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El fin del hombre
José Marín García

Acabado Leopoldo, tristón, meditabundo, el día en que pensó dos veces en resolver el asunto de la energía dando un volantazo hacía el abismo, las emisoras de radio informaban sobre los experimentos de un Español en el espacio exterior. Abajo, a la salida del pueblo a la derecha, la luz era imposible. Dos hombres habían intentado trasladar la tecnología antigua gratuitamente a sus casas cochambrosas; se habían quedado fritos, pegados en lo más alto de una torreta eléctrica. El tumulto era grande, tuvieron que dejar los expertos sin luz a toda la pobreza suburbial para separar los cuerpos de la torre alta, mientras arrancaban sus restos del hierro macizo, autopsia, y mañana será el entierro. Pronto habría luz, pero la misma pobreza. Leopoldo fue a ver a Ana. Ciento cincuenta kilómetros, en su busca. Lo mejor de su existencia. Ya llegó. Ella se preparaba en el lavabo de un coqueto apartamento de clase media, sin fiorituras, los muebles justos, un espacio juvenil y gusto por el estilo pop. Él esperaba en la cama, sin deshacer las sabanas, desnudo. Las paredes de la alcoba son de color azul. Ana misma las pintó, y también las estrellas, de formas diferentes, tamaños diferentes, blancas, como la luna, lejos de la ventana llena, dentro turca, más un pequeño velero de color azul que apenas se ve al no tener contraste; sólo ella sabe que está, y en él escapa cuando sufre. Cuando salió, ya tenía Leopoldo un canuto elaborado, cilíndrico, duro. Dos cuerpos desnudos sobre una colcha azul fumaron. Era sin duda lo mejor de la existencia para Leopoldo. Eso, y lo que viene después. El poder hipnótico del humo hervía en la mirada de Ana y le sacaba un brillo de almíbar. ¿Cuándo te vas a casar conmigo? Le preguntó con la cara tonta Leopoldo. Rieron. La cabeza alegre de Ana sobre el pecho del hombre, también el cenicero, más abajo, en el ombligo, que parecía un sumidero. «Nunca, no te convengo», le dijo Ana con la cara picante. Eran bromas de verdad que se volvían en contra de Leopoldo el mismo día en que se preguntó dos veces que habrá debajo de un camión frigorífico a ciento cuarenta por hora. Nada más que hacer así con el volante, a la izquierda. En realidad, la ama. No se lo dice por decir. Es una ilusión, quizá, y pensó que ojalá se acordara dentro de veinte años, cuando estuviera cansada de dar tumbos. No le dijo nada. Sin decirlo sabía él que esperaría.

Fumaron. Las cosas en su sitio. El cenicero en el mármol de la mesilla. Ana deslizó su lengua húmeda sobre el tronco del hombre, sin dejar de mirar con sus ojos almibarados e hipnóticos los ojos primos hermanos de Leopoldo. Él sabía que iba a llegar, y se moría de ganas esperando.

Ana sabe. Ana entiende. Lo conoce. Sabía extraerle todo el gozo a su piel. Pero no llegó, todavía. Subió a su boca. Le mordió sin apretar mucho la barbilla, ¿te pasa algo? preguntó. Leopoldo sonrío. Canalla.

Aumentó la concentración, los ojos expectantes, el deseo, «No te detengas, sigue», pero no brotó ni una palabra de su boca. En el ambiente sobrecargado de calor y silencio sólo se escuchaba el chasquido de la saliva. Ana sabe. A él le gusta, es el estereotipo de mujer joven estudiante toda ella una muñeca, una Lolita. Le mordió la nariz y la parte más delicada del cuello. Su lengua jugueteaba en el lóbulo de una oreja. Le besó en los labios, le saboreó con esmero. Las miradas se cruzaron hipnóticas y eróticas antes de partir definitivamente a centro América. Pasaron dos minutos de placer inmenso para él. Ella misma se dio calor. Luego le propuso. Leopoldo aceptó. Ahora elige, le dijo Ana con la cara férvida.

Ése, uno, es igual.

Freno a las enfermedades contagiosas, control de la natalidad. Ana parecía la detenida por la policía, sobre la cama, de espaldas a Leopoldo, arrodillada, con las palmas de las manos tocando las estrellas de la pared. Leopoldo erecto. Leopoldo de rodillas ante lo mejor de la existencia, apenas tenía que esforzarse; la agarró de la cintura. Se Pusieron en movimiento rítmico, no muy ligero. Él muy concentrado en lo que estaba haciendo. Ella era una fiera. Movimiento desnudo de una mujer oruga. Ana era un reptil que jadeaba sin violencia. Minuto y medio: ¿Cambias? Le dijo Ana en un suspiro. No, no. Dos minutos. Leopoldo se movió. Ana cedió. Siguió con una mano en una estrella. Le miró. La cabeza en la almohada. La cara transformada en un jadeo, en un grito de placer sin volumen. Dos minutos y medio. Leopoldo aceleró. Sonó un móvil. Otra vez. Dos mensajes seguidos. Era el suyo. No se detuvo. Tres minutos. Ana rompió en jadeos. Leopoldo imitó, eco débil. La embestida acabó y resopló. Leopoldo estaba exhausto. Sudorosos, se besaron. Ella le pasó la mano por la cara. ¿Qué fue eso? Preguntó ella risueña y plena de color.

