Cuentos con la abuelita Nicasia
Alejandro Maciel
Con mis primas Marita y Estela caminando por las calles amplias de Bella Vista éramos tres caricaturas de los dulces pastorcillos de Fátima que tía Nidia, baldada de una pierna y contrahecha, se había empecinado en copiar de unos figurines anticuados. Las mangas almidonadas de Estelita y los cuellos abotonados de Marita hacían perfecto juego con la pequeña chaqueta marrón en la que tía Nidia me había embutido para completar el trío de las estampitas de Fátima.
Mis primas tenían esa mezcla de candor y voluptuosa suspicacia que desarrollan las niñas con los primeros pasos. Los tres habíamos cumplido nueve años y pasábamos largas temporadas en una vieja casona erguida como el último bastión del empedrado antes de arrojarse íntegro: tierra, árboles y pedruscos desesperadamente al río rugiente por una honda barranca.
Bella Vista parecía a lo lejos un apacible
pueblo de provincia al costado de la ruta principal; pero en el
espejismo de las siestas, a pesar del silencio dormido, se agitaba
un torbellino de movimientos felices y siniestros, como en cualquier
pequeña o gran ciudad.
Desde el patio de la casa con su brillante césped que al ser pisoteado olía permanentemente a hierbas, uno podía divisar el río brumoso en el cabrilleo de eneros supurantes. O los atardeceres lánguidos en los que el cielo entraba en celo volviendo las alturas de un púrpura candente.
Bajando la barranca por caminitos sinuosos llegábamos a un jardín de miniaturas que cultivaba la viuda Nicasia, una abuelita regordeta arrancada de cuentos infantiles con su bata bataraza, algún encorvamiento de hombros y la cabeza canosa con un rodete en forma de pagoda. Todas las tardes hurgaba en la tierra de sus almácigas con la serenidad de largos años de viudez y soledad, hincando las macetas para airear la greda y fecundarla con estiércol o guano, rastrillando aquí y allá entre las acelgas morenas y la empalizada de tomateros.
Si no recuerdo mal, prima Marita fue quien inició la tradición de los cuentos bajo la sombra comba de la morera.
—¿Por qué no nos contás un cuentito, abuela?
Nona Nicasia suspiró hondo porque el calor ahuecaba el aire sofocado; tomó asiento en su vienesa abanicándose con la pamela de paja que usaba cuando podaba el hortal bajo los fingidos inocentes rayos del sol y se quejó:
—Hace calor, hijita.
Miró lejos, mucho más allá del cielo donde están los ángeles, según tía Nidia.
—No importa, yo traje una limonada —siguió Marita, que no era de darse fácilmente por vencida— y mientras tomamos un vaso cada uno, vos nos contás alguna historia bonita.
Abuelita Nicasia levantó la vista con esos
párpados pesados y rugosos, traslúcidos y como a punto de resquebrajarse
y fijando los ojos claros en un horizonte brumoso, más allá de
la otra orilla del Paraná, mucho más allá de las islas fantasmales,
empezó a contar la historia del jifero.
Tenía el carnicero Gauto la viciosa manía de alquilar putas para satisfacer sus apetitos cada vez más retorcidos y que doña Amparito, su mujer, no podía indemnizar por causa de su pudor.
Aunque algo obeso, el carnicero mantenía
reflejos propios de un puma cuando los escozores de su mal sexo
lo azuzaban, y era capaz de saltar por sobre el mostrador de mármol
detrás de alguna barragana que se hacía la pundonorosa para forzarla
en la persecución. El sexo es juego.
Al despachar una vianda encargada para celebrar
las bodas de oro de los Silanes, comisionó a su ayudante Antolín
el contrato de alguna de las putas del barrio por esa noche. «Uno
trabaja como un burro y al menos debería aparearse como un toro»,
pensó que no lo dijo, ya que Antolín no entendería ni mu, siendo
como era, cretino de nacimiento. La palabra «aparear» la asociaría
inmediatamente con el verbo «apalear» y del placer pasaría a una
horrible imagen del dolor que nada tenía que ver en el asunto.
El carnicero garabateó unas líneas en un papel de astrasa e hizo
llegar la oferta por medio de la esquela a Rita Corvalán, una
modista con fama de buscona que vivía a dos cuadras de la carnicería.
