Cinemascope
Agustín
Calvo Galán
Ana, la Anita de entonces,
leía mis torpes versos de adolescente. Ella escribía pequeñas historias
de amantes que se alejaban para volver poco después, y acababan besando
a sus amadas frente a atardeceres con fondos de costa desértica o
praderas verdes en valles de eternas primaveras en floración. También
había heroínas apasionadas pero pobres, que triunfaban por encima
de las hipocresías sociales y conseguían llevar hasta el altar a hombres
ricos y elegantes que las trataban como a princesas.
Ella
tenía diez años y yo doce cuando empezamos a llenar páginas y más
páginas blancas con nuestros pequeños garabatos incomprensibles. Hasta
que papá nos trajo una vieja Olivetti de su oficina y la tipografía
nos inspiró el respeto necesario hacia las palabras impresas. Aquella
máquina, negra y vetusta, a la que se le había roto la tecla de la
letra zeta, aparece en una foto en la que Anita y yo fuimos retratados
con el uniforme escolar.
Leíamos juntos las novelas rosas y azules que mamá sacaba de su librería
y dejaba a Anita con cierto recelo, ten cuidado, le decía, no vayas
con prisas, estos libros están muy viejos ya y las páginas se rompen
con demasiada facilidad. Entonces, mientras pasábamos muy lentamente
las páginas, pensábamos que Emma Bovary o Ana Karenina eran dos más
entre todas aquellas mujeres románticas que tanto nos gustaban.
A mí siempre me regalaban cómics de guerreros medievales, de detectives
privados con cierta tendencia al hedonismo o de hazañas de guerreros
de la Segunda Guerra mundial. Los leía con cierto desdén, pues yo
prefería las novelas de mamá, sin dibujos, donde había que imaginárselo
todo, las caras, las situaciones, los paisajes, las sonrisas y las
lágrimas de los protagonistas.
Los veranos estaban llenos de luz, la terraza de nuestra casa en la
costa se orientaba hacia el oeste y podíamos contemplar unas puestas
de sol magnificas sobre la planicie. Tengo fotos de Anita en la terraza,
las que nos hacía mamá por las mañanas, cuando nos poníamos el bañador
y salíamos corriendo hacia la playa, o por las tardes, cuando nos
refugiábamos del calor bajo el porche y nos poníamos a leer o escribir,
y siempre acabábamos el día jugando a cartas con mamá y papá. En realidad,
papá venía los fines de semana; solamente cuando llegaba el mes de
agosto dejaba de ir a la ciudad cada lunes por la mañana a primera
hora, y se quedaba para acompañarnos a la playa y jugar con nosotros
al tute, al remigio o al burro después de cenar.
Por las noches llegaba el silencio, con las ventanas abiertas entraba
en las habitaciones la brisa fresca del mar y, desde la cama, podíamos
oír el romper sereno de las olas en las arenas cercanas. Todos aquellos
veranos los conserva mamá en sus cajas de fotos, desde el blanco y
negro, amarillo ya, hasta los colores, año tras año, creciendo en
estatura e ilusiones, retratados en la felicidad para el resto de
nuestras vidas.
Durante nuestras estancias estivales en aquella casa junto al mar,
nuestro ritmo de lectura no era tan intenso, había que disfrutar de
la naturaleza, de la libertad de poder estar continuamente en el exterior,
bajo el sol, o bajo un cielo limpio, azul e intenso, casi tanto como
el mar, recorriendo senderos con las bicicletas al atardecer. Además,
tanto Anita como yo solíamos ser estudiantes muy aplicados, y no nos
quedaban nunca asignaturas pendientes para septiembre, así que a descansar
la cabecita, como decía mamá, que el curso que viene tendréis que
aprender muchas cosas nuevas y ya os harán leer libros en la escuela.
Siempre volvíamos a casa con alguna concha vistosa, con algún insecto
condenado a sobrevivir el final de sus días dentro de un tarro de
vidrio. Una vez volvimos con un casco militar. Papá se sorprendió
mucho de nuestro hallazgo y nos pidió que le llevásemos hasta donde
lo habíamos encontrado. El casco era muy parecido a los que llevaban
los alemanes en las películas y en los cómics sobre la Segunda Guerra
mundial. ¿Alemanes? ¿Qué hacían los alemanes aquí? Se preguntaba papá,
al día siguiente, mientras nos acompañaba hasta el escondrijo donde
habíamos encontrado el casco, y se respondía sin dudarlo, no es posible,
nos decía, aquí no llegaron los ejércitos alemanes.
Se trataba de una casa en ruinas, devastada por el fuego, cerca del
mar, alejada del resto de edificaciones de la población. Nunca habíamos
entrado allí, nos daba miedo aquel lugar solitario; el casco lo habíamos
encontrado junto a una pared caída. Ante nuestro estupor, papá se
atrevió a entrar en su interior, nosotros le seguíamos detrás, temblando
de espanto y de excitación. Teníamos que haber traído la linterna,
dijo papá, mientras recorría las estancias vacías. El techo había
desaparecido y el suelo estaba lleno de piedras y cascotes que teníamos
que ir sorteando. En una de aquellas habitaciones descubrió una montaña
de cascos militares, todos exactamente iguales al que habíamos encontrado.
Papá no daba crédito a lo que veía. Su sorpresa y nerviosismo hizo
que Anita y yo nos sintiéramos protagonistas de una historia inventada,
una de aquellas novelas de Enid Blyton, donde las pandillas de muchachos
rescataban animales, resolvían enigmas y encontraban tesoros.
