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Aromas
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Virginia Berenice Rocha Salazar


Salgo de mi cotidianidad. Cierro el cajón del mueble de madera con lámina, pongo llave, y dejo los problemas y pendientes anotados en la agenda con pasta de piel para continuarlos al siguiente día. Tomo mis pocas pertenencias personales, una bolsa y los cuadrados recipientes de plástico con el resto de alimentos de la jornada.

Salgo del lugar de actividades específicas, dejando atrás paso a paso el aroma a papel impreso fotocopiado o reciclado y el calor concebido por las bombillas de las lámparas y las máquinas con pantalla de trabajo que durante ocho horas o más están encendidas.

Escalón a escalón se escucha el pisar de los tacones que dejan resonancia haciendo eco del cansancio. Llego hasta la maquinita con manecillas que marca mis tiempos de entrada y salida, y así castiga mis destiempos por igual. La luz del cielo ilumina mi cuerpo al dirigirme hacia las puertas de cristal que están abiertas, aludiendo a bien venir a cualquiera que pase enfrente de ellas. Sigo bajando los escalones para dirigirme hacia el paradero de camiones de transporte público. Busco en mi bolso algunas monedas que me den paso hacia los asientos del fondo del móvil. Me siento y observo a la gente que sube, tratando de encontrar algún rostro conocido. Miro por la ventana dejando la mente en blanco y tratando de no pensar en los próximos 30 minutos que tardaré en llegar a mi destino.

Durante los 20 minutos que dura mi recorrido en transporte, percibo el sudor de la gente que sube, que baja, que se sienta a mi lado. Así como los aromas delicados del resto de shampoo que por la mañana lavaron su cabello. El leve aroma floral, dulce, y cítrico de esencias de frutas que una que otra persona roció en su cuello, muñecas o axilas. Escucho vagamente conversaciones que se quejan, sueñan, recuerdan o programan.

Observo aproximarse el lugar que me indica que es en donde tengo que descender, y me levanto para hacer uso del botón rojo que anuncia mi bajada. Con cuidado de no tropezar con el tacón y escalón me muevo para pisar la banqueta y así mismo cuidando de no ser arrollada por algún brutal conductor de algún otro vehículo. Cruzo rápidamente para continuar mi camino andando. Paso por el negocio en donde un homosexual corta, arregla, peina, pinta, despinta, lava, cubre y mil actividades por inventar con el cabello para satisfacer la demanda y gusto de la gente. Percibo el aroma a peróxido que se penetra en los ojos haciendo derramar lágrimas de ardor. En el local de a lado, su competencia, una muchacha tratando de imitar tendencias del bonche de revistas que adornan su estancia.

A dos casas de ahí, avanzando la calle, por la esquina, el olor me recuerda el desagrado que me causa la suciedad de las heces fecales y orines de los caninos. Se observa muchos pelos en la banqueta y restos de croquetas mal comidas. Y al fondo se escuchan los ladridos de quienes no se dejan, cortar el pelo, revisar o inyectar.

Más adelante huele a resistol, piel, y madera y en la entrada del local sobresalen algunos muebles que esperan ser retocados en sus vestiduras, así como chiflidos dirigidos hacia mi persona y comentarios haciendo alusión a mi belleza de mujer, a pesar de mis esfuerzos por evitarlos cruzando hacia la acera de enfrente. Teniendo conocimiento que en el local en donde lavan y planchan la ropa de la gente que acude a ella saldrán los mismos sonidos de hombres que trabajan en las máquinas de planchar y sudan a chorros por el calor y vapor de trabajo.

Paso por donde venden infinidad de abarrotes, y se aprecia el aroma combinado de todo ello, entre cereales, fruta y cervezas, en mi mente vagan las paletas heladas de sabores que deleitan el paladar. Sin detenerme a comparar sigo mi camino para llegar hasta la esquina de la cuadra indicada por un cruce de vehículos y semáforos, en donde espero a que pueda cruzar sin tener problemas de ser arrollada. Entre el olor a carne cocida del puesto de tacos de la esquina, a mi lado camina un hombre joven que desprende un aroma a frescura, su loción me envuelve al mismo tiempo, que dirige su mirada hacia mis ojos y me sonríe. Recorre mi blusa escotada y el pantalón que deja ver el contorno de mis piernas, y regresa a posar sus ojos en mis labios, sorprendiéndose de mi sonrisa como respuesta a la suya, sin imaginar que se la devolvería.

Volteo la cabeza y veo la luz roja que detiene a los automóviles y me indica pasar. Camino y presiento la mirada de un conductor de un automóvil de lujo que observa mis movimientos desde su asiento, volteo y miro a un hombre maduro vestido de traje que recargado en su mano sobre la ventana me mira, sigo avanzando hasta llegar a la acera de enfrente.

Me detengo un instante en el puesto de periódicos leyendo los encabezados de algunos de ellos y de algunas portadas de revista que anuncian frivolidades. Sigo por debajo de los árboles que se deshojan en otoño que ahora gotean por el resto de la lluvia que acaba de caer, horas antes de mi hora de salida. El olor a tierra húmeda, me recuerda a esos días de adolescencia en que salía a acampar con mis amigos y la hierba desprende aromas y colores que iluminan los paisajes de los bosques. La tierra se pega a las suelas de las botas y se queda en alguna que otra prenda que la humedece, pero que se disfruta.

Me despierta de mis recuerdos el olor a aceite vehicular y el rugido de motores de coches que están en el taller, y se repiten los chiflidos de los trabajadores embadurnados de aceite por toda la ropa y manos, que dejan de trabajar para mirarme y codearse entre ellos repitiendo frases que no ladran en su casa, y que sueltan a cada paso de mujer. Los ignoro con mi paso descuidado del rededor, abrazada a mis pensamientos asumiendo el dolor de mis pies cansados por el calzado de tacón que hace menear mis piernas y llamar las miradas de aquellos cantadores de silbidos.

Llego hasta la reja que encierra las casas prohibidas para el peatón ajeno a las viviendas. Busco en mi bolso mis llaves que dan paso a entrar. Y llego a mi destino: una casa llena de realidades fuera de mi realidad. Subo escaleras y abro mi puerta de madera, enciendo velas que despiden sabores dulces, y me encierro en cuatro paredes para dar paso a nuevos aromas que me alejen y me aterricen en mi mundo.



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bereynice[at]gmail.com



ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez
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