Antolín volvió con la respuesta mascando un chicle globo. Entre una y otra chuspa el dependiente anunció:
—Dice la Rita que está bien, que necesita
hacerse unos pesos para comprarle el jarabe a la tía que tiene
tisis. Viene a las diez de la noche.
A las nueve y media, el carnicero bajó la cortina metálica y se puso a encaracolar ristras de embutidos silbando una milonga, para guardar todo en la heladera cuatro puertas junto con los restos de agujas, palomitas y tapas de cuadril que habían quedado desparramadas sobre el mármol. Se enjuagó las manos de sangrasa y después se puso a leer el periódico mientras esperaba a la puta.
A la diez en punto, sonó el timbre. Hombre desconfiado, Gauto preguntó: ¿quién es?
«Rita», le respondió la muchacha.
Entró por la portezuela-trampa vestida con una calza de Lycra color obispo, la blusa de algodón muy tomada al cuerpo que dejaba ver dos tetas erectas que se sacudían sin cesar y zapatos de taco aguja de cabritilla-imitación. Al entrar tuvo que agacharse y al maniobrar rozó la traba de la cortina metálica y rasguñó la media de nylon que terminó rasgándose, dejando una estela de piel expuesta: unas carnes firmes y rosadas como pómulos de bebé. ¡La puta madre!, se quejó ella y el carnicero cerró la escotilla con doble vuelta de llave.
—A mamita también se le corrió la media, abuela —dijo prima Estela—, hace unos días cuando podaba el rosal.
—Las medias de nylon son un fastidio, queridita,
creo que se inventaron para eso —asintió abuela Nicasia y siguió
con su relato.
Alguna inquietud sobrenatural ya percibió la vecina desde que entró. La mirada del carnicero parecía sofocar lágrimas prohibidas, se frotaba las manos continuamente husmeando algo goloso que la lengua, obesa y húmeda, se prometía a sí misma en silencio. Torció varias veces la nariz como si alguna molestia lo perturbara hasta que al fin saltó su deseo:
—¡Hoy quiero algo especial, algo virgen! —anunció con voz lúbrica el carnicero mientras Rita, sentada en una silleta de pinotea, movía la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, con la media corrida, al ritmo de una cumbia villera que sonaba en la radio.
—Nadie me gana en la pechocha —dijo, con énfasis un poco publicitario— y podríamos empezar por ahí.
El carnicero negó varias veces con la cabeza como diciendo «no me entusiasma» al tiempo que se recostaba apoyando el brazo contra la mesada y exigía más en la mirada ansiosa. Eso de andar poniendo la verga entre los senos de la mujer alquilada para recibir un frote enérgico no dejaba de ser una masturbación algo sofisticada y nada más.
—¡Quiero algo virgen! —exigió dándole un puñetazo al repasador con el que limpiaba la mesada.
—¿Una buena mamada, acaso? —preguntó la experta.
—¿Y qué? —se irguió con modales rudos el carnicero—, ¿acaso tu boca es virgen?
—Virgen, virgen no es —simplificó Rita un poco fastidiada—, pero mamo bien.
—¿Y el orto? —quiso saber el carnicero guiñando el ojo izquierdo con una sonrisa cómplice y levantando el índice con actitud de proctólogo.
—Me lo rompió mi padrastro hace un tiempo —confesó la muchacha con indiferencia profesional.
—¡Ni hablemos de la coneja! —eructó el carnicero algo enojado—, ya te la habrán roto desde tus primos en adelante, pasando por vecinos y parientes...
—¡Qué tanta virginidad ni qué ocho cuartos!
—se quejó Rita ya un poco harta de tanta insistencia con lo mismo—.
Si tanto quiere una virgen, vaya a la catedral. Yo soy puta y
todo está usado. Si le gusta bien y si no, ya se puede ir al cuerno
a joder con la puñeta!
El carnicero se quedó mudo un momento mirando fijamente la pared. Parpadeó entrecerrando los ojos, se apoyó contra el mostrador y empezó a cincelar el filo de su cuchillo con la chaira. El arma hacía un «chuic,chuic» en cada roce, muy parecido al de los besos fingidos en las novelas venezolanas.
