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El loco
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Sergio Leibowich


El restaurante estaba casi escondido a mitad de cuadra y visto desde afuera no decía mucho. Pero cruzando el pequeño zaguán de su entrada se abría sorpresivamente un patio inmenso que me hacía recordar a uno de aquellos lugares soñados, en los que solía sentarme a mirar el mar, para terminar el día durante mis vacaciones en Europa. El sitio estaba atendido personalmente por toda una familia italiana y, seguramente por esa razón, cada comensal era tratado con la misma deferencia y calidez con que uno puede recibir a sus invitados en su casa. Como habitué del lugar, yo tenía reservada mi propia mesa, que era exactamente la que estaba ubicada justo debajo de un hermoso sauce eléctrico que crecía como un estallido verde en medio del patio central. Era un placer sentarse directamente debajo de las estrellas y cenar allí casi todas las noches de ese verano. Mientras lo hacía, podía respirar el suave perfume dulzón de los azahares que entretejían sus ramas, delicadamente, por toda una estructura de madera que rodeaba al patio.

Realmente no recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez que el loco se apareció tímida y respetuosamente a pedir, con señas, un poco de comida; pero finalmente su presencia se hizo habitual, todas las noches durante ese mes. Supongo que como agradecimiento y para ganarse a su manera el plato de comida que piadosamente le servían, diariamente repetía impecablemente la misma rutina sin faltar ni una sola noche a su cita. Siempre muy humilde, pero pulcramente vestido, se lo podía ver silencioso y paradito en la puerta de entrada, recibiendo con una amplia sonrisa y ampulosos gestos, a manera de bienvenida, a cada uno de los concurrentes que llegaban al local. En general, la gente al verlo reaccionaba desviando rápidamente su mirada, seguramente turbados por los dolorosos rasgos propios de la discapacidad que se asomaban en su rostro. Pero aún así, como un orgulloso anfitrión que recibe a sus invitados, se la pasaba durante largo rato hasta que de pronto, y como si se hubiera repentinamente acordado de algo, salía disparado velozmente hacia la calle. Pocos minutos después volvía con un gran ramo de flores, seguramente robadas de algún jardín vecino, y comenzaba a repartirlas a algunas de las damas que se encontraban presentes en el lugar. Me resultaba terriblemente conmovedor observar al gigante con sus ojos cargados de ansiedad, justo en el momento en que extendía su mano y entregaba, generosamente, la flor, esperando la reacción que provocaba su gesto. Por desgracia, como la mayoría pensaba que se trataba de un vendedor, o peor aún, de un vago que pretendía alguna moneda, la rechazaban con un ademán despectivo. Sin embargo, él parecía ignorar esos gestos, depositando entonces suavemente el regalo a un costado de la mesa antes de retirarse. Era común ver a los dueños o a sus hijas acercarse al loco pidiéndole constantemente que dejara de circular entre las mesas: «Sentate, loco. Portate bien», le decían por lo bajo. Y entonces el loco obedecía la orden hasta que, incapaz de mantenerse sentado por mucho tiempo, volvía a levantarse para comenzar una vez más con su rutina. Alguna vez intenté averiguar quién era, en donde vivía; pero nadie supo informarme absolutamente nada, porque el loco nunca hablaba. Sólo emitía algunas frases muy cortas en un lenguaje indescifrable que no hacía otra cosa que provocar, por lo menos en mí, una pena infinita.

Hubo una vez, según me contaron, en la que alguien se quejó del loco, aparentemente incomodado por su presencia, e invocando su indiscutible derecho a comer en paz, se retiró indignado del lugar. Luego de ese episodio, la actitud del dueño cambió visiblemente. A partir de entonces, y cada vez que el loco intentaba acercarse a alguien, alguna de las hijas del dueño le ordenaba inmediatamente que se sentara, advirtiéndole que, de lo contrario, tendría que marcharse.

Con el correr de los días yo sentía que el clima se iba tornando cada vez más enrarecido. Me di cuenta de ello observando las miradas cómplices que se cruzaban los dueños de casa entre sí cada vez que el loco se levantaba para acercarse a alguna mesa. Era tan evidente el malestar y la tensión que se respiraba, que presentí que algo estaba por suceder en cualquier momento. Hasta que finalmente pasó. Una noche, el loco, al entregar una flor, se le escapó accidentalmente de las manos y cayó en la falda de una mujer que comenzó a gritar, asustada, al ver al loco intentar recuperarla. Y fue entonces que ante las airadas quejas de la mujer, que según dijo se sintió «manoseada», el dueño del local, ya definitivamente cansado del loco, lo instó a retirarse. Había que ver y escuchar la desesperación del inocente gigante por tratar de ensayar su disculpa en un lenguaje tan ininteligible que parecía no humano y que solo sirvió para hacer perder aún más la paciencia de su verdugo que, con el auxilio de un ayudante, lo sacó por la fuerza a la calle. Después de eso el loco se quedó un largo rato en la vereda de enfrente, agachado casi en posición fetal, aferrado con sus brazos a sus rodillas y con la cabeza apoyada sobre ellas. De vez en cuando, levantaba su rostro mirando hacia adentro como si hubiera sido expulsado de su pequeño paraíso. Se quedó así hasta que de pronto, se levantó y se fue alejando muy rápido como si se hubiera acordado de algo que no podía esperar un segundo más. Toda esa noche no pude sacar de mi cabeza la expresión de sorpresa y tristeza que tenía el loco en su cara, mientras era arrastrado fuera del local. Tampoco podía borrar de mis oídos sus gemidos a modo de disculpas y sus ruegos para que lo dejaran permanecer dentro, mientras el dueño le repetía una y otra vez que no lo quería volver a ver más por el lugar.

Finalmente, el que no regresó fui yo. Seguramente tampoco el loco que, según me comentó un vecino unos días más tarde, solía rondar la zona de la estación del tren. «Se consiguió un nuevo trabajo», me dijo burlonamente. Y una noche lo encontré. Caminé hacia él despacio, tratando de pasar inadvertido, sólo para observarlo. Se encontraba nuevamente agachado, como la última vez que lo había visto. Pero esta vez ocupado en alimentar con unas migas de pan y leche a una decena de gatos que lo rodeaban y se peleaban entre sí por alcanzar sus manos repletas de comida.

El tiempo pasó y por alguna razón de tanto en tanto lo busco por el barrio hasta que finalmente lo encuentro. Sólo entonces me quedo tranquilo porque lo veo feliz en su propio mundo.


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Sergio Leibowich es un autor que reside en Buenos Aires (Argentina).

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La fortuna y Las hermanas

- Ilustración relato: Fotografía por Mamen Moruno Nadal (argallon[at]msn.com) ©