artículo por
Javier Sánchez Lucena

 

L

a memoria resulta tan esencial para contar historias como la imaginación cuando se quiere hablar de un hecho realmente sucedido. La una sin la otra no lograría llevar adelante la narración, cualquiera que esta fuese, porque no son enemigas, ni siquiera portadoras de un mismo relevo que deban pasarse según el momento en el que se encuentren de una hipotética carrera. No, memoria y fantasía avanzan juntas como buenas compañeras de camino, tomadas del brazo sortean los obstáculos y se indican una a la otra los accidentes en los que podrían tropezar y aquellos rincones donde conviene detenerse para disfrutar de la belleza de ciertos detalles.

El buen uso de los recuerdos para construir un relato depende de la capacidad de quien lo va armando para permitir que la memoria funcione como lo que es: un mecanismo de almacenaje caprichoso y parcial, cuyos criterios de elección y funcionamiento vienen dados por eso tan relativo a lo que llamamos «personalidad». Fobias y preferencias determinan lo que recordamos y cómo lo recordamos. Luego, cuando muchos de esos detalles e impresiones intervengan en la creación de una historia, estarán ya dictados por nuestra sensibilidad: agrandada la importancia de unos hechos, cambiado el significado de otros e incluso, en muchos casos, completo producto de la imaginación.

Pero ese camino del que antes hablaba, y en el que memoria e imaginación avanzan necesariamente juntas, resulta largo —su vocación sería la de no terminar jamás— y en su transcurso alguna de las dos compañeras puede adelantarse, recorrer en soledad algún trecho. ¿Cómo distinguir los momentos en que la historia se basa más en el recuerdo o en la fantasía? La respuesta a esta pregunta supone un pequeño misterio que la buena persona lectora, quizá, no debería empeñarse en desvelar, pero que ha resultado objeto de mil comentarios e hipótesis. En busca del tiempo perdido (A la recherche du temps perdu, 1913-1927) la conocida novela de Marcel Proust, se impone en este punto como un ejemplo evidente, tal vez el más significativo de la historia del arte. A lo largo de sus siete volúmenes, el autor parece esforzarse página tras página por transmitirnos una cantidad infinita de detalles acerca de vivencias propias y de personas cercanas o con las que tuvo trato en algún momento. En las innumerables escenas, que se extienden a lo largo de un sinfín de descripciones y caracterizaciones, se despliegan ante nuestros ojos vastos mosaicos compuestos de todas las piezas imaginables: vestimentas, paisajes, anécdotas, comentarios acerca de ambientes, juicios y prejuicios. Pero ¿qué pretendía el autor contarnos, en realidad, con su extenso relato? En la jugosa profusión de palabras que sirven para describirnos hechos y opiniones ¿son los recuerdos el objetivo de la narración? ¿Quería de verdad el autor inmortalizar los detalles de un tocado de mujer, de un carruaje o de las costumbres sociales de no se sabe qué caballero?

Es posible que en un primer acercamiento a la obra se tenga esta impresión. Las páginas de la extensa novela de Proust constituyen unas detalladas memorias que, como es lógico, nos interesarán más en unas partes que en otras o que, incluso, pueden abrumarnos con la prolijidad de su amor por los matices. Sin embargo, algo ocurrirá si persistimos en la lectura: poco a poco nos irá ganando la impresión de que Proust, el personaje, no tiene tanto empeño en descubrirnos lugares y caracteres como en mostrar quién es Proust, la persona, extender ante nuestros ojos el panorama de su sensibilidad y, con ello, desarrollarla. La palabra escrita es el pensamiento y la emoción de quien la escribe: su mejor retrato.

Son obvias las dificultades para llevar al cine un mundo literario de cierta riqueza y complejidad. Se trata de lenguajes distintos; no quiero hacer con esto una referencia a la clásica, artificiosa y ya superada competición entre una y otra manera de contar; en el verdadero arte no hay lugar para los planteamientos ramplones ni las respuestas fáciles y únicas. No, cada una de estas expresiones artísticas tiene su propia identidad, pero ¿qué ocurre cuando quieren trasladarse los hallazgos de una al ámbito propio de la otra?