—Está bien —admitió—. Si no hay un agujero virgen, yo mismo puedo abrir uno en tu cuerpo para violarlo a gusto.
Y saltó sobre la muchacha rompiéndole la blusa a tirones mientras ella gritaba tratando de protegerse detrás de la silleta de pinotea.
—¿¡Qué mierda le pasa, grandísimo viejo pelotudo!? —insultó la costurera pillada en sus horas extra.
—¡Santiago cierra España! —clamó el carnicero, que por algo era gallego de pura cepa. Después se abalanzó sobre la muchacha y la dejó en cueros a tirones y cortes de breteles y bandas, como un moderno espadachín. Cuando la tuvo completamente desnuda tomó los vellos del monte de Venus, los tiró y de un cuchillazo rasuró la vulva rosada dejándola calva o casi.
Habiéndose recuperado del estupor inicial, Rita empezó a gritar dando aullidos pero el carnicero tomó la chaira y se la clavó en la lengua, contra la mandíbula, como una brochette. Empezó a brotar sangre que corría por el mentón de la muchacha, desesperada y desnuda.
—¿No tenía frío, abuela? —quiso saber Estelita.
No, qué frío. Hubiese sido piadoso por parte de la naturaleza facilitarle un desmayo, algo que la aliviase pero en la desesperación únicamente atinó a refugiarse detrás de la mesada de mármol aferrándose con fuerza a las barras donde se colgaban los costillares y la carnaza. Al verla indefensa, el carnicero buscó entre su arsenal un machete que usaba para trozar los cortes de espinazo. Un sable largo y un poco romo que levantó sin que la pobre Rita se diera cuenta y de un golpe le rebanó los dos pezones que los tenía apoyados sobre el borde de la mesada, gritando: «¡quiero ubre!».
—¿Y ella no lo demandó, abuelita?
—¡Pero queridita!, los juzgados no atienden después de las diez de noche, y además ella estaba encerrada. El carnicero lo había previsto todo. «Mmmm», apenas pudo decir la pobre porque con la lengua clavada no podía maldecir a gusto.
—¡Pobrecita! —se condolió Estelita, que siempre
fue muy tierna. Tenía los ojos brillantes y si no sollozaba era
por respeto al relato que se hacía cada vez más interesante.
Dos fuertes chorros de sangre salían de los pechos rebanados, Rita trató de huir por el costado del mostrador pero la misma sangre le hacía resbalosa la corrida y terminó cayendo en el piso, encharcada en su propia hemorragia.
—¿Eran baldosas o granito? —intervino prima Marita pestañeando como quien espera la respuesta de un examen final. Marita es obsesivamente meticulosa con todo lo que esté relacionado a la decoración de interiores. En eso salió a la madre. Tía Victorina jamás permitiría que alguien echase las cenizas de un cigarrillo sobre su alfombra ni así fuera el mismo Papa. Y conste que es muy religiosa.
—Creo que era granito —siguió contando abuela Nicasia, como restándole importancia al detalle—, ¡pero muy resbaloso por la sangre!, la pobre Rita, desnuda y sin pezones quería levantarse de un lado y terminaba revolcada del otro; y el carnicero taimado, aprovechando la pequeña distracción de su víctima cambió el tremendo machete por un cuchillo puntiagudo con el que recortaba las milanesas de lomo. Sin decir «agua va» se lo clavó en la pelvis de Rita, un poco al costado del apéndice; hurgó en el tajo un buen ángulo para conseguir el bolsillo de carne que necesitaba y después empezó a desabrocharse el pantalón mientras más y más sangre supuraba desde la nueva herida.
«No hagas ruido, maldita puta», recomendó a la costurera, que trataba de gemir sin ahogarse porque la hemorragia que manaba generosamente de su lengua amenazaba encharcarle la garganta. Cuando tuvo abierta la bragueta se tiró en el piso, empezó a besarle las rodillas, abrió con fuerza el tejido de las medias que se había corrido y lamió varias veces el muslo tibio de Rita llenándoselo de baba. Seguramente por obra del desangramiento, la muchacha empezaba a sentir una asfixia terrorífica y lloraba emitiendo gemidos y con los ojos muy abiertos como último acto de piedad.
