Índice de la Biblioteca

Índice de artículos y reportajes

Música en Margen Cero

Poesía

Pintura y arte digital

Fotografía

¿Cómo publicar en Margen Cero?

Contactar con la redacción

Síguenos en Facebook

Página principal





Elecciones generales
___________________
Guillermo Ortiz López


Siempre había sido un hombre muy interesado en la política. Marcadamente de izquierdas, además. Levantó el puño en silencio en enero de 1977, se refugió en la trastienda de casa de sus abuelos en febrero de 1981, se sintió terriblemente decepcionado con los resultados del referéndum de 1985, y había protestado ante la embajada americana cada vez que ese país entraba en Panamá, Kuwait, Somalia, Kosovo o donde fuera.

Sus firmes convicciones, sin embargo, no le habían hecho la vida demasiado fácil a la hora de decidirse por una opción política concreta. Fue de los pocos que se mantuvo fiel al Partido en 1977, pero se dejó llevar por la euforia de 1982 y —a pesar del manido referéndum— 1986. Luego pensó que las cosas no se hacían como era debido y en los años 90 volvió al Partido, sólo que ahora no se llamaba así, sino de otra manera, todavía no se sabe muy bien por qué.

Fue en esos años en los que empezó una extraña deriva política: condenaba el imperialismo, detestaba las ETT´s, veía con simpatía los movimientos antiglobalización, la liberación del pueblo palestino, del saharaui, del tibetano. A veces, incluso, del cubano, que para la mayoría de sus amigos ya llevaba 40 años liberado. De vez en cuando hacía cosas raras. Tentaciones que conseguía aplacar. En una ocasión se plantó con la papeleta de Punset en el colegio electoral, y sólo un último ataque de cordura le devolvió a la disciplina del Partido. Solía acordarse de ello y reírse con su mujer cada vez que veía al propio Punset hablar con Uri Geller en un programa de la televisión nocturna.

Lo que no podía evitar, quizá porque los cuarenta se acercaban a los cincuenta, y empezaba a apreciar demasiados matices en las cosas, era una fascinación absoluta por los espacios de propaganda electoral. Los devoraba. Tenía programado el vídeo para grabar los 30 minutos que iban de las 12 a las 12,30 y la hora de las 18 a las 19. Los de la noche ya los podía ver él tranquilo porque estaba en casa, pero no le interesaban tanto porque sólo salían los partidos ya consagrados, a los que les iba cogiendo una manía cada vez mayor.

En las elecciones europeas la cosa se hacía más grave, porque podía votar a partidos realmente absurdos para un madrileño, por ejemplo la Unión del Pueblo Mallorquín o el Bloque Nacionalista Gallego. Castilla Comunera era otro de sus favoritos. Empezó a desligarse un poco de sus viejas amistades. Su propia mujer le empezó a tildar de revisionista (qué triste, la de cosas que una mujer le puede decir a un hombre al que ha dejado de querer y ella tuvo que elegir «revisionista»).

Llegaron las elecciones generales, en las que la oposición había llamado al «voto útil» como única manera de quitarle el poder al gobierno, y el gobierno había llamado al «voto sensato» como única manera de alejar a la oposición del poder. Su mujer le había abandonado meses antes por un diputado con perilla que acostumbraba a presentarse en las elecciones a la Comunidad por un partido de izquierda regionalista. El votante confundido ya estaba hasta las mismísimas narices de los políticos convencionales y decidió que esa vez iba a darse el gusto de ir verdaderamente contra el sistema.

Devoró propaganda como nunca. Le encantó la sobriedad y claridad del Partido Liberal Radical Socialista, el arraigo tradicionalista del Carlismo, la convicción con que hablaban los distintos miembros del Partido de la Ley Natural. Se enamoró de los ojos grises de la portavoz del Partido del Karma Democrático, y pensó que esa sería una gran opción. Al fin y al cabo él se sentía con bastante karma democrático en ese momento. El Grupo Independiente Liberal no le pareció tan insensato como siempre había pensado, y los Panteras Grises eran tan entrañables... Eso que todavía no había conseguido los programas electorales del PAPI (Partido de Autónomos, Pensionistas e Independientes) ni del PADE (Partido Demócrata Español). Descartó, como es normal por razones personales, a cualquier partido vinculado al regionalismo madrileño. Tampoco eran muchos. Era una cuestión de orgullo. Asimismo veía con desconfianza a los candidatos con perilla.

La duda se mantuvo durante las dos semanas de campaña. Según los periódicos afines al poder, el partido en el gobierno estaría al filo de la mayoría absoluta, lo que sirvió al jefe de campaña para advertir a sus votantes de que «no era momento de euforias ni de desmovilización, pues era mucho y muy importante lo que estaba en juego». En los periódicos del signo contrario, las encuestas hablaban de un empate técnico, empate que sólo se rompería, según el candidato oficial del principal partido de la coalición opositora, «si los ciudadanos que realmente se preocupaban por el país y por su futuro hacían una demostración de democracia y renunciaban a quedarse en casa». Del Partido por la Unión Federalista Constitucional no hablaba nadie.

Las elecciones se celebraron, como viene siendo habitual, un domingo, lo cual convertía a menudo a los colegios electorales en auténticos colegios, con niños vestidos pedantemente pululando entre las papeletas. Convencido de que no sería él el que nivelara la balanza de un lado o del otro, y de que lo mismo daría si venciera gobierno u oposición (simplemente cambiarían situación en el hemiciclo, las antiguas verdades se convertirían en mentiras y las mentiras en verdades), el votante inconformista cogió la papeleta del partido que más le atraía, la cerró dentro de un sobre y la lanzó, por primera vez en mucho tiempo con entusiasmo, dentro de la urna asignada. Al salir del colegio sintió el sol en la cara y le dio por sonreír.

Ni siquiera contempló la posibilidad de aparecer en la tertulia que sus antiguos amigos organizaban cada cuatro años. Si desde hace años era un revisionista, miedo le daba lo que pensarían sobre él ahora. Si supieran su voto... Esperó pacientemente que llegaran las ocho. Los sondeos daban vencedor al partido del gobierno, pero sin demasiada claridad. Los analistas de turno desmenuzaban cada detalle de lo que no eran más que encuestas hechas a pie de urna. Encuestas que, nuestro votante sospechaba, se habían preparado y cocinado ya desde días antes. Para las once se anunciaron datos oficiales.

Prefirió no esperar, cambió de canal y siguió un reñido partido de fútbol. Luego puso una película de Antonioni y le volvió a parecer una majadería. Los partidarios de los ganadores empezaban a tomar las calles, plenos de entusiasmo y haciendo sonar las bocinas de sus coches, de manera irritante. Con cierto desinterés, volvió a encender la radio: los expertos se interrumpían unos a otros, los gritos se salían de lo habitual. Apagó el vídeo y en el canal número 4 (donde curiosamente había programado la primera cadena) una portavoz anunciaba el triunfo sorprendente de su partido en las elecciones y prometía cuatro años de concordia y estabilidad. Sus ojos grises volvieron a enamorarle.

________________
GUILLERMO ORTIZ
nació en Madrid y es Licenciado en Filosofía por la UAM; traductor y periodista ha colaborado con diversas publicaciones tanto en papel como en la red. A partir del mes de agosto de 2003, coordina la sección de cine de la Revista Almiar. Este relato se publicó en el libro Vampiros, ángeles, viajeros y suicidas (Kokoro Ediciones, Madrid 2005).

PÁGINA WEB DEL AUTOR: http://www.guilleortiz.com/

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©