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Reencuentro

Elías F. Gómez García


Segovia, 1938

No apagaron la luz de los camiones, porque se precisaba para el trabajo. Enfocaron los faros hacia la cuneta. El ruido de los motores no hizo callar los grillos en mitad de aquel campo. Los prisioneros fueron bajando, con vestimenta muy variada, casi siempre vieja y raída. La luna indiferente miraba, arriba. Los soldados, fusil en mano, vigilaban en el centro de la carretera. Vecinos del pueblo cercano se habían llegado a contemplar el fusilamiento; no eran de éstos ni de aquéllos ni de nada, pero la vida en los pueblos es muy aburrida.

Juan se bajó con los otros; pensó que por fin se había terminado, pero también pensaba que nunca había visto el mar.

—La madre que parió al camión. La espalda me está matando —dijo uno de los soldados.

—¡Por el amor de Dios, hombre! —dijo el capitán.

Luego, con voz más tranquila:

—A ver el coñac.

Otros dos trajeron cuatro botellas de coñac Cervera, dos cada uno, y se las ofrecieron a los prisioneros.

—Que nadie beba —dijo Juan—. Nos matan por tener la cabeza clara.

Que nos maten con la cabeza clara —dijo uno de los prisioneros. Era muy menudo y tenía media barba.

—A la mierda la cabeza clara —dijo otro, y bebió un buen trago; se quedó mirando la botella y empezó a doblarse de risa.

—¿De qué te ríes? —dijo el capitán.

—Mire, mire lo que dice: «Coñac Cervera, te alarga la vida».

—Yo no empecé esta guerra —dijo el capitán y dio una chupada honda al cigarrillo negro.

—Mira lo que dice, Miguel —le dijo el prisionero a uno de los otros.

—No sé leer —dijo el otro.

El prisionero pasaba la botella a los demás.

—¿Alguien fuma? —dijo el capitán.

El que había prohibido beber fue el primero en coger un cigarro; después los demás, menos un señor bien trajeado, el único que llevaba corbata.

—¿No fuma, Don Laureano? —dijo Miguel.

—No he fumado nunca —contestó el señor—. ¿Por qué nos matan, capitán?

—A los rojos hay que matarlos por principio. Y las órdenes están para cumplirlas.

—Muchas gracias. ¿Puedo sentarme?

—No hay tiempo, créame que lo siento.

—¿Por qué tenemos que darles el coñac a estos rojos, mi capitán? —dijo uno de los soldados. Parecía perplejo.

—Porque me sale a mí de los cojones.

—Pero son rojos.

—¿Usted sabe lo que es una bala perdida? Pasan muchas desgracias.

El otro se calló. Una sombra menuda venía corriendo campo a través.

—El cuervo — dijo uno de los prisioneros.

Algún creyente entre ustedes? —preguntó el capitán.

Tres prisioneros se apartaron, y hablaron los tres a la vez con el cura.

—Vayan alineándose, señores.

—Capitán, tengo una carta para mi mujer— dijo el que había prohibido beber.

—Trae aquí, pero no sé si podré entregarla.

—Ya.

—Si puedo, cuenta con ello.

Los grillos no cesaban de cantar. La noche era hermosa, cálida. Los dos grupos se colocaron frente a frente. Uno de los soldados se echó a llorar.

—Vaya al camión, Fernández; tiene permiso.

—¡Viva la República! —dijo el señor de corbata.

—¡Viva Rusia! —dijo el hombre que no sabía leer.

—Fuego —dijo el capitán.

La gente seguía mirando después del estampido. Al poco comenzaron a irse.

—Mamá, uno está vivo —dijo un niño.

—Mentir es pecado —le repuso su madre, y lo arrastró de vuelta hacia el pueblo, cogido de la mano.

—Ya lo sé, pero está vivo.

Los camiones, en la carretera, parecían cada vez más pequeños al alejarse.


Madrid, 1942


Era una pequeña tasca de tantas de Madrid, con cuatro mesas en la acera, con sillas menesterosas. Hacía frío. «Aire de Madrid, mata un hombre y no apaga un candil», recordó Martínez, y dio un primer sorbo a la copa de coñac. Miraba distraídamente a la gente que pasaba, con el diario Arriba sobre la mesa, preñado de logros del régimen, por ejemplo la visita del presidente de Nigeria.