—En este mundo alguien juega con cartas marcadas —murmuraba enojado el carnicero, recordando que un diputado le había expropiado un terreno en contubernio con el juez—, y por más que se llore y se grite, la justicia está siempre de parte del más fuerte. Le dio una trompada a Rita que le hizo trizas la nariz haciéndole perder el conocimiento.
—¿Qué conocimiento, abuelita? —intervino Estelita aferrándose a sí misma con los dos brazos sobre el pecho para abrigarse del estremecimiento que la recorría como un rayo.
Todo el conocimiento, el pasado y el futuro se hicieron humo instantáneamente. Rita dejó de sentir. Las cosas seguían sucediendo pero ya no le pertenecían, pasaban fuera de ella que se mantenía fláccida como si durmiera.
El carnicero hurgó en su entrepierna, manoseó varias veces el pene reblandecido hasta conseguir que se pusiera firme pensando en cosas hermosas...
—¿Qué cosas? —quiso saber Marita.
Algunos recuerdos de la infancia que le hacían sentirse bien; siempre los mismos porque no era hombre de imaginación viva. Una tarde a orillas del Mar Cantábrico, mirando las gaviotas que bajaban a hurtar merluzas de las barcas de los pescadores, el olor del salitre contra el rostro, el empuje incesante del mar queriendo abarcar todo lo que alcanzaban a ver los ojos. Queriendo ser absoluto.
Giró el cuerpo de la costurera buscando con el tacto la herida y la penetró contra-natura en el agujero abierto con el puñal. En cada arremetida saltaban chorros de sangre espesa y algo adentro hacía un ruido seco, «chuc, chuc» como de tela rasgándose a tirones. El carnicero, que venía de una familia muy devota, pensó un instante en ángeles. Imaginaba pequeños ángeles translúcidos juntando en copones de oro la sangre de la costurera para llevársela a los pies del Señor como ofrenda. Dios se sentiría complacido porque amaba el sufrimiento; no por nada permitió que se sometiera a suplicio a su propio Hijo hasta matarlo para purgar delitos del vecindario; de manera que la sangre de la pobre Rita sería un bálsamo para el Señor.
¡Quién sabe cuántos pecados desconocidos se estarían redimiendo en ese mismo instante con la sangre de la puta!
—¿Sufrió mucho, abuelita? —cortó la voz de Marita, recta y desentonada como siempre.
—Quien sufre por amor no sufre, porque es un sufrimiento que se olvida de sufrir. Solamente se acuerda de amar —contestó abuela Nicasia.
Como ninguno de los tres comprendió ese juego
de palabras difíciles que sólo conocíamos vagamente, nadie dijo
nada.
Cuando acabó, como si nada, el carnicero Gauto se levantó, volvió a subirse los pantalones y se limpió la sangre que en algunos pliegues de su codo empezaba a formar costras.
—¿Con qué se limpia la sangre, abuela? —indagó suavemente Marita.
Agua y jabón, para empezar. También se puede usar vinagre si ensució alguna ropa, pero el carnicero se conformó con lavarse los brazos y el cuello. En su caso, un poco más o menos de sangre en los trapos no hace mucha diferencia. Rita Corvalán había muerto desangrada en medio del coito y ahora había que pensar qué hacer con el cadáver.
—¿Esto no es un crimen, abuela? —quiso saber Estelita frunciendo un poco las cejas y con cierta desconfianza detectivesca.
—Es un cuento queridita. Me habían pedido un cuento, ¿no es así? Y bueno, empezó a descarnar pacientemente a la muchacha como si se tratase de una res. Separó los huesos que iba apilando a un costado, mientras tiraba trozos de carne en la máquina moledora cuyo motor producía un ronroneo seco, como un gato de aluminio que quisiera sonar más fuerte que la música de bailanta tropical que aturdía desde la radio.
—Es un asesino —dijo muy segura Estelita cargando la voz con repudio.
