De la Luna al Sol
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José M.ª Méndez Méndez
Antes de llegar a lo alto de
las escaleras, levanté la vista de «La Tregua» porque la fuerza
de dos pares de ojos clavados en mí me había devuelto a ese mundo
de Madrid tan lejano del benedittiano universo en el que me hallaba
sumergido. Bajo una desafiante Luna llena, dos chicas morenas (probablemente
sudamericanas) y de cuerpos atractivamente zigzagueantes, se encontraban
escudriñando los diferentes perfiles a la entrada del suburbano, en
busca del rostro o rostros esperados. No era yo, y me tocaba a mí
hacer algo parecido. Apoyé la espalda sobre los hierros que rodean
la boca del metro de forma que, en aquella salida de Gran Vía, mi
panorámica se reducía al escaparate de una gran multinacional de comida
rápida americana. Ver a tanta gente comiendo tan rápido y tanta comida
insana, ahondó aún más mi ira hacia mi prima. No sabía qué le podía
haber hecho para que ella me hubiera devuelto aquella mala faena.
Faltaban aún cinco minutos para las nueve, por lo que dudé entre introducirme
de nuevo en la desgarradora historia de Martín Santomé y Laura Avellaneda
o indagar entre las caras en busca de aquella gorda, morena y simpática
americanita que no iba a tardar en aparecer. El angelito convenció
al diablillo y me decanté por lo último.
Miré la Luna llena
de nuevo. Me di cuenta de que mirándola también se encontraba a mi
derecha una chica castaña, de ojos verdes, rostro jovial y poseedora
de una tierna belleza inocente. Recuerdo que me resultó gracioso el
hecho de que portara un bolso tan grande como la mitad de su propio
tamaño. Maldije la situación; cuando, después de mi sagrada siesta,
podría en aquel momento estar dedicándome, para mi inmediato examen,
a la obligada lectura del ladrillo de
La Celestina,
en lugar de ello, me encontraba perdiendo el tiempo en espera de aquella
chica gruesa y superficial, mientras veía engullir hamburguesas a
una horda de adolescentes ilusos. Pensaba que, al menos, el azar podía
haberse confabulado mínimamente a mi favor y haber situado la boca
del metro unos pasos más abajo para, así, mientras esperaba, tener
la posibilidad de entretenerme viendo el escaparate de la Casa del
Libro.
Distinguía muchas caras
extranjeras y comencé a meditar sobre cuál sería la forma de deshacerme
cuanto antes de aquella ingrata cita; quizás fueran buenas Soluciones
tanto una cerveza rápida en algún bar cercano como inventar una excusa
para pasear un rato e irme cuanto antes. En aquella ocasión me había
visto obligado a citarme con ella, ya que anteriormente había pospuesto
un par de encuentros con pretextos variados. Ésa vez el compromiso
era ya ineludible. Se me ocurrió sacar el móvil para ver la hora y
comprobé que ya excedía en cinco minutos las nueve. Entonces me dio
por releer el primer mensaje que me había enviado Susan:
Hola Miguel, me ha dado tus datos tu prima
Ana, profa mía el año psdo. Recien llegue a madrid, pues tal vez podríamos
quedar a tomar algo? Un saludo Susan.
Cansado de perder mi
tiempo, decidí llamarla y recé para que se diera la buena fortuna
de que algún percance la hubiese llevado a dejarme plantado, con lo
que dispondría de la bula necesaria para irme y no volver a quedar
con ella nunca más. Cuando acabé de pulsar el «OK» para realizar la
llamada, sucedió algo absolutamente maravilloso: comenzó a sonar el
teléfono de la tierna chica castaña que esperaba a mi derecha. Contemplé,
ensimismado y feliz, cómo se separaba y realizaba unos esfuerzos titánicos
para coger el móvil sin Soltar el bolso. Al mismo tiempo que cortaba
la llamada, me miró y comprendió lo mismo que yo había comprendido
dos segundos antes. Nos dimos dos besos sonrientes y comenzamos a
caminar, calle Montera abajo, sin previamente haber decidido hacia
dónde ir.
Me trataba con tal
desparpajo y familiaridad que rápidamente me sentí arropado por una
dichosa sensación de complicidad, y por una confortabilidad similar
a la que experimento al encontrarme con un amigo de toda la vida.
Charlamos un poco sobre mi prima, sobre las clases
de castellano (de las que ella había salido quince minutos antes)
y sobre lo absurdo de la situación en que nos acabábamos de conocer.
Por supuesto que nos dirigimos hacia mi bar favorito.
