La elección
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Rosario
Alba Álvarez
Aquella nochevieja,
con catorce años, tuve que elegir entre Paco, Jesús o Juan Pablo.
Los tres confesaron adorarme. Fue una noche gloriosa. Paco no debió
besarme de aquella manera, ni Jesús tratar de convencerme de que era
la chica más guapa del guateque, ni tampoco Juan Pablo tenía por qué
deslumbrarme con los siete sobresalientes que le habían coronado como
el mejor alumno de clase.
Se me quitaron las ganas de bailar, tenía que
pensar en ellos, me habían dado un ultimátum. Tuve que elegir entre
la pasión de Paco, los cumplidos de Jesús o el cerebro de Juan Pablo.
No dormí en toda la noche y al día siguiente
andaba como sonámbula por el pasillo de mi casa con sus caras metidas
en la memoria. Creo recordar que al final, después de tanto pensar,
elegí mal. La pasión de Paco me dio miedo, me inquietaba y la sabiduría
de Juan Pablo no me impresionó lo más mínimo, así que le dije a Jesús
que sí, que siguiese diciéndome aquellas cosas tan bonitas, que insistiera
en lo del color de mis ojos y en el tipo de bailarina que se me estaba
poniendo. Pero fue un error, un grandísimo error, al principio estaba
encantada con mi elección, pero pronto me cansé de tener a mi alrededor
aquel moscón que no sabía otra cosa que dorarme la píldora constantemente.
No acerté con el chico de mis sueños pero aprendí
la importancia de las decisiones. Desde aquel día le cogí el gusto
a elegir. Elegir cualquier cosa: un árbol, un bombón, un cuadro, un
personaje de ficción, una casa, una mascota… Desde aquella noche me
encantó para siempre elegir cosas y bautizarlas, hacerlas mías.
Pero no es fácil acertar, hay que pensar un poco
antes de decidirse, el tiempo suficiente para rechazar las ofertas
menos apetecibles y estudiar despacio lo más interesante, tomarse
un tiempo; pero no excederse meditando, porque entonces se llega a
un punto en que ya no se sabe lo que se quiere y seguro, seguro, que
se elige mal.
Así también me pasó el día que mi padre me preguntó
que qué iba a ser de mi vida, que si no quería seguir estudiando que
a qué me iba a dedicar…
—¿Qué posibilidades tengo? —le pregunté.
—¡Y yo qué sé! —le contesté enfadado porque él
quería que fuera a la universidad.
Entonces le pregunté a mi madre: —¿Mamá, si no
sigo estudiando qué podría hacer?
Ella, conociéndome como me conocía me dio tres
posibilidades:
—Hija, tú sabrás, pero podrías trabajar con papá
en la farmacia, o meterte en esa Escuela de Teatro de la que tanto
hablas, o, o…
—¿O qué, mamá?, dilo de una vez.
—Pues, eso, que también tienes la pizzería de
al lado, seguro que no se te da mal lo de camarera.
Ya tenía las tres posibilidades, ya podía escoger.
Me lo pensé unos minutos y de momento me pareció más atractiva la
idea de estudiar teatro, pero luego también me sedujo el hecho de
entrar a trabajar, de ganar mi primer sueldo.
Rechacé, después de mucho pensar el puesto en
la farmacia de mi padre, así que por eliminación iba a terminar trabajando
en la pizzería. Sin embargo como tampoco estaba muy decidida volví
a replanteármelo todo y tanto lo pensé, tantas vueltas le di, que
al final me decidí por la farmacia de mi padre. Otro error, otro tremendo
error del que siempre me he arrepentido.
Y es que mi padre siempre tuvo la mente muy cuadrada
y tenía que ser siempre lo que él dijese. Yo pensaba que los medicamentos
se podrían colocar por el color de la caja, por ejemplo: los azules
a la derecha, los granates a la izquierda, los verdes de frente, o
también se podrían clasificar según su función, por ejemplo: analgésicos
al fondo, ansiolíticos en el centro, antiinflamatorios delante… o,
¿por qué no?, también por el número de paquete, habría tres posibilidades…
podríamos elegir una de ellas…
Bueno, pues nada, mi padre decía que por alfabeto,
que era la única manera, que no me pusiera pesada, que si no entendía,
que me callara.
