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Saturday Night

Adriana Stein


Mientras Sean Penn se desbarrancaba narices abajo y Meg Ryan se comía la pantalla, miró la llamita del calentador y se preguntó que olor tendría.

La película se le hacía lenta. Apretó las agujas entre sus rodillas y zapeó. Maldijo los sábados y la mierda rosa y el tarot. Sólo esa puñetera película en la tele. ¿Para qué mirarla? Le hastiaba la gente colocada. La paranoia de la coca. Su obsesión por el sexo.

Revivía la película que había rodado tantas veces. Siempre querían más sexo y aquello era como clavar un clavo en el aire: el clavo siempre termina en el suelo. Olisqueó el calentador. Todo parecía en orden. Recogió el tejido y pensó que tenía muchas posibilidades de terminar la noche con un ojo ensartado en una aguja.

La película la cansaba pero no era mala: transmitía la incoherencia in crescendo de la coca. La vida de los personajes estaba acabada. Su desarticulación era total y la pantomima sólo se sostenía por el poder del dinero. Un escalofrío la sacudió. Por un momento su mente quedó en blanco. Pensó que podía morirse ahí y nadie se enteraría. Sola. Qué tontería la vida. Miró otra vez el calentador. Se preguntó qué pasaría si...

El amigo de Sean Penn acababa de empujar a Meg Ryan fuera del coche. Ella rodaba por el asfalto y él seguía conduciendo. Puta. Eres una puta. Nadie te echará en falta.

De pronto entendió que lo había perdido todo. Había tenido una vida. Un cúmulo de errores entre los que había aprendido a manejarse. Ya no importaban las razones: había sido así. Durante veinte años. Un día decidió que se había acabado. Que aún estaba a tiempo de empezar otra vida. Empaquetó todo y se fue. Puso tierra de por medio.

Al principio todo parecía ir bien. Relativamente bien. Encontró trabajo. La gente era amable y sonreía. Pero cada día volvía sola a casa. Sus clientes, al menos, la llamaban. Ahora el teléfono nunca sonaba. Al final del mes las cuentas le dijeron la verdad: a una mujer sola y honrada nunca le salen los números. Cuando iba al mercado contaba las monedas y cuando hablaba con sus colegas contaba mentiras. Nunca había contado tantas mentiras. Así nunca le saldrían las cuentas. Tenía una hipoteca de errores que pagar y no veía la forma de liquidar la deuda. Sabía que el pasado no tenía futuro y el presente era un callejón sin salida.

Meg Ryan, magullada, sobrevivía a la caída y se levantaba sobre el asfalto. Se preguntó qué olor tendría el gas.

La noche se había cubierto. La habitación apestaba a tabaco. Podía quedarse sentada y seguir leyendo. Podía acostarse. Trató de imaginar el sueño que vendría. Miró la llamita del calentador. Pensó en Van Gogh. Pensó en Rimbaud. Una muerte romántica. Entonces alguien publicaría sus cuentos.

 



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adriana_stein[at]hotmail.com


ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©