Trofeo
Daniela Roitstein
Los dientes
eran lo más notorio de su cara porque sólo le quedaban tres.
Dos, colgando de las únicas raíces fuertes que se atrevieron a desafiar
el paso de los noventa años. Y uno al fondo, abajo, que se le veía
cuando reía fuerte y abierto. No podría decir que aún eran blancos,
pero mentiría si dijera que eran dientes de vieja.
Esas tres placas de marfil un poco gastado eran
su trofeo de guerra, su estandarte de victoria. Embanderaban mejor
que cualquier rincón de su ser, una gloriosa carta de triunfo.
Confieso que al principio me costó reconocerla.
Entre el humo circular de los cigarrillos y el vaho de las decenas
de flores acomodadas alrededor del cajón, la vi como una más entre
los que se acercaron a dar el último adiós a mi padre.
A los treinta minutos de estar en Loyola ya había
entendido yo el ritual: entran, me abrazan, se esfuerzan por asomar
una lágrima, ponen cara de compungidos, dicen lo siento mucho o era
un gran tipo, pasan un momento incómodo hasta que yo los libero con
una de las dos frases salvadoras: «qué se le va a hacer» o «así es
la vida». En las cuatro horas que llevaba allí nadie se había salido
casi un ápice del libreto, como si éste fuera un rito sagrado aprendido
sin querer en cuestión de segundos. Nada original, por cierto, pero
efectivo para no tener que desmenuzar a fondo la idea de la muerte.
Decir lo que hay que decir y punto.
Todos venían cumpliendo más o menos con el esquema
típico del saludo, a tal punto que, para mis adentros, había llegado
a divertirme apostando conmigo misma cuál de las dos frases diría
el próximo familiar, amigo u ocasional visitante. Hasta que, de repente,
ella me sorprendió.
La vi entrar emponchada en febrero y, sin reconocerla,
aposté a «lo siento mucho» (o su variante, te acompaño el sentimiento).
Venía hacia mí arrastrando los pies como si caminase sobre dos patines
de felpa en un piso recién encerado. Me pareció que reía. Pero, pensé,
no puede ser; esta vieja debe tener contracturada la mandíbula, pobre,
si no puede sacarse la mueca de risa ni siquiera en un velorio. Alguna
tía abuela, seguro.
Estaba a medio paso cuando, en lugar de dirigirse
a mí, siguió derecho hacia el cajón. Ajusté mi mirada en su pelo ceniza
peinado así nomás y en esa boca que ¡reía! Ahora sí, la muy atrevida
reía con sonido atronador. Su mueca no era un achaque, una contractura
de mandíbula: la vieja de tres dientes no paraba de arquearse y emitir
una carcajada como nadie debe haber oído nunca en un velorio.
Estupefactos, los presentes no sabían si acercarse
para sacudirla y calmarla, o dejarla sola con su ataque de nervios
—porque esa risotada frente al muerto no podía ser más que fruto de
un inoportuno y feroz ataque de nervios—. Así coincidieron los demás
deudos y nadie atinó a hacer nada.
Yo, por mi parte, estuve tentada de imitarlos,
pero esos tres dientes testarudos de su boca me decían que algo había
en esa carcajada. Después de todo, nadie puede estar tan loco como
para desafiar al calculado ritual del último adiós.
Me levanté del sillón en el cual parecía haber
estado sentada días enteros, acomodé mis huesos y caminé hacia ella.
Evidentemente tardé más de la cuenta, porque cuando me arrimé al ataúd,
la vieja ya no estaba.
¿Una visión? ¿Mi cansancio pudo haberme jugado
una mala pasada haciéndome ver fantasmas? Me cercioré de que todo
alrededor siguiera su curso para saber que no me estaba volviendo
loca. Ahí traían más coronas. Más gente. Algunos se iban. Otra corona
más, ésta de la Asociación Odontológica. Uy, cómo se hubiese puesto
de orgulloso el viejo si hubiese visto con qué flores lo honraron
al final: «A su dignísimo ex-presidente», decía en dorado.
Viendo todo en su sitio y cauce me estaba por
volver a sentar, cuando un sobre en el costado izquierdo del lustradísimo
féretro me llamó la atención. Blanco, mediano, normal. Lo abrí. Con
letra de mano temblorosa —letra de vieja— decía:
«Doctor, ya le dije yo que mis dientes aguantarían
más que usted».
Entonces reí. Reí fuerte y abierto. Desafié todos
los códigos, los rituales, los ritos sagrados, los protocolos. Desafié
a los presentes, a los vivos, a los muertos. Como Flora, su primera
paciente, reí, y mi viejo en esa risa estuvo más vivo que nunca.
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Daniela
Roitstein es una escritora
que vive en Melbourne (Australia).
rohe[at]tpg.com.au
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por
Pedro M. Martínez ©
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