El día que
el sol se marchó
__________
Ángeles Charlyne
—Ahora sí que el sol se va marchar
—dijo el viejo
sentado en la cumbre del médano lunático.
Estábamos en la última reserva
verde que guardaba la costa, resistiendo inútilmente el avance de
la civilización. Se veían venir las canchas de tenis, cabinas telefónicas
para contactarse con el mundo, sea cual fuere el número que cada uno
elija, para llegar con la fe de la religión
marquetinera.
Un petirrojo sin miedo aparente,
caminaba sobre la alfombra verde que amortiguaba hasta el sueño. Yo
me quedé en silencio, porque con el viejo no me atrevía a preguntar.
Elegí seguir la marcha del petirrojo, el vuelo circular de las mariposas
amarillas que volaban rasantes, llegando desde el mar y pasando raudas
sobre las ondulaciones doradas. Estaba confortable contra el tronco
del árbol que setenta metros arriba y setenta años atrás, junto a
otros tantos setenta compañeros, se erguían al costado de la ruta,
que se extraviaba en el Alfar.
Los balnearios todavía eran
libres para gente libre, para sueños libres. Nadie debía pedir permiso
para llegar a la orilla del mar privado de toda privacidad, siempre
parecía acogedora sobre todo a la hora en que las dos luces confundían.
Es que las formas tribulan, mutan, se rozan, bailan danzas desesperadas,
se acomodan a la percepción esquiva y se burlan, definitivamente,
de nuestras obsesiones por precisarlas.
El viejo seguía con la mirada
clavada en un horizonte invisible para todos menos para él. No era
bueno buscar la dirección, puesto que el riesgo consistía en que nada
podría coincidir, sobre todo si se admitía que el viejo había nacido
en el mar.
El solía ver, mucho antes,
todos los fenómenos probables y los otros, lo supe desde la primera
vez porque su adopción para conmigo, siguió siendo siempre misteriosa.
Llegaba inesperadamente, como las noticias, para pasar, beber, comer,
quedarse y dejarse estar detrás del comentario, telegráfico, como
su idioma críptico.
—Anoche, decidió morirse la
noche —anunció sin solemnidad, casi monocorde.
Su voz se deslizaba a cubierto de la brisa salobre, siempre me maravilló
que se lo podía escuchar aún en el mayor estruendo del oleaje, las
tormentas y murmullos indiscretos. Su voz parecía graduarse sin perder
volumen.
Me volví para mirarlo, el
sol había bruñido su figura y el pelo blanco, largo, tenso, duro de
agua de mar, había dejado de lavarlo para impregnarlo y uno tenía
la certeza imposible que sería, ya que hablamos de ellos, por supuesto
imposible, volverlo a su textura natural. Las arrugas eran sólo referencias,
dunas leves según el rictus de la concentración y su fortaleza física
parecía intacta. Un misterio de permanencia. Una estatua de sal.
Unos pantalones descoloridos
sobre la rodilla eran el muelle para una blanca alguna vez y raída
camiseta que dejaba al descubierto sus brazos desnudos. Llegaba y
se iba con el sigilo de los animales del bosque. Ese era su bosque
y se sabía el alfarero del lugar. Descender de él para llegar al mar,
cuando el sol del mediodía picaba, requería toda una estrategia, para
todos menos para él, quien parecía nacido para caminar sobre las brasas
sin quemarse.
Decidí esperar los comentarios
siguientes, seguro que ello ocurriría. Supe
domar la impaciencia y cierta indolencia a la hora de escucharlo.
Nada hay peor que la indiferencia deliberada. Yo había aprendido a
no ser alcanzado por esa calamidad del desapego.
—El sol se va al velatorio
en el cielo y va a tardar en volver —me
dijo en un murmullo, como esperando que no lo oyera y mucho menos
le creyera.
Miré y el cielo no mostraba
ningún indicio extraño. Quise convencerme que los misterios no suceden
porque sí. Quise legitimar la imprudencia de la duda. Él no me miraba,
apenas dejaba deslizar algún grano de arena que se desvanecía en el
aire. Pensé en cómo ser cortés ante la revelación, sin intentar salir
corriendo.
—¿Y después qué?