—No hay que pedir que las cosas sean como uno desea. Es mejor desearlas tal como son, aseguró abuela Nicasia antes de continuar. El hombre se pasó la noche triturando las carnes de la finada, después la mezcló con carne de cerdo finamente picado que tenía en la heladera y terminó haciendo unas regias butifarras con la mixtura. Antes de medianoche, mientras silbaba un tango, quebrantó los huesos a machacones hasta dejarlos reducidos a quincallas: cráneo, húmeros, fémures y omóplatos. Los arrojó en el tacho donde acopiaba todo lo que enviaba los jueves a la fábrica de comida para perros. A eso de las tres de la mañana terminó su trabajo encubridor aunque todavía restaban dos problemas a resolver. ¿Alguno de ustedes adivina qué faltaba?
Los tres nos miramos con cara de curiosidad. Yo pensaba cosas estúpidas, como de costumbre, según siempre me decía tía Edelmira. Que si alguien avisó a la casa de Rita que la habían matado, como si el carnicero fuera a ser tan tarado para denunciarse a sí mismo, si justamente estaba tratando de ocultar su crimen.
—¡La ropa! —atinó a decir Marita, que siempre
fue la más lista de los tres.
La ropa y el cuero cabelludo, consintió afirmando
con el dedo índice la abuela Nicasia. Con la ropa y los zapatos,
hizo un hato, lo embebió en gas oil y le prendió fuego en el patio
del lado izquierdo, que daba a un baldío lleno de yuyos donde
siempre incineraba basura. No quiso quemar el pelo teñido de rubio
de Rita Corvalán porque temía que el olor acre de las crines al
quemarse podría despertar alguna sospecha en el vecindario. Puso
la cabellera con el casco de piel en un balde y lo llenó de sosa
cáustica. Primero la pelambre color escoba viró del amarillo astroso
al blanco, después adquirió un tinte traslúcido y todo se fue
disolviendo en una especie de gelatina gredosa que arrojó en el
inodoro. Hacía todo con mucha seguridad, como si estuviese siguiendo
un recetario del crimen perfecto. Cantaba unas coplas que su abuelita
había traído de Sevilla:
En las Cortes, se decía:
«Juzga el juez con su alcancía»
La justicia es una sola,
Quien la compra, gana en todas.
Pasó el tiempo, todo el mundo daba por perdida definitivamente a Rita Corvalán; alguno decía que se había mandado a mudar con un superintendente de bancos, otros que había sido reclutada como pupila en un burdel de Curitiba; quien más quien menos inventaba alguna salida para explicar la desaparición. La tía murió de tisis al mes. Sin el jarabe y las píldoras, la enfermedad fue quebrantando lo que restaba después del disgusto por la desaparición de su sobrina. Todo fue volviendo lentamente a la normalidad, salvo en un pequeño detalle. Desde entonces, el carnicero Gauto no dejaba de hablar hipotéticamente del crimen perfecto. Discutía acaloradamente con sus clientes cuando éstas le decían «algún día, Dios hará justicia donde el hombre no la hizo». Cuando alguna cliente un poco fanática de la justicia divina levantaba el índice apostrofando la furia del Señor el día del Juicio Final don Gauto, para cortar la discusión le obsequiaba un kilo de butifarra especial en son de paz.
Cuando hubo liquidado hasta el último embutido en calidad de obsequio (en esto se mantuvo íntegro, jamás condescendió a vender un sólo gramo de Rita) empezó a renegar de Dios, de sus santos, sus ángeles y hasta cambió el cuadro del apóstol Santiago que presidía la carnicería por un póster de Lalo y los descalzos.
Aunque nunca había sido hombre de variada lectura se obsesionó con algunos libros de «Metafísica» escritos por clarividentes y gente que había regresado de la muerte contando historias maravillosas acerca de túneles en cuyo fondo resplandecía una luz parecida a la de Dios. Buscaba ansiosamente cualquier forma de comunicación con el más allá. En el «Registro de la Eternidad» escrito por un tal profesor Abreu halló la forma de transformarse en médium en tres lecciones. Invocó una noche de plenilunio el espíritu de Rita Corvalán pero por algún error sintáctico o gramatical al leer la fórmula escrita en latín españolizado, respondió el alma todavía viva pero ya corrupta de María Julia Alsogaray, ex ministra de Menem. Si había fallado la trasmigración, la trasconcienciación se había mantenido intacta porque esa noche el pobre carnicero no pudo pegar un ojo agobiado por las culpas ajenas. Soñaba con juzgados de tercera instancia citándolo a declarar en veinticuatro causas por robo, defraudación, falsificación de documentos públicos, licitaciones fraudulentas y otras entelequias jurídico-financieras de las que no podía defenderse en su mar de ignorancia.
