El grillo
Sara Coca
Me despertó
con su sonido chirriante. Su repetitivo «cri, cri» me golpeaba
la cabeza como un martillo. Me levanté de malhumor y traté de dar
con él. Agarré un trapo de la cocina y una zapatilla. Aquello era
una cuestión de territorio. Encendí la luz y el grillo dejó de cantar.
Me quedé agazapado en una esquina de la habitación esperando ver algo
o escuchar cualquier sonido. Estaba seguro de que el insecto me ponía
a prueba. Sonreí. No tenía ninguna posibilidad conmigo. Caminé algunos
pasos y levanté el sillón. No estaba ahí. Tampoco entre la madeja
de cables languidecientes sobre el suelo. Entonces me calmé y empecé
a preparar el desayuno.
Justo cuando cerré la puerta del piso lo escuché
de nuevo. Pasé toda la mañana pensando en el grillo y en mi estrategia
para echarlo de casa. Aquel bicho no tendría ninguna oportunidad.
Al abrir la puerta, oí el «cri, cri» sobre mi
cabeza. El grillo me había declarado la guerra. Al momento se calló.
Me cambié de ropa y me puse a mover todos los muebles de la casa sin
descanso. Abrí todas las ventanas y la terraza. Tampoco lo encontré.
Exhausto fui a la cocina. Tenía hambre.
Al abrir el frigorífico lo vi. Estoy seguro que
me miró y sonrió. El insecto aprovechó mi sorpresa para salir volando.
Lo perdí de vista. Estaba empezando a obsesionarme con el animal.
Volví a vestirme y me fui sin comer a buscar un insecticida apropiado
para grillos. Compré el más caro. Regresé a la casa y de nuevo escuché
su sonido. Pasé toda la tarde tratando de localizarlo. Fumigué cada
una de las habitaciones y aquel producto me hizo vomitar varias veces.
Al final terminé por acostarme cansado y mareado, aunque no pude dormir.
El grillo empezó a cantar de nuevo. Ni siquiera me levanté porque
sabía que no daría con él en la oscuridad. Pasé toda la noche en vela.
A la mañana siguiente fui al trabajo sin desayunar,
mirando constantemente al suelo. En la oficina todos se preocuparon
por mi salud. Demasiadas ojeras para un martes. No dije el motivo
por temor a que me tildaran de esquizofrénico. Lo cierto es que las
horas se me hacían interminables y no logré sacar el «cri, cri» de
mi cabeza. Le pedí al jefe el resto del día. No podía aguantar más.
Llegué a la biblioteca municipal buscando claves
para hacer frente a mi repugnancia. En la sección de insectos comunes,
aprendí la historia, la fisonomía y todas las peculiaridades de mi
inquilino. Supe que mi adversario podía inundar de huevos todo el
piso y que era capaz de amoldarse a cualquier ambiente. Al final,
todo cuanto leí sólo me sirvió para incrementar mi angustia. Regresé
a casa malhumorado. Ahora también me puse a buscar huevos por todas
partes: deshice los roperos, los cajones, escudriñé entre las estanterías
y hasta entre la ropa sucia. Curiosamente, desde que llegué no había
escuchado aquel agudo sonido. Me extrañó. Quizá se había marchado.
Sin bajar la guardia, me duché con tranquilidad
y preparé la cena. Puse un viejo disco de Lou Reed en mi equipo de
música y respiré a fondo. Había recuperado la paz. Sin saber cómo
ni cuando volvía a ser el dueño de aquella estancia sin más seres
vivos que yo. Pasados unos minutos, me dormí.
Desperté a las pocas horas. El «cri, cri» había
regresado y esta vez era mucho más cercano. Extenuado, abrí los ojos
y lo vi de nuevo frente a mí. Ya no tuve dudas. Mi obsesión había
ganado la batalla. Me rocié completamente con el insecticida y esta
vez fue eficaz. Dormí del tirón. Ya no volvería a despertar.
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ILUSTRACIÓN RELATO:
File-Grillo parlante, See page for author [Public domain],
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