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La máquina
Martín Piedra
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Yo era un niño,
y mis hermanos también. Mi padre tenía tres trabajos diferentes:
cartero, cobrador de seguros (el recibo de los muertos)
y los fines de semana, churrero. Mi madre había comprado
a crédito una máquina para fabricar cepillos para el pelo.
El artilugio consistía en ensartar varios pares de púas
en unas gomas ovaladas con sus respectivos orificios.
Luego este esqueleto se acoplaba en un armazón de plástico.
Me acostumbré a oír el tac-tac-pum de la máquina a todas
horas, de vez en cuando interrumpido por la maldición
de mi madre cuando el mecanismo se atascaba. Pagaban por
unidad ensamblada, y mi madre calculó que en unos meses
devolvería el importe de la máquina y después comenzaría
a ganar dinero contante y sonante.
Las tardes de los miércoles
yo la acompañaba, cada uno con una enorme caja de cartón
al hombro en la que portábamos los cepillos. Recuerdo
que pesaba mucho y sonaba como si dentro lleváramos animales
que rascaran el cartón. Llegábamos a aquel sótano que
hacía también de carbonería y nos abría la puerta el señor
Joaquín, que sonreía a mi madre y a mí me enseñaba los
dientes. Abría un poco las piernas, se echaba las manos
a las caderas y decía: «Vamos a ver qué tenemos aquí».
Rasgaba la caja, metía la mano, y comenzaba a separar
los cepillos buenos de los defectuosos. Como con juegos
malabares tiraba unos a una cesta y otros a otra, pero
siempre llenaba antes la de los defectuosos. «Hay que
esforzarse más, Juana», decía cuando nos abonaba la cuenta,
una vez descontados los que no eran perfectos. «Es la
máquina, señor Joaquín, que le da por fallar», contestaba
mi madre.
Todas las tardes de los miércoles,
al regresar a casa en el metro, yo le preguntaba a mi
madre por qué el señor Joaquín no nos devolvía los defectuosos.
«Si no nos los paga, son nuestros», me quejaba yo. Ella
miraba por la ventanilla del vagón y sólo veía oscuridad
y alguna luz que restallaba en el túnel.
Recuerdo de mi infancia los
platos de lentejas, los recreos del colegio, una bicicleta
que nunca me compraron y el tac-tac-pum de la máquina
de hacer cepillos.
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Martín Piedra
es el seudónimo utilizado por un autor madrileño que escribe
porque le gusta y porque no puede dejar de hacerlo...
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Pucheruelos y
Si el Capitán Trueno
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