La llevé al Sésamo y nos sentamos, muy juntos, en una esquina al lado
del piano. Mientras el pianista tocaba una maravillosa Para Elisa,
inopinadamente inmune a la horterada de sus vestimentas, nos fijamos
en los cuadros de Picasso y Gauguin que reposaban sobre nuestras cabezas,
lo que me dio la oportunidad de emplazarla a una próxima cita en el
museo del Prado. Hablamos bastante, me contó que sabía tocar el piano,
que había estado en San Petersburgo, que era de Boston, que su familia
vivía en Maine, que había trabajado de camarera, que había tenido
un novio de San Francisco... y que había impartido clases de castellano
porque le encantaba el idioma, razón por la cual se había decidido
a estudiar un master en Madrid.
En cuanto escuché Boston, los desgastados
engranajes de mi cerebro se pusieron en eficiente funcionamiento buscando
alguna referencia de aquella ciudad. Los Boston Celtics y su Boston
Garden, el frío, Kennedy, los celtas, Cheers, Robert Urich... pero
no encontré un tema que me convenciera lo suficiente. Me propuse llevarla
a mi terreno por lo que pensé en John Irving y su libro sobre Maine,
en Paul Auster, en Salinger, en Kennedy Toole... pero me dio la acertada
impresión de que la literatura tampoco era el mejor camino.
Me habló de música: funky, blues, jazz...
estilos que desconocía por completo. Yo le hablé de Sabina, le expliqué
que era un cantautor del estilo de Bob Dylan y, para mi sorpresa,
extrajo de su enorme bolso una libreta en la que aparecía la letra
de «Princesa», canción que había usado su profesor en clase como ejercicio,
pero, lo que verdaderamente me encandiló de aquella acción fue el
descubrimiento de que Susan era una de esas personas de las que se
encuentran en mi lado, de las que escriben diarios y van a todas partes
tomando notas con su lápiz y su libreta.
Pagué la jarra de sangría
y nos bebimos una segunda sin apenas darnos cuenta. También sin darnos
cuenta, se nos hizo demasiado tarde, alcanzando, desgraciadamente,
el límite del cierre del metro. La acompañé hasta la parada de Sol
y allí me despedí insistiéndole en volver a vernos tan pronto como
fuera posible.
Tras decirle adiós, me quedó una sensación de
culpa por no haber acabado de «ser yo» ante ella. Me sentía mal por
haber parloteado como una cotorra sin apenas haberla escuchado, siendo
consciente de todo lo que podía haber aprendido de sus palabras.
Era un domingo por
la mañana. Yo la esperaba en la salida del metro de Banco de España,
cerca de donde se cogen los búhos, y parecía que tardaba demasiado.
A pesar de que mis conocimientos sobre el mundo de la pintura se reducían
a los grabados de Escher, la noche anterior me la había pasado leyendo
libros de Velázquez, ya que quería impresionarla en aquella exposición
temporal que íbamos a ver. La cola era demasiado larga y ella había
llegado demasiado tarde, por lo que claudicamos y nos fuimos a comer
a un restaurante que, por pura casualidad, se llamaba Velázquez. Disfrutamos
de una sabrosa paella mientras apreciábamos, en los baldosines de
las paredes del local, copias de las mismas pinturas que no habíamos
podido llegar a ver. Me encantaba su propensión a la risa, cada comentario
mínimamente chistoso se convertía siempre en una excelente excusa
para nuevas y frescas risas. Antes de que nos trajeran el postre,
le regalé (con la esperanza de convertirla al benedettianismo) el
fantástico CD
Poesía con los jóvenes,
en el que Mario Benedetti recita algunos de sus mejores poemas, y
le escribí una dedicatoria en él:
En la chispa que emana el turmalina de tus
ojos, adivino que la llama de nuestra amistad permanecerá encendida
durante mucho tiempo.
En el siguiente encuentro
no podía fallar, era la feria del libro y estaba tan nervioso por
la incertidumbre de verla de nuevo como por la emoción de estrechar
la mano del mismísimo Mario Benedetti. Decidí citarme con ella enfrente
de la caseta número 69, ya que me parecía la más fácil de recordar.
Una vez más llegó tarde, pero esta vez no me importó porque me había
dedicado a mirar libros mientras la esperaba. Vimos a Antonio Muñoz
Molina, y aproveché para contarle a Susan que su mejor libro narraba
la historia de amor entre un chico de pueblo y una americana que se
habían conocido a una edad cercana a la que nosotros teníamos, y que
no se habían vuelto a encontrar hasta muchos años después... para
quedarse juntos para siempre. Luego vimos a Julio Llamazares y recuerdo
la dulzura de la cara de incredulidad de Susan cuando le conté que
el pueblo de aquel escritor, desde hacía unos años, permanecía hundido
bajo las aguas de un pantano y que él siempre Solía escribir sobre
la nieve. Llegamos junto a la muchedumbre que hacía cola, en espera
de su turno, para que el gran Mario les firmara. Lo cierto es que
me sentí ridículo cuando le di la mano y, no sé si por la emoción
de estar ante él o por la presencia de Susan, de entre las millones
de cosas que había pensado en preguntarle, no supe decirle más que:
—Me encantan tus libros, los he leído todos
y me da mucha pena que no haya más.