Dios entra por un sitio distinto en cada
persona.
—¿No era acaso culpable del asesinato, abuelita?
—insistió Marita poniendo un gesto adusto—, los criminales tienen
que ir a la cárcel como corresponde.
El carnicero no es un criminal, queridita, sino un personaje de ficción. La ex ministra es la única realidad. En el arte de la narración no hay buenos y malos, solamente hay gente desesperada tratando de saber qué hay detrás de la cortina. La primera lección de la Historia es que la maldad es buena: leerás que sólo los que nos parecen aborrecibles figuran en las crónicas de los pueblos.
—¿Qué cortina? —quiso saber Marita, seguramente pensando en los géneros con las que estaban confeccionadas, las pasamanerías y todos los detalles decorativos que siempre la fascinaron.
La cortina de este enigma que es la vida —prosiguió abuelita Nicasia cebándose un mate—. Nadie sabe para qué ni por qué estamos donde estamos; y para resolver el enigma únicamente tenemos a la naturaleza donde no hay buenos ni malos, como en el arte. ¿Es malo un león porque acogota a la tierna gacela con los dientes? No, no es malo, simplemente tiene hambre.
—Pero el carnicero no tenía hambre, abu —se apresuró a objetar Estelita con la vocecilla de cristal.
—Quién sabe. Hay muchos tipos de hambres como hay muchos tipos de hombres. En eso el arte y la naturaleza son parientes: no saben qué está bien y qué está mal. El arte vendría a ser una forma de naturaleza hecha por los hombres. Obra sin conciencia, siguiendo los rastros de la belleza que siempre se equivoca de camino. Pero el carnicero Gauto, lejos de desanimarse, siguió adelante con sus investigaciones. Casi no dormía cada noche repasando manuales que relataban las peripecias de los difuntos en el más allá. Acudió a quirománticos, agoreras, nigromantes y cuanta gitana pasaba por allí: se hizo tirar el tarot marsellés...
—¿Y qué decían las cartas? —preguntó ansiosa Estelita.
—Las cartas nunca dicen nada, querida. Las videntes son las que hablan; en este caso una gitana obesa como un fardo de avena, llena de ajorcas y sortijas. Una y otra vez aparecía La Muerte como si no hubiese otra carta en la baraja. «En tu pasado se conocieron», le predijo aunque el pasado al carnicero Gauto, mostrándole el esqueleto de la lámina de la naipe. «Quiero saber qué hay después de la osamenta», preguntó ansiosamente el carnicero.
—¡El alma se va al cielo, abuelita! —intervino la necia de Estelita que siempre parece tener respuestas para todas las preguntas.
La abuela Nicasia hizo un pequeño gesto meciendo la cabeza de un lado a otro con el semblante casi atormentado. Iba a decir algo, pero prefirió continuar su relato como debe hacer una persona responsable una vez iniciada la tarea.
La gitana volvió a barajar el mazo de naipes, mezcló varias veces y cuando el cliente cortó la pila, ella dio vuelta la primera baraja, que estaba vacía. «Nada. No hay nada», se limitó a decir cuando por fin, quitándose tanta angustia acumulada desde aquellas diez de la noche de aquel día señalado, el carnicero Gauto se puso a llorar desconsoladamente.
Estelita me miró perpleja, pero Marita, que siempre tuvo un sexto sentido atinó a preguntar:
—¿Por qué lloró recién entonces, abuelita?
Porque comprendió que solamente había cometido
un crimen, el mismo acto mecánico de matar que venía cumpliendo
por su trabajo desde hacía cincuenta años con vacas, terneras,
novillos y cerdos.
Los tres pastorcillos volvimos a subir la cuesta un poco turbados.
Aunque arriba el sol era una fiesta de resplandores,
abajo el río rugía advirtiendo que todos los movimientos de la
naturaleza están llenos de una calamidad disimulada.
Alejandro Maciel
es un autor que vive en
Argentina.
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