Se diría que le ama. Le mima. Le apañó el cabello. Mi móvil, respondió Leopoldo inocente y vergonzoso, ¿Qué hora es?

Eran las doce de la noche. Leopoldo se dio una ducha. Ana le esperaba. Abrió la ventana y fumó. Un hombre español hace experimentos cerca de la luna llena, o quizá duerma. Leopoldo salió oliendo a ella. Su aroma interior, en los días de trabajo.
¿Utilizaste mi desodorante? Si, se me olvidó traerme mi neceser. Ríen. Quédate si quieres esta noche. Mañana sales temprano y aquí paz y después gloria, dijo Ana con la cara de otro. No, respondió Leopoldo con la cara amable, mañana a las cinco salgo para Francia; espérame la semana que viene, el mismo día.

Cómo tú quieras.

Leopoldo pagó. Se fue.

Ella, con su olor todavía presente en el éter, pensó en que había sido inútil no decírselo. A nadie le hace el acto sexual así, a nadie, más cree que le empieza a amar. Dormirá sola. Soñara con estar en el cohete haciendo experimentos con las moscas del espacio. La tierra como la pantallita de cuando era niña y virgen.

Leopoldo recuerda en el coche el mismo día en que pensó dos veces en quitarse del medio: El móvil. Se había olvidado. Abrió el primer mensaje. «La tía se ha quedado helada esperando el hígado. Ven pronto. Mamá está histérica». Segundo mensaje: «Boda de Marcos dentro de un mes. Estamos invitados. Deja algo de dinero para el regalo. No te lo gastes todo en Ana. Paco. Un abrazo».

Las emisoras de radio anunciaron un nuevo fallecimiento. Montalbán. Un abrir y cerrar de ojos. Un viaje. Adiós para siempre. Leopoldo buscó música en la radio en el instante en que piensa que sería de lo que vendría después de acelerar, de dar un volantazo, caer. Sobre el asiento el relato del fin del hombre. Su mentira. La familia cree que viaja al taller de relatos. No, se equivocan, dentro de las miradas de la gente se esconde de todo, desde infidelidades hasta un consumo moderado de cocaína, palizas, gritos, puede. Era su secreto: Ana. Las personas de casa creen que fue a corregir, a aprender. Cincuenta kilómetros después pensó en su tía, la segunda vez que imaginó el coche hecho añicos, un volantazo, un camión que se lo come, a ver si era verdad que somos energía. Estaba llorando una injusticia de 42 años. Un golpe seco a una vida, un capricho del destino. Una perrada. Hijos a los que ver como cumplen sus sueños. Enrique, el primo, casi era Medico. La carretera serpenteaba. Le gusta más el camino solitario que la autovía, la curvas, así no se duerme. La madrugada temprana y Cecilia Ann en la radio, cadena azul. Vio de repente a un hombre o una mujer a lo lejos, sangrando o con un pañuelo rojo en la cara. Desaceleró. La mujer o el hombre avisaba con la mano. Cree que podía estar gritando, pidiendo auxilio. A diez metros o más, paró. Era un hombre. No sangraba. Era un pañuelo rojo. Flacucho. Un residuo de la globalización. Aparecieron tres más. No se lo esperaba. Nunca habría parado en condiciones normales, pero, ayer, el mismo día en que pensaba qué cosa habría en el fondo del pantano, valiente y en calma después de las muertes conocidas, paró. Le dieron una gran paliza. Leopoldo no murió. Las bacterias de la posmodernidad lo dejaron atado a un árbol. Y llegó el remordimiento. Una bacteria conocía a Leopoldo. Amigo del colegio. Le había golpeado tres veces en la boca del estomago con el pie. Al darse cuenta de que podría ser él, recordó su tristeza. Detuvo a los compañeros bacterianos. ¡No lo matéis, no lo matéis!, gritó. Le perdonaron la vida como si fueran Dioses. Le robaron el coche. ¿Qué será esto, dijo el amigo de la infancia cuando ya iban de camino a la ciudad del atraco? Encendió la luz interior del coche. Leyó. Era el relato del fin del hombre. Qué hijo de puta, se dijo, así que te lo haces con una lumi bribón; quién lo iba a decir... Los demás no se enteraban. Estaban muy drogados, incluido el conductor. El amigo siguió leyendo, «el mismo día en que pensó dos veces en qué habría en el fondo de un pantano». Estaría el pobre muy mal, se dijo, minutos antes de llegar al final del relato que nunca leería.

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CONTACTAR CON EL AUTOR: jomaga5(a)hotmail.com

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©