Atravesamos el retiro
y seguimos juntos en el metro hasta que en Goya, a las dos paradas,
tuvimos que separar nuestros caminos. Nos despedimos con un bonito
abrazo. Pero, en aquel día, noté un verdadero progreso ya que por
fin sentí la posibilidad de un beso con Susan. Y todo lo había logrado
gracias a la que siempre es la base del éxito, por primera vez me
había dedicado a escucharla atentamente y a interesarme honestamente
por su vida y su personalidad.
Me arrepentía y me
azotaba con crueles latigazos por mi estupidez, al haber desperdiciado
el tiempo que al principio perdí, pudiendo haberlo disfrutado con
ella.
Era el cumpleaños de
un amigo y el último día de Susan en Madrid. Se presentó, por primera
vez desde que nos conocíamos, puntualmente a nuestro encuentro. Esta
vez en nuestro piso de estudiantes, y además con un dulce regalo,
una fantástica tarta de chocolate hecha con sus propias manos. Cuando
Susan llegó a la fiesta se produjo algo que a mí me pareció inexplicable
y sobrenatural. Al entrar en la sala, repleta de gente, sucedió como
si ella la anegase con una energía especial y potente que fluía por
todos los rincones. Se convirtió en el centro de atención durante
la celebración. En mi piso apenas pude hablar con ella ya que todos
la requerían. Sólo conseguí hacerlo cuando llegamos a la discoteca
de Huertas donde continuamos la fiesta.
Susan y yo permanecíamos
hablando en la barra donde escuchaba, boquiabierto, cuáles eran sus
proyectos en la vida. Estaba dudando entre estudiar arquitectura,
hacer traducciones o enseñar castellano, como ya había hecho antes
(aunque, desde entonces, me prometió que usaría el CD de Benedetti
como ayuda en sus clases). Yo le hablé de Alburquerque, de la amable
robustez de las encinas, del resplandeciente color de la sierra de
San Pedro, del gran anuncio de Nitrato de Chile cuya sombra, de un
hombre y su caballo, parecía ser otro de los monumentos imperecederos
e irremplazables del pueblo, del murmullo de los domingos en la plaza,
del bajorrelieve desgastado de la pared que la rodea, debido a tantos
y tantos pies que lo han golpeado, hasta convertirlo en testigo material
y silencioso de las innumerables historias allí relatadas. Emborrachado
de emoción al recordar mi pueblo, proseguí explicándole que el casino
de la «mestura» se llamaba así porque allí se mezclaban ricos y pobres,
que cuando niño jugaba con mis amigos en el arroyo de La Codosera
a poner un pie en España y otro en Portugal, le hablé del inconfundible
olor a pueblo, de la señorial presencia del castillo de Luna que contemplaba
silenciosamente nuestras vidas... de las letras ALBURQUERQUE escritas
a la entrada del pueblo a modo de Hollywood.
Pero dieron las seis,
era la hora cerrar y, al revés que en los formales de Benedetti, los
grandes temas no querían dormir el sueño que nosotros sí íbamos a
dormir.
Como queríamos que
aquel día no se acabase, con otros dos de la fiesta que también coincidían
en la pretensión de alargar la noche, nos fuimos a un local llamado
«La Luna». En la entrada nos sorprendió que sólo hicieran pagar a
las chicas y una vez dentro comprobamos que su aspecto, barriobajero
y mugriento, no hacía honor a la nobleza de su nombre. Nos sentíamos
invulnerables a la chusma que nos rodeaba y nos despistamos rápidamente
de quienes nos acompañaban para tomar nuestros puestos sentados al
lado de la barra. Desde el día de la feria del libro sentía que podía
besarla, sólo me faltaba convencerme y estar seguro para lanzarme
a ello, por lo que hice hablar a mi corazón con la maravilla que había
apreciado aquella noche. Le conté que era especial y que llenaba de
luz aquel lugar en el que entrara, que había traído un soplo de aire
fresco a la monotonía de mi existencia, que poseía una cualidad indefinible
e indestructible que a mí me había derretido... Entonces la acaricié
y nos besamos con una exquisita dulzura, nos entregamos unos besos
de esos de los que ya había perdido toda esperanza de volver a encontrar
nunca más.