Adelantaré mi conclusión personal: todo depende del modo en el que ese traslado pretenda realizarse. No será posible en un sentido literal y directo: las opciones del cine quedarían entonces reducidas a una tarea de simple imitación o repetición, a la habilidad de proyectar unos cuantos detalles de la historia, de su anécdota. Este pequeño milagro de la tecnología nada tiene que ver, sin embargo, con la esencia de la obra literaria adaptada. En mi opinión, la única posibilidad de alcanzar logros propios con un material literario de base consiste en reelaborarlo, llevarlo al territorio que la persona cineasta sienta como suyo y donde, ayudada de su sensibilidad y los instrumentos que ella de verdad domina, podrá intentar el desarrollo de su versión de la historia. Una versión que, precisamente por haber sido creada en y para el cine, quizá esté ya en mejores condiciones de responder a su intención de adaptar la primera, la original, compuesta con la vieja alquimia de las palabras.

Sin ánimo de menospreciar su valía y calidad como obra cinematográfica, me permitiré el lujo de poner, al hilo de los comentarios anteriores, un ejemplo negativo de adaptación al cine de una obra literaria. Raoul Ruiz estrena en el año 1999 El tiempo recobrado, película basada en la novela del mismo título en la que podemos ver a Proust como un personaje más, aquejado de los problemas respiratorios que se lo llevarían tan joven, e implicado en las dificultades sentimentales, económicas y de todo tipo que atraviesan algunos de sus personajes. No se trata en absoluto de una mala película, ya que en ella los detalles están cuidados y el reparto bien elegido; pero le falta algo. Carece de chispa, de la vivacidad y el amor por las infinitas ramificaciones del discurso que pueden encontrarse en los libros del autor. Es un intento notable, desde luego, pero que tropieza con el inconveniente que antes comentaba y que se debe al hecho de haber centrado la atención en las anécdotas y no en el espíritu que las anima.

Algo parecido, aunque en otro aspecto, sucede con la magnífica obra de la escritora Marguerite Duras. El amante, novela publicada en 1984 con un inmediato revuelo mediático —y el correspondiente éxito de ventas— es adaptada al cine en 1991 por J.J. Annaud en una película del mismo título. La historia narra la relación de la propia autora, todavía una niña, con un hombre aún joven pero, en cualquier caso, ya adulto, hijo de una familia acaudalada en la Indochina de los años 30. Dejando a un lado las evidentes reservas que puedan tenerse hacia su tema, lo cierto es que la obra supone un deslumbrante ejercicio de selección de recuerdos, de elaboración lírica de sus detalles y sus significados, cuyo resultado es una narración escueta, llena de sabiduría creadora, tan rica en detalles sensoriales como otras novelas previas de la autora, por ejemplo Moderato cantabile o Las diez y media de una noche de verano.

La adaptación al cine de El amante, aunque no es una mala película y cuenta con aciertos en cuanto a fotografía, ambientación, elección de los escenarios e incluso un cierto ritmo narrativo —señales todas ellas del buen hacer del artesano— comete, en mi opinión, un craso error: colocar en el centro del argumento las escenas de sexo. La búsqueda del morbo, facilitado por el escándalo previo que había supuesto la publicación de la novela, acaba con casi todo el interés humano y poético que contiene la historia. Ni siquiera el comentario acerca de la sordidez presente de manera obvia en la relación, alentada por la madre y los hermanos de la protagonista como posible remedio a la pobreza de la familia, logra sobrevivir a ese velo de carnalidad que tapa lo que debería ser el verdadero foco de nuestra atención. La imposibilidad de un amor que no es, realmente, amor debería poder llenar una hora y media de película. Hubiésemos querido que se nos hablara de la búsqueda de los protagonistas, de sus contradictorios sentimientos basados en la diferencia de edades y clase social. La falta de confianza en estos contenidos, y quizá también la ausencia de una voluntad de mostrarlos, la reducen en cambio a un simple y anodino drama salpicado de desnudos.

El uso de la memoria como herramienta narrativa supone un logro de la técnica literaria del que el cine ha sabido tomar buena nota. En las páginas de Cumbres borrascosas (Wuthering Heights, 1847) de la autora Emily Brönte, encontramos una presentación de la historia en forma de larguísimo y apasionante flashback a dos voces, pertenecientes a dos personajes secundarios en los que recae el papel de testigos. Resulta incalculable, a estas alturas, el número de argumentos cinematográficos y televisivos, además de literarios por supuesto, que han adoptado este mismo esquema para desenvolver la madeja de su intriga.

Mención propia y aparte merece el empeño maestro de ciