Elecciones
generales
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Guillermo
Ortiz López
Siempre había sido un hombre
muy interesado en la política. Marcadamente de izquierdas,
además. Levantó el puño en silencio en enero de 1977, se refugió
en la trastienda de casa de sus abuelos en febrero de 1981, se sintió
terriblemente decepcionado con los resultados del referéndum de
1985, y había protestado ante la embajada americana cada vez que
ese país entraba en Panamá, Kuwait, Somalia, Kosovo o donde fuera.
Sus
firmes convicciones, sin embargo, no le habían hecho la vida demasiado
fácil a la hora de decidirse por una opción política concreta. Fue
de los pocos que se mantuvo fiel al Partido en 1977, pero se dejó
llevar por la euforia de 1982 y
—a pesar del manido referéndum— 1986.
Luego pensó que las cosas no se hacían como era debido y en los
años 90 volvió al Partido, sólo que ahora no se llamaba así, sino
de otra manera, todavía no se sabe muy bien por qué.
Fue en esos años en los que empezó una
extraña deriva política: condenaba el imperialismo, detestaba las
ETT´s, veía con simpatía los movimientos antiglobalización,
la liberación del pueblo palestino, del saharaui, del tibetano.
A veces, incluso, del cubano, que para la mayoría de sus amigos
ya llevaba 40 años liberado. De vez en cuando hacía cosas raras.
Tentaciones que conseguía aplacar. En una ocasión se plantó con
la papeleta de Punset en el colegio electoral, y sólo un último
ataque de cordura le devolvió a la disciplina del Partido. Solía
acordarse de ello y reírse con su mujer cada vez que veía al propio
Punset hablar con Uri Geller en un programa de la televisión nocturna.
Lo que no podía evitar, quizá porque los
cuarenta se acercaban a los cincuenta, y empezaba a apreciar demasiados
matices en las cosas, era una fascinación absoluta por los espacios
de propaganda electoral. Los devoraba. Tenía programado el vídeo
para grabar los 30 minutos que iban de las 12 a las 12,30 y la hora
de las 18 a las 19. Los de la noche ya los podía ver él tranquilo
porque estaba en casa, pero no le interesaban tanto porque sólo
salían los partidos ya consagrados, a los que les iba cogiendo una
manía cada vez mayor.
En las elecciones europeas la cosa se
hacía más grave, porque podía votar a partidos realmente absurdos
para un madrileño, por ejemplo la Unión del Pueblo Mallorquín o
el Bloque Nacionalista Gallego. Castilla Comunera era otro de sus
favoritos. Empezó a desligarse un poco de sus viejas amistades.
Su propia mujer le empezó a tildar de revisionista (qué triste,
la de cosas que una mujer le puede decir a un hombre al que ha dejado
de querer y ella tuvo que elegir «revisionista»).
Llegaron las elecciones generales, en
las que la oposición había llamado al «voto útil» como única manera
de quitarle el poder al gobierno, y el gobierno había llamado al
«voto sensato» como única manera de alejar a la oposición del poder.
Su mujer le había abandonado meses antes por un diputado con perilla
que acostumbraba a presentarse en las elecciones a la Comunidad
por un partido de izquierda regionalista. El votante confundido
ya estaba hasta las mismísimas narices de los políticos convencionales
y decidió que esa vez iba a darse el gusto de ir verdaderamente
contra el sistema.
Devoró propaganda como nunca. Le encantó
la sobriedad y claridad del Partido Liberal Radical Socialista,
el arraigo tradicionalista del Carlismo, la convicción con que hablaban
los distintos miembros del Partido de la Ley Natural. Se enamoró
de los ojos grises de la portavoz del Partido del Karma Democrático,
y pensó que esa sería una gran opción. Al fin y al cabo él se sentía
con bastante karma democrático en ese momento. El Grupo Independiente
Liberal no le pareció tan insensato como siempre había pensado,
y los Panteras Grises eran tan entrañables... Eso que todavía no
había conseguido los programas electorales del PAPI (Partido de
Autónomos, Pensionistas e Independientes) ni del PADE (Partido Demócrata
Español). Descartó, como es normal por razones personales, a cualquier
partido vinculado al regionalismo madrileño. Tampoco eran muchos.
Era una cuestión de orgullo. Asimismo veía con desconfianza a los
candidatos con perilla.
La duda se mantuvo durante las dos semanas
de campaña. Según los periódicos afines al poder, el partido en
el gobierno estaría al filo de la mayoría absoluta, lo que sirvió
al jefe de campaña para advertir a sus votantes de que «no era momento
de euforias ni de desmovilización, pues era mucho y muy importante
lo que estaba en juego». En los periódicos del signo contrario,
las encuestas hablaban de un empate técnico, empate que sólo se
rompería, según el candidato oficial del principal partido de la
coalición opositora, «si los ciudadanos que realmente se preocupaban
por el país y por su futuro hacían una demostración de democracia
y renunciaban a quedarse en casa». Del Partido por la Unión Federalista
Constitucional no hablaba nadie.
Las elecciones se celebraron, como viene
siendo habitual, un domingo, lo cual convertía a menudo a los colegios
electorales en auténticos colegios, con niños vestidos pedantemente
pululando entre las papeletas. Convencido de que no sería él el
que nivelara la balanza de un lado o del otro, y de que lo mismo
daría si venciera gobierno u oposición (simplemente cambiarían situación
en el hemiciclo, las antiguas verdades se convertirían en mentiras
y las mentiras en verdades), el votante inconformista cogió la papeleta
del partido que más le atraía, la cerró dentro de un sobre y la
lanzó, por primera vez en mucho tiempo con entusiasmo, dentro de
la urna asignada. Al salir del colegio sintió el sol en la cara
y le dio por sonreír.
Ni siquiera contempló la posibilidad de
aparecer en la tertulia que sus antiguos amigos organizaban cada
cuatro años. Si desde hace años era un revisionista, miedo le daba
lo que pensarían sobre él ahora. Si supieran su voto... Esperó pacientemente
que llegaran las ocho. Los sondeos daban vencedor al partido del
gobierno, pero sin demasiada claridad. Los analistas de turno desmenuzaban
cada detalle de lo que no eran más que encuestas hechas a pie de
urna. Encuestas que, nuestro votante sospechaba, se habían preparado
y cocinado ya desde días antes. Para las once se anunciaron datos
oficiales.
Prefirió no esperar, cambió de canal y
siguió un reñido partido de fútbol. Luego puso una película de Antonioni
y le volvió a parecer una majadería. Los partidarios de los ganadores
empezaban a tomar las calles, plenos de entusiasmo y haciendo sonar
las bocinas de sus coches, de manera irritante. Con cierto desinterés,
volvió a encender la radio: los expertos se interrumpían unos a
otros, los gritos se salían de lo habitual. Apagó el vídeo y en
el canal número 4 (donde curiosamente había programado la primera
cadena) una portavoz anunciaba el triunfo sorprendente de su partido
en las elecciones y prometía cuatro años de concordia y estabilidad.
Sus ojos grises volvieron a enamorarle.
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GUILLERMO ORTIZ
nació en Madrid y es Licenciado en Filosofía por la UAM; traductor
y periodista ha colaborado con diversas publicaciones tanto en papel
como en la red. A partir del mes de agosto de 2003, coordina la
sección de cine de la Revista Almiar. Este relato se publicó
en el libro
Vampiros, ángeles, viajeros y suicidas (Kokoro Ediciones, Madrid
2005).
PÁGINA WEB DEL AUTOR:
http://www.guilleortiz.com/
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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