Salimos de «La Luna»
cuando la misma, en idéntica fase glotona a la de la noche en que
conocí a Susan, se escondía en el horizonte. Los primeros rayos de
Sol iluminaron nuestras caras y cerramos los ojos para disfrutarlos
más ampliamente. Caminamos abrazados en dirección a la puerta del
Sol. Nos acercamos a la chocolatería San Ginés para engullir un enorme
desayuno, pero tuvimos la mala suerte de que se encontraba cerrada,
así que nos contentamos con el local de al lado.
Mientras degustábamos
una tostada de mantequilla y mermelada acompañada por un buen zumo
de naranja, Susan me habló del Quijote, me dijo que para finalizar
el master ya sólo le faltaba hacer un trabajo sobre este libro, pero
que lo podía mandar por correo y que por eso ya se iba. Aunque decía
sentirse muy agobiada por tener que rellenar cincuenta páginas hablando
del ilustre hidalgo y su pandilla.
Se me ocurrió tratar
de ayudarla y aproveché para explicarle una curiosa teoría, basada
en las palabras de un personaje de Paul Auster:
—Lo
que sucedió fue lo siguiente: Sancho contó la historia de la primera
parte al cura y al barbero. A éstos se les ocurrió escribirla para
que Alonso Quijano la leyera y se percatara de su locura. Para hacerlo
más creíble, le pidieron al bachiller Sansón Carrasco que la tradujera
al árabe y así se la hicieron llegar a Don Quijote. Pero éste, orgulloso
de ver en un manuscrito el relato de sus andanzas, no regreso a la
razón y, en lugar de ello, quiso propagar su historia. Se pintó la
cara, se disfrazó de moro, se hizo llamar Cide Hamete Benengeli y
se fue a un mercado donde le vendió el manuscrito a Cervantes.
A Susan, a pesar de
que al principio me miraba como a un paranoico, le acabó encantando
la reflexión. Le costaba recordar todo lo que le había contado pero
me aseguró que lo tendría en cuenta a la hora de realizar su trabajo.
Le confesé, con los ojos vidriosos, que me daba muchísima pena que
se fuera porque, probablemente, no volvería a verla nunca más. Ella
me dijo que no era cierto, que regresaría y nos veríamos de nuevo,
pero ambos sabíamos que aquello no era verdad. Atemperó mi tristeza
permitiendo que leyera en su cuaderno algo que había escrito unos
días antes sobre mí:
…I
began to
think about
his touch,
it´s gentle
but intentional
and strong,
his patience
attractive, his
willingness to
listen and
effortless
ability to remember
admirable…
Es lindo saber que Ud. existe.
Salimos en dirección
a la plaza del Callao. De las cientos de veces que he recorrido la
calle Preciados, nunca me había parecido tan corta como el día en
que lo hice abrazado a Susan. Llegamos a Gran Vía y percibimos de
nuevo el Sol, cerramos los ojos y orientamos nuestras caras en la
misma dirección hacia la que ambos habíamos mirado la Luna llena el
día en que nos conocimos. Con los ojos cerrados y abrazado a Susan,
deseé con todas mis fuerzas que no sucediera nada más, que el mundo
siguiera siempre así y que no tuviera que preocuparme de ningún futuro
de exámenes y trabajo. Deseé, hasta lo más profundo de mi alma, permanecer
junto a Susan, soñando con los rayos de sol golpeando en mis párpados
y sintiendo que seguiría toda mi vida amándola.
No es verdad que la
besara apasionadamente por última vez, que ella cogiera un taxi y
que recordara, durante cada uno de los siguientes días de mi vida,
su última visión diciéndome adiós a través de la ventanilla trasera.
No es cierto que acabara la carrera de filología hispánica, me convirtiera
en profesor y escribiera unos cuantos libros. Es mentira que me casara,
tuviera dos hijos y me divorciara. Es mentira que en todos los años
posteriores haya seguido una vida lineal y resignada, preguntándome
todos los días cómo hubiera sido mi vida junto a Susan. No es verdad
que ahora me encuentre en un autobús, camino de Alburquerque, para
entregar el premio de literatura que antes entregaba Luis Landero.
Nada de esto es cierto y quien lo sostenga que se atreva a decírmelo
a la cara.
La realidad más verdadera es que yo he permanecido
todos estos años mirando al Sol con los ojos cerrados y abrazado a
Susan. La verdad es que aún sigo con ella, apretándola entre mis brazos
mientras a los dos nos golpean suavemente las primeras luces de la
mañana y seguimos soñando con que aquello nunca se acabe.
* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro Martínez
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