A pesar de haber cumplido ya lo veinte años continué
teniendo problemas para elegir a los chicos. Atravesé épocas en que
hubiera sido imposible decantarme por alguno, porque no se me cruzaba
ni una sola posibilidad. Sin embargo otras parecía que todo el barrio
estaba pendiente de mí, entonces le decía a mi madre que Goyo era
muy majo, que menudo tipo tenía, y vaya porvenir el de Sebas, notario
por lo menos… luego pensaba en Paco… madre mía Paco, como seguía besando
Paco, bueno, eso no se lo dije nunca a mi madre… al final lo único
que conseguía era liarle la cabeza a la pobre, y casi siempre desaprovechaba
la buena racha dándole vueltas a la cabeza, y cuando me había decidido
por uno, resultaba que se habían desperdigado todos y ya no interesaba
a nadie.
Pasé unos años muy aburridos, de la farmacia
a casa y de casa a la farmacia. Era tan soporífero todo que pensé
en sacarme el permiso de conducir a ver si me animaba.
Resultó una buena idea. Por fin salí del letargo,
iba a todas partes con el libro de test de maniobras y señales de
Tráfico, era el Gran Mundo de las Tres Posibilidades. Leía la pregunta
despacio, me quedaba pensando y luego cogía el lápiz y me decidía
a señalar con una equis la A, la B o la C… sí, era mejor girar a la
derecha, no, no, dar la vuelta a la glorieta, bueno yo creo que mejor
seguir recto. Todos los problemas tenían tres opciones y una solución
acertada, yo solo tenía que señalarla, estaba encantada, la vida me
parecía mucho más fácil, más feliz.
Roberto, mi vecino del 4.º, a veces me ayudaba
con los test y me decía donde fallaba, y me explicaba las velocidades
a las que se podía ir en población y las máximas en autopistas. Lo
pasábamos bien y los domingos, cuando me invitaba a salir, siempre
me ofrecía tres posibilidades:
—Podemos ir al cine, me decía, echan una del
espacio, pero bueno, también podemos pasarnos por la cafetería de
la Gran Vía, esa que tiene tantos dulces en el escaparate… lo pasaremos
bien, pero bueno, si no quieres, cogemos el coche y practicamos el
aparcamiento, ¿qué te parece, por cuál te decides?
Cuando Roberto quiso que me casara con él, me
lo dijo de tal manera que tuve que decantarme por una de sus respuestas:
—Mira —me dijo—, he consultado con una agencia
y me han aconsejado estos viajes, a ver que te parecen: un crucero
por las islas del mar Egeo, quince días en un hotel de Ámsterdam y
la última posibilidad: Cartagena de Indias, ¿a ver, tú qué dices?
A mí no se me había pasado por la cabeza casarme
y mucho menos con Roberto, pero las opciones de la agencia eran tan
sugerentes que tuve que decidirme: —Pues yo me perdería por el mar
Egeo, ¿y tú?
—¡Estupendo! —dijo—, mañana después del trabajo
nos pasaremos por la agencia.
Y así fue como decidimos casarnos, de la manera
más tonta, cogiéndome a traición. Aunque debo reconocer que Roberto
siempre fue una gran persona, eso no se le puede negar.
Dos años después, en el paritorio, el médico
me dio a elegir entre la anestesia epidural, general o a pelo. Mi
marido me miraba aterrorizado y me suplicaba que me decidiera de una
puñetera vez.
—¡Epidural! —grité aprovechando un paréntesis
entre contracción y contracción.
Tuve trillizos a la media hora, tres maravillas;
ya en la habitación del hospital mi madre lloraba de alegría, mi padre
también, y yo no sabía que hacer si descansar un poco, si pedirle
a mi marido que nos hiciera unas fotos a todos, o rogarle que me dejase
mirar aquel florero con tres rosas blancas que me trajo mi padre.
Mi madre decía que qué bonitas, yo le decía que no eran exactamente
iguales, que la tercera empezando por la derecha era la más perfecta,
la más deslumbrante.
Los críos empezaron a llorar y yo le pregunté
a la puericultora que qué podrían tener.
—Hambre —contestó muy segura.
—¿Hambre sólo? —le pregunté desolada esperando
oír otras dos posibilidades.
—Bueno —añadió mi madre—, también pueden tener
gases ¿no?, o sueño…, seguro que tienen sueño.
Todos sonrieron y yo mirando a mis niños se me
caía la baba, luego apoyé la cabeza en la almohada y pensando, pensando,
en los tres nombres más bonitos del mundo… me quedé completamente
dormida.
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CONTACTAR CON LA AUTORA: charoalbaalvarez(at)hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO: ¿Sueño?,
fotografía por Olga Taravilla Baquero,
participante en la
1.ª Muestra de Fotografía Almiar (2002) ©
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