En los siguientes días papá buscó, en la librería del pueblo, libros
sobre la Segunda Guerra mundial. Compró unos cuantos con grandes fotos
en blanco y negro. También se dedicó a preguntar por todas partes
sobre la presencia de soldados alemanes en aquella costa. Nadie sabía
nada de soldados alemanes; allí los únicos alemanes que venían eran
turistas en pantalón corto, sandalias y camisas de estampados florales,
con sus rubias melenas al viento, nunca cubiertos con cascos militares.
Sin embargo, el ejército alemán había estado allí, pero no un ejército
verdadero, sino un ejército de mentira, un ejército de actores. Alguien
recordó, de repente, que hacía unos cuantos años se había rodado en
las playas cercanas al pueblo una película sobre un desembarco de
la Guerra Mundial. Había alemanes y americanos, como en todas las
películas de guerra, pero a excepción de los papeles protagonistas,
tonto los alemanes como los americanos habían sido interpretados por
habitantes de la comarca. A cambio de comida y bebida y cuatro duros
por día, tenían que vestirse de militares, saltar de camiones o de
barcazas con el fusil entre las manos, gritar con ardor guerrero,
correr en tropel desorganizado entre el humo, los tanques y las explosiones
simuladas. Todos rememoraron durante el rodaje sus tiempos del servicio
militar. Los más viejos habían recordado los tiempos de la Guerra
Civil.
Aquel acontecimiento dejó en la población una huella profunda de desconfianza
hacia los artistas de cine, como ellos llamaban a cualquier persona
que trabajase en la realización e interpretación de una película.
Al parecer, cuando se estrenó la película organizaron en el pueblo
una gran excursión a la ciudad. Cada persona que había participado
en la película quería verse reflejado en la pantalla grande. La decepción
fue mayúscula, pues aquella escena del desembarco apenas duraba unos
minutos y nadie pudo reconocerse entre las multitudes uniformadas
que se arrastraban o pasaban tras el rostro en primer plano de los
protagonistas.
Anita y yo, al decaer el sol, nos montábamos en las bicicletas e íbamos
a ver nuestro tesoro, cuando el sol empezaba a declinar su presencia
en la casa abandonado. Cogíamos uno de los cascos, lo limpiábamos
con las manos, lo sacábamos de la casa y lo depositábamos sobre la
arena, frente al mar, a modo de caparazón de animal marino o de roca
emergente en extraña firmeza. Imaginábamos la gran batalla en la playa,
con el director que extendía su mano y lanzaba las masas al ataque,
el desembarco, el cuerpo a tierra al llegar a la arena, las explosiones,
los grandes barcos a lo lejos, disparando cañonazos que retumbaban
por toda la costa. Y, por última, la victoria final, porque siempre
había un bando que ganaba, un ejército vencedor y otro derrotado,
un ejército que avanzaba y otro que retrocedía. La película se desplegaba
ante nosotros en cinemascope, con márgenes negros arriba y abajo,
como tantas películas de guerra que, durante aquellos veranos, a menudo
ponían en la tele al mediodía.
Una de aquellas tardes aparecieron unos chavales que no habíamos visto
nunca antes, debían de ser de algún pueblo cercano. Se habían enterado
de la existencia de nuestro tesoro militar y venían a apoderarse de
él. Desde lejos los vimos rodeando la casa abandonada. Dejamos nuestras
bicicletas escondidas entre matorrales y nos acercamos con cautela.
No nos dejaron entrar, habían tomado la casa por completo. ¿Qué pasa?
Decía uno de ellos, ¿acaso son vuestros los cascos? Claro que son
nuestros, les decía yo mientras Anita callaba aterrada y me estiraba
del brazo intentando que no me acercara más a ellos, nosotros los
descubrimos.
Uno de ellos vino hacia mí y me empujó con todas sus fuerzas. Caí
al suelo, justo a los pies de mi hermana. ¡Quita marica! Gritó. De
repente todos gritaban, ¡marica! ¡marica! ¡marica! ¡cobarde! Yo no
podía levantarme del suelo, Anita hacia lo posible por arrastrarme,
intentando alejarme de su griterío. ¡Cobarde! ¿No quieres jugar a
la guerra? ¡Marica! ¡Vete a jugar con niñas! Me señalaban uno a uno
y reían. No podía moverme, algo desconocido me agarraba desde la barriga
y me ataba al suelo, inmovilizando todos mis miembros, aterrorizando
mi capacidad para reaccionar.
Vamos, Javi, que se queden con todos los cascos si quieren, no valen
nada, decía Anita ayudándome a ponerme en pie, ya hemos jugado suficiente
con ellos. Al fin, gracias a los esfuerzos de mi hermana, pude levantarme,
les dimos la espalda y nos pusimos a correr en dirección a las bicicletas.
Ellos siguieron gritando y riendo desde las ruinas de la casas, ¡marica!,
¡cobarde!, con más intensidad cuanto más nos alejábamos.
Al llegar a casa ni Anita ni yo explicamos lo sucedido a nadie. Habíamos
perdido nuestro tesoro, habíamos perdido en la guerra sin mostrar
disposición para el combate. Nunca más volvimos a aquella casa abandonada,
nunca más se desplegaría ante nosotros el desembarco y la batalla.
Nunca más volví a soportar ninguna película bélica.
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gmunter[at]hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez
(Imagen incluida en el vídeo
Solitudes) ©
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