—alcancé a administrar mi gentileza indiferente.
Él no se movió aunque un brillo
imperceptible rodó en sus ojos grises.
—¿Y quién se dará cuenta de
esto, si nada cambiará?, ni el hambre en
el mundo, ni los hijos del abandono, ni las madres del dolor, ni la
violencia, ni la injusticia, ni la traición, ni la ingratitud, ni
siquiera los amores no correspondidos… —resignó
diciendo con la convicción que otorga el futuro.
—Pero hay un después para
todo —argüí, sólo para molestarlo.
Él eligió no responder y bajar
a la playa cuando la pleamar juega sus trampas al abismo de la inconsciencia
humana. Lo vi deslizarse en el agua. No nadó paralelo a la orilla.
Las brazadas, rítmicas, lo alejaban
con majestuosa lentitud y su figura cabalgaba las
olas con seguridad y sin fatigas; en el
fondo, donde la sudestada arma su cigarro de viento, que barre
las costas del otro país, socio de orillas y disputas,
se alzaba un muro verde que pareció erguirse,
como dos torres gemelas regresando del terror. Era un paisaje demoledor,
ver esas moles de agua que amagaban por la distancia, derrumbar hasta
las verdades construidas y aceptadas.
Él iba recto, como a una cita
con el destino y pensé en el peso de la catedral gótica inundada de
gotas dispuestas a lavar una afrenta incompresible.
Cuando estaba a punto de ser
punto en la inmensidad, me pareció verle agitar un brazo, espejismo
de distancias nunca concedidas. Creí entender, o tal vez me convenía
pensar así, que la señal tenía que ver con el después. Esa ola, esta
torre acumulada estaba encima de él y cuando la cresta que hubiera
acobardado al mejor surfista, comenzó a descender y deslizarse, sentí
certezas irracionales que parecían comenzar a desplegarse ante mi
vista y la de aquellos que pudieran advertirlo.
Lo cierto es que, maquinalmente,
revisé el reloj de la torre de Alfar. La hora marchaba vertiginosa
rumbo a la medianoche, era de día y la claridad no pareció ser notada
por la gente. Yo había perdido el desconcierto en algún recodo de
la vida. Volví a mirar al mar, la maravilla transparente pero arrasadora
aumentó la velocidad y por un segundo murió el murmullo del mar.
Ya era tarde para
todo. Nadie podía adivinar que el luto por la noche, era el llanto
del sol desalentado que se negaba volver a espiar.
______________
Angeles
Charlyne, nació en Monte
Buey, provincia de Córdoba (Argentina), el 2 de mayo de 1956. Reside
en Lomas de Zamora, Buenos Aires. Argentina.
Es escritora y pintora. Realizó talleres de escultura y fotografía,
entre otros, referentes a las artes plásticas y visuales. Poeta y
narradora. Fue consagrada Primer Premio Poesía en el «III Certamen
Internacional de Poetas y Narradores Contemporáneos 2002», organizado
por la Editorial
De los cuatro vientos.
Ese mismo año publicó «Vitral» (poesía).
Seleccionada por el mencionado sello editor para integrar las siguientes
antologías:
- Poetas y narradores contemporáneos -2002-
- Homenaje a Julio Cortázar -2002-
- Letras en la Red - 2003-
- Letras al viento -2003-
- Homenaje a Oliverio Girondo -2003-
- Nueva Literatura Argentina -2004-
- Territorio Sur -2004-
- Nueva Literatura Argentina -2005-
Obtuvo menciones y distinciones en numerosos certámenes:
- Primer Premio Poema Ilustrado -año 2000- Escuela Bellas Artes -Lanús-
Ilustró cuentos del escritor y periodista Carlos Parodíz Márquez (revista
Sudestada). En la plástica, expone Integrante de SURARTE -Artistas
Visuales-, con sede en Lomas de Zamora.
Actualmente es columnista colaboradora con su espacio «La lengua en
la cornisa» en el sitio web del diario La Unión. Parte de su material
literario podrá encontrarse en: www.launion.com.ar
angelescharlyne[at]hotmail.com
Ilustración relato: Fotografía por
Pedro M. Martínez © 2005
|