—Otro café, Dionisio —dijo Martínez cuando pasó el camarero, bandeja en una mano, trapo en la otra, limpiando las mesas aunque estaban limpias. En la acera fronteriza, un hombre menudo, no viejo aún pero envejecido, caminaba despacio, fumando. Martínez se incorporó en la silla con una sacudida. Después se volvió a repantingar. El hombre envejecido iba a doblar la esquina. Martínez se levantó, cruzó la calzada sin coches, se le acercó.

—Buenos días —le dijo.

—Buenos días.

Martínez lo miraba fijamente, algo desencajado, como quien ha visto un fantasma.

—¿Se le ofrece algo? —dijo el hombre.

—Yo a ti te maté —dijo Martínez, con temor.

—No crea —dijo el otro—. ¿Me permite seguir? Tengo prisa.

—Toma una copa conmigo.

—¿Quién es para tutearme?

—Tome una copa conmigo.

—No bebo con fascistas.

Empezó a llover, despacio, gotas gruesas y templadas.

—Un café, entonces.

El otro lo miró; pasaría un minuto o dos.

—Tampoco. Pero un cigarro.

—De acuerdo, un cigarro. Por favor, siéntate, siéntese conmigo.

El hombre envejecido se rascaba la barbilla, mal afeitada.

—Supongo que es igual.

Se sentaron, el camarero se acercó.

—¿Qué va a tomar?

—El señor no quiere nada, Dionisio.

—Tomaré un café, por el camarero.

—Sí, señor.

—No soy un señor, ni voy a serlo.

El camarero bajó la cabeza y se alejó. Seguía lloviendo, calmosamente. El hombre envejecido, fumando, miraba el rótulo de la tienda de enfrente: PANADERÍA.

—Estaban borrachos y con mucho trabajo pendiente. Me hice el muerto y me escabullí al cabo de una hora o dos. Se les escapó uno.

Martínez se mordía la uña del dedo medio de la mano izquierda. Sacó otros dos cigarrillos. Pasó un buen rato, durante el cual dejó de llover. El hombre envejecido se rascaba la entrepierna.

—¿Qué sucedió, capitán?

—¿Aquella noche?

—Esos tres años. Y ahora.

—No tengo ni puta idea. Soy un desgraciado, como usted. Y lo era entonces. Como usted.

—En la desgracia hay grados, como en el ejército —dijo el hombre y apuró el café.

—Yo no empecé la guerra.

—Ya lo sé, lo dijo aquella noche. ¿De qué tiene miedo?

—De usted, de todos ustedes —dijo Martínez.

—¿Cree que se pueden matar las ideas?

—Sí. Se mata a los hombres que las llevan dentro. Cuando no queda ninguno, se ha matado la idea. ¿Otro café?

—Tengo prisa, ya se lo dije. ¿Puedo irme?

—¿Me pide permiso?

—Usted es el vencedor.

—Yo soy una puñetera mierda. Sepa usted que pasado mañana, cuando lo vea, tendré que dar parte de su presencia en Madrid. Era usted un elemento muy significado. Y para mí que lo sigue siendo.

—¿Pasado mañana?

—Hoy no le he visto, he visto un fantasma.

El hombre envejecido se levantó.

—¿Se cree usted decente? El muerto es usted.

—Hay muertos decentes, amigo —dijo Martínez.

—Lo de amigo corre por cuenta suya. Salud.

—Arriba España.

Martínez, cuando se quedó solo, manejó diversas posibilidades Podía ir al cine, como casi todas las tardes. Podía ir a una casa de la calle de La Ballesta. Pero estaba contento, no sabía por qué, y fue a dar un paseo por el barrio. Lástima que hubiera tantas casas en ruinas.

Cuando regresó al mísero piso para dormir, una mujer muy alta vestida de negro, envuelta en una toquilla también negra, lo esperaba en la puerta, con cara de susto.

—Gracias, capitán.

—¿Quién es usted? ¿Por qué me da las gracias?

—Usted me trajo una carta. Soy la mujer de Juan. Y por la prórroga.

—No hay de qué darlas. Ahora me acuerdo; hace tanto...

—Déme unos cigarros para él.

—Me lo hubiera dicho.

—No le pediría nada a usted; le diré que me los dio mi hermano. Me puede matar si se entera que son de usted, pero se muere por fumar.

Martínez la miró alejarse. Hacía frío y viento, pero sudaba.

Luego respiró hondo y se fue despacio, calle abajo, a comprar más tabaco.

Las noches se habían vuelto tan largas.



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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©