ofrecimiento la cerviz. Y mucho, mucho más joven que nosotros.
Va arropada, muy arropada. Y se ha dado cuenta de que nuestros apretones
no obedecen sólo a un deseo de aplacar las ventiscas de la noche:
«¿Una rosa? Son dos euros» —nos
dice con la firmeza de quien sobrelleva una vida difícil.
No suelo comprar adminículos de
amor en plena calle, pues casi siempre acaban marchitas entre alcoholes
o enrolladas en el fondo de la papelera más cercana. ¿Qué vida llevará
esta pobre criatura?, me pregunto mentalmente. No tendrá más de quince
años. «¿Cómo te llamas?», repongo con mi sonrisa más cálida
—su
indescifrable nombre no acude a mi parca memoria en este momento:
si sus caras se me confunden, sus nombres directamente se me escapan.
Extraigo dos euros de mi bolsillo
—nunca,
jamás llevo cartera. Seguramente en este momento estoy más indocumentado
que ella, pienso—.
«No quiero flores. Los euros son para ti». Ella es buena y gentil,
mucho mejor que cualquiera de los conductores que nos impedían el
paso. Insiste: «No señor —señor
me llama, me disgusta pero la entiendo—,
tome las flores. Son suyas».
Mi novia y yo le decimos cómo nos
llamamos. Un embrujo se ha apoderado de nosotros y la miramos como
si fuera nuestra hermana pequeña. En sus ojos como olivas veo los
océanos y los kilómetros que la separan de su tierra, sus afanes y
sus luchas. Y también las incomprensibles trampas de esta puta vida.
Se aleja... Y nos regala desde
lo lejos una mueca generosa, una sonrisa limpia. Su brazo esboza un
ademán de adiós en el único idioma universal que no conoce lenguajes
ni fronteras: el gestual.
Cada vez que volvemos a pasear
por Alicante, por esa zona, nos acordamos de ella.
Hace poco la volvimos a ver. Le
dimos dos euros. No quise rosas: no suelo comprar adminículos de amor
en plena calle, pues casi siempre acaban marchitas entre alcoholes
o enrolladas en el fondo de la papelera más cercana.
Y se acordaba de nuestros nombres...
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CLAUDIO RIZO,
es un escritor alicantino.
claudiorizo(at)hotmail.com
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*ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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