Malas pulgas
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Andrés
López Marcano
Fui a
cazar pulgas al desván. Están gordas. Empezaron por darles
mordiscos a los fluorescentes del salón de los pianos, después se
comieron todas las alfombras de la casa y por último, más de treinta
hectáreas de nogales que mi abuelo plantó hace muchos años para ocultar
la casa a los acreedores.
Con la ayuda de Roberto, que me sujetaba la escalera con los dientes,
trasladé el viejo cañón de la Guerra de Crimea, regalo alusivo de
mi tatarabuelo a mi tatarabuela, desde el jardín hasta el tejado para
situarlo frente al casetón apuntando al interior a través de la ventana.
Sujeté las ruedas del cañón a las tejas con las fuertes pinzas de
madera que nuestra criada nigeriana, Magunda G´noco, emplea para colgar
sus bragas de invierno, las que pesan más de quinientos kilos, en
los cables de alta tensión que alimentan su cepillo eléctrico de dientes.
Mientras yo realizaba esta operación, el asno Roberto subió al tejado
con la pólvora y la esférica y pesada bala, labor que realizó con
gran trabajo dada su edad, pero con la misma destreza que le hiciera
famoso en todos los circos sirios cuando asombraba a propios y extraños
con actuación
«Roberto,
el burro bombero».
Antes de cargar el cañón mezclé la pólvora con garbanzos para que
su combustión produjera una mayor cantidad de gases impulsores y engrasé
la bala con aceite de máquinas de coser para reducir su índice de
rozamiento tanto dentro del cañón como en el aire, como en la travesía
a través del cuerpo de la pulga, siempre teniendo muy presente que
mi intención era coser a cañonazos las pulgas. La espera fue larga.
Roberto, sentado a mi lado con una pícara sonrisa, observaba a una
manada de apuestas yeguas que en una finca vecina acostumbraban a
practicar el nudismo mientras merendaban el jugoso pasto, corrían
de un lado a otro persiguiéndose con toda la voluptuosidad de sus
turgentes anatomías o se relinchaban en cantarines y lozanos tonos,
para solaz de su voyeur.
Toda espera no tiene su recompensa, pero esta sí la tuvo. Primero,
asomó una pipa apestosa en la que la repugnante pulga venía fumando
los periódicos que pongo en el suelo de la cocina para que orinen
mi gato y mis cabras; después, una cara abotargada por el sebo y confiada
por la desvergüenza que ya era pauta de costumbre en estos prepotentes
parásitos. Venía vestida la pulga con algunos de los objetos echados
en falta por mí desde hacía varios días. Cubría su cuerpo una especie
de toga de seda china confeccionada con la funda de las gafas de vidrio
de faro costero que Magunda se pone para separar los granos de arroz
moreno de las caquitas de ratón zurdo cuando hace esas paellas de
caracoles que le salen tan ricas. Se adornaba la chupa nueces con
los collares de perlas fabricados pacientemente por mi padre con las
perlas de las ostras que pescaba en los baches de la carretera de
acceso a casa cuando en los días de lluvia se convertían en pozos
de escarpadas paredes y profundidades sólo sondables con la pera de
hacer lavativas de café de Magunda, por cierto, santo apostólico remedio
contra las avalanchas de hemorroides. Lo que más rabia me dio fue
ver esas seis patas calzadas con algunas de las mejores piezas de
mi colección de patitos de goma. La muy bestia los había rajado para
introducir sus repulsivos pies en ellos.
Apunté cuidadosamente el arma y aguantando la nausea disparé al centro
del cuerpo. El estampido, del susto, hizo caer a Roberto del tejado.
Al disiparse el humo, pude ver una pulga herida levemente en el costado,
que me lanzaba una mirada asesina. Saltó sobre mí, lo esperaba, conozco
a las pulgas, las pulgas saltan con un movimiento relámpago sobre
sus víctimas, pero yo estaba preparado: alcé en todo lo alto para
que inevitablemente lo viera, un ejemplar abierto por el centro del
libro Ética de Occidente hacia el Tercer Mundo,
de J.M.A. No sé qué párrafo pudo leer la bestia en mi sanguinaria
arma, pero el resultado fue fulminante, pues calló desplomada con
el rostro retorcido y congestionado en una expresión de horror inconmensurable.
Muerte instantánea.
Eufórico por el resultado de esta primera jornada de cacería, decidí
celebrar mi éxito abriendo una botella de aire del siglo XVIII que
celosamente guardaba mi familia para las grandes ocasiones y pospuse
el sepelio del pobre Roberto, desnucado al golpearse la cabeza con
una pestaña caída en el suelo de uno de los ojos de Magunda.
Embriagado por la calidad del aire, dejé volar mi imaginación hacia
futuras y bienaventuradas cacerías.
«Podías
darme un trago»,
me dijo Roberto. Le pasé la botella.
«Un
día de éstos te dará un reuma en el cráneo como sigas desnucándote»,
le dije.
Roberto echó un buen trago y se quedó pensativo con una media sonrisa
en los morros.
«Entiérrame
pronto hoy, que mañana tengo que ir a visitar a las yeguas»,
dijo.
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ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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