El
lanzador de simios
Carlos Aitor
Yuste
Desde el borde de
aquel barranco el mundo se veía como si fuese un
inmenso todo azul. La mar y un cielo limpio y brillante
parecían competir entre ellos en una larga carrera hasta
casi el infinito, donde al fin, en una línea ligeramente
amarillenta, ambos se fundían. Tan solo el ocasional vuelo
de alguna gaviota o los jirones de espuma que rebotaban
en las rocas de la costa se atrevían a poner un poco de
blanco entre tanto azul.
Era un día espléndido, el sol
no le había fallado aquella mañana: ya nada podía salirle
mal. Aún así, se sentía nervioso. Aspiró una enorme bocanada
de aire marino, dejando que éste preñara sus pulmones de
salitre y humedad, antes de lanzar un último vistazo a esa
nada azul y girar sobre sus talones.
Ante sus ojos, mientras ascendía
con grandes zancadas por la suave colina que desembocaba
en aquel precipicio, la gente comenzaba a agolparse en torno
a su pequeña catapulta. Todos sus vecinos la contemplaban
entre muestras de admiración, aunque ninguno se atrevía
a acercarse a ella a menos de dos pasos.
Cuando llegó a los pies de la
máquina, entre los presentes se hizo un respetuoso silencio.
Estaba seguro de que todo saldría bien, había revisado los
mecanismos cientos de veces en los últimos días, pero aún
así decidió echarle un último y rápido vistazo. La pala,
la palanca, el mecanismo propulsor, los correajes, las cuñas
de madera bien fijadas bajo las rechonchas ruedas: todo
parecía estar en su sitio.
Se sonrió: nada podía salirle
mal esta vez. Llevando sus manos hacia su bolso, extrajo
dos plátanos que colocó cuidadosamente sobre la pala de
la máquina. Posteriormente, cuando ambos quedaron a su gusto,
sacó del mismo bolso un guante protegido por una malla metálica
y se lo puso con suma tranquilidad ante la expectante mirada
del cada vez más numeroso público.
Se dirigió hacia el pequeño cesto
de mimbre que había colocado junto a una de las ruedas traseras
y, tras abrirlo con precaución, introdujo su mano con cuidado.
Enseguida la sacó, llevando cogido entre sus dedos un pequeño
mono de lomo oscuro y cabeza y patas blancas. El animal
pareció despertar en el momento en el que le dejó sobre
a la pala, junto a las dos bananas.
Con la rapidez de un diablo, el
mono se lanzó sobre el primer plátano, cogiéndolo con fuerza
entre sus pequeñas manitas, para inmediatamente después,
comenzar a mordisquear su dura piel con avidez. Suspiró
aliviado: ahora sí que ya nada podía fallar.
Con suma cautela se situó junto
a la palanca de eyección, y tras lanzar una última mirada
al confiado animalillo que permanecía masticando el plátano
ajeno a todo lo demás, tiró de ella hacia sí con toda la
fuerza de sus músculos.
Un enorme chasquido precedió inmediatamente
antes al tremendo grito de exclamación que salió al unísono
de las gargantas de todos los presentes mientras ante sus
ojos un par de puntos amarillos iban haciéndose cada vez
más y más pequeños hasta llegar a difuminarse completamente
entre el azul del cielo. Nadie, ni siquiera los de vista
más aguda, acertaron a ver con precisión hasta donde pudieron
llegar aquel par de plátanos.
Petrificado por la impresión,
el mono yacía sobre una de las ruedas, preguntándose extrañado
por sus bananas. Un doloroso picotazo, tal vez provocado
por aquella pulga que llevaba varios días torturándole,
le había obligado instintivamente a dar un salto hacia su
derecha. Después, tan solo recordaba un extraño ruido y
una fuerte corriente de viento recorriendo su espalda. Desconocía
que podía haber sido, pero para cuando giró su pequeña cabeza
ya no había ni rastro de su comida.
El hombre permaneció con la mirada
perdida en el cielo, mientras a su espalda el público se
encaminaba de nuevo cuesta abajo en dirección a la aldea.
Poco a poco, lentamente, inventor, invento y mono se quedaron
solos sobre lo alto de la loma.
De nuevo algo había salido mal.
___________
CONTACTAR
CON EL AUTOR
aitoryuste(a)yahoo.es
ILUSTRACIÓN
RELATO: Fotografía por
Pedro Martínez ©
|