Juan de Dios
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Antonio
García Francisco
Los protagonistas de esta historia
son varios, pero destaca uno entre todos: Juan de Dios.
Hoy en día viven muchos
que conocieron a este modesto personaje, pero no se ponen de acuerdo
en su descripción. Unos dicen que era alto, otros que bajo; éstos
que rubio, aquéllos que moreno, no falta quien porfía a favor de una
calvicie innegable; también hay quienes afirman que era empleado del
Ayuntamiento, si bien este grupo se divide a su vez entre los que
recuerdan que era secretario municipal y los que saben a ciencia cierta
que se trataba de un simple escribiente. Y de las descripciones que
dan quienes le conocieron se deduce claramente que su edad era indefinida:
ni joven ni mayor, aunque también añaden un detalle de vital importancia
tanto los que dicen que no era delgado como los que defienden que
tampoco era grueso.
Sea como fuere, hay unanimidad
en una cuestión: a Juan de Dios le gustaba el vino. No como una afición,
pues todas las opiniones se ajustan en que lo bebía casi con la soltura
de un experto profesional, con una aplicación, un virtuosismo y un
empeño tales que no había brindis en las tabernas del puerto ni acto
social público en el que no se le viera con su inseparable vaso en
la mano, ni en el que no se pronunciara su nombre en caso de no hallarse
presente, al mismo tiempo que se preguntaban si no estaría enfermo.
De todos modos, para diferenciar entre trabajo y placer, diremos que
el vino simplemente era su afición favorita.
Queda pues claro y no se
admite dudas a este respecto: a Juan de Dios le gustaba el vino.
Bien, ya tenemos a nuestro
personaje. Ahora vamos a situarle en su escenario geográfico.
Aunque sus biógrafos tampoco
se ponen de acuerdo sobre si era natural de Pontevedra o de Lugo,
queda establecido meridianamente que nuestro hombre era gallego. De
eso nadie tenía duda, pues de demostrarlo de manera involuntaria se
encargó él mismo en innumerables ocasiones. Y nuestra historia transcurre,
cómo no, en Galicia, en un pueblo de la costa Norte, próximo a Asturias.
Y ya sólo nos queda colocar
a Juan de Dios y esta anécdota suya en el escenario temporal en el
que se desarrolló, y que no es otro sino la primera mitad del pasado
Siglo XX, en la entonces recién iniciada posguerra. Digamos que corría
la primavera de 1940 por ceñirnos lo más posible a lo que todos recuerdan
de nuestro protagonista.
En muchos pueblos gallegos,
sobre todo en los del Norte, existe la costumbre religiosa de representar
en Semana Santa una especie de auto sacramental similar a los que
se desarrollan por las mismas fechas o en Navidad en otros pueblos
de España, sólo que aquí se suele llevar a cabo de una manera más
sencilla. Si alguien que lea estas líneas conoce la zona, sabrá ya
que me estoy refiriendo a lo que se da en llamar «el encuentro», cuyo
invariable argumento no es otro sino la escenificación mediante imágenes,
también llamadas pasos, del cruce que tuvieron en las calles de Jerusalén
hace casi dos mil años cuatro personas: Jesucristo cargado con la
cruz y camino del Calvario, la Virgen María, la Verónica y San Juan.
Y hasta aquí hemos llegado.
Tenemos a Juan de Dios situado en un pueblo del Norte de Galicia en
la Semana Santa del año 1940.
Conviene en este momento
comenzar la narración al tiempo que preparamos un poco mejor el escenario.
En el pueblo donde Juan
de Dios ejercía con tanta utilidad su profesión y con tanta diligencia
su pasatiempo favorito solíase representar el encuentro el día de
Viernes Santo por la mañana, a eso de las siete o las ocho, horas
que hoy en día serían impensables. El lugar era la llamada Praza d’Abaixo,
una tranquila placita céntrica en una de cuyas fachadas existe un
balcón al cual se sube un predicador a narrar el acontecimiento, intercalando
en su vehemente oratoria expresiones piadosas destinadas a mover a
la fe a los asistentes. En dicha plazuela concurren tres o cuatro
bocacalles, en cuya embocadura se colocan las imágenes, es decir,
los pasos que van a intervenir. Frente al balcón donde el elocuente
orador recita sus ardientes frases se colocan en una acera alta con
escalones a modo de graderío los espectadores que a ese efecto se
han congregado llevando en sus manos ramitos de mirto.
Así, si la memoria no me
falla, pues solamente una vez he presenciado el acto, concretamente
el día en que me relataron la historia que trato de plasmar en estas
líneas, en primer lugar aparece el Nazareno cargado con la cruz. Narra
el predicador cómo fue el proceso que tuvo lugar la noche anterior
que culminó con la sentencia a muerte del encausado.
—«... aquellos indignos
jueces, jueces hipócritas, jueces equivocados, jueces de corazón tan
duro como el pedernal que guiados por el poder terrenal deliberadamente
ignoraron tu condición divina y ahora te envían al Calvario cargado
con tu cruz, la cruz de sus pecados, la cruz de nuestros pecados...».
La imagen de este Nazareno
es articulada, y cada vez que el orador, en aquellos días de la historia
que nos ocupa se trataba de un fraile franciscano, hace alusión a
las caídas de Jesús camino del Calvario, la talla se arrodilla.
—«...caes por segunda vez,
caes por nuestros pecados, pero te levantas, como se levanta el alma
que aspira a...».
En el momento adecuado,
hace alusión a la Virgen María, y allí, por la bocacalle que año tras
año la corresponde, aparece llevada a hombros la talla de la Dolorosa.
Se encuentra en el centro de la plaza, el fraile lanza exclamaciones
del dolor de la madre al ver al hijo:
—«¡Hijo, hijo!, ¿Qué te
han hecho?, ¿Por qué te lo hacen, si tú todo eres bondad y dulzura?,
¿Qué has hecho, cuál ha sido tu ofensa?...».
Y frases similares, encendidas
de pasión mística, con su arrebatada voz rebosante de emoción.
Después hace alusión a la
Verónica y... ¡Pum!: por su correspondiente bocacalle aparece la talla
de una mujer llevada a hombros sobre su anda con un pañuelo plegado
que se dirige al encuentro de la talla del Nazareno.
—«...una mujer del pueblo,
llamada Verónica, se dirige al divino Maestro para enjugar la sangre
y el sudor de su rostro. Le acerca un paño y ¡oh, milagro!, el sagrado
rostro queda grabado allí para siempre...» —decía más o menos el buen
franciscano desde el improvisado púlpito.
Y llega el momento en que
ha de aparecer Juan, el discípulo amado.
—«... y doblando una esquina
aparece un joven esforzado, aparece Juan...».
Aquel día, por la causa
que sea, los portadores de la imagen representadora de San Juan no
tenían el oído demasiado fino, lo cual había ocasionado que este paso
saliera el último, cuando su lugar era el segundo. Sea como quiera,
el paso no se mueve de su bocacalle, ante lo cual el buen franciscano
se ve obligado a levantar la voz para forzar la entrada en escena:
—«... ¿de dónde vienes,
Juan? ¿De dónde vienes tan demacrado? ¿De dónde vienes con esas ojeras,
con esa fatiga en tu cara?».
Ni por esas. Los porteadores
de la talla no oyen y San Juan sigue allí, quieto, clavado en la esquina.
Pero hete aquí que en esos
momentos entra por una bocacalle opuesta a aquella a la que todos
dirigían sus miradas un hombre, funcionario municipal sin lugar a
dudas, ni alto ni bajo, ni rubio ni moreno ni calvo, ni grueso ni
delgado, ni joven ni mayor, un hombre que camina cabizbajo con paso
ligeramente errático, tímido, como avergonzado de verse de repente
frente a sus vecinos concentrados, no sabe bien si temprana o tardíamente,
pues desde que salió ayer a las tres de la tarde regresa ahora a su
casa. En menos palabras, entra nuestro Juan de Dios.
Y ya a voz en cuello grita
el buen fraile para que le oigan los portadores del renuente San Juan,
insistiendo, machacando con el volumen y tono de voz el nombre «Juan»
para que les llegue a los adormilados costaleros aunque solamente
sea una vez:
—«¿De dónde vienes, Juan?
¿De dónde vienes tan de mañana, Juan? ¿De donde vienes tan demacrado,
Juan?...».
Y ahí fue donde sucedió.
Nuestro buen Juan de Dios, que trataba de pasar inadvertido por entre
la multitud camino de su casa, tal vez con la noble intención de meterse
en cama hasta la tarde para dormir la resaca y comenzar de nuevo,
se paró en seco y sintiéndose descubierto, contestó en medio del silencio
sepulcral que inundaba la atestada plaza, usando el mismo tono y volumen
que el apasionado predicador:
—«¿Eu, carallo? ¿De dónde
vou vir? ¡Da casa da 'Birosca'!» (1).
Aquello fue el acabóse.
Al silencio inicial que produjo la respuesta de nuestro amigo Juan
de Dios siguieron en un par de segundos, la risotada de los hombres
que se guiñaban el ojo entre sí al tiempo que se daban codazos por
lo bajo, y las exclamaciones de las escandalizadas mujeres, algunas
visiblemente hipócritas, que acabaron también riendo de buena gana
al descubrir que a Juan de Dios no solamente le gustaba el vino.
Y en esto sí que son unánimes
todos los cronistas locales: el predicador acabó el sermón como pudo,
las imágenes procesionaron tambaleándose al ritmo de las risas de
los que las llevaban a hombros, los rezos se interrumpían por continuas
carcajadas, las lágrimas que se vertían eran más de risa que de dolor
o penitencia, Juan de Dios se fue a su casa con la conciencia tranquila
tras confesar su pecado nada menos que a un fraile y con el oculto
y firme propósito de volver a las andadas esa misma tarde, y todos,
absolutamente todos, comentaron el incidente durante años, tantos
que aún hoy ha llegado hasta ustedes tal y como me lo contaron hace
unos días. O al menos yo así lo he entendido.
(1) En gallego. En castellano sería: «¿Yo, coño? ¿De dónde voy a venir?
¡De casa de la 'Birosca'!».
Por el contexto se adivina el motivo de la visita.
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ANTONIO GARCÍA
FRANCISCO
es el realizador de la Sección
de Humor en Almiar / Margen Cero.
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por
Pedro M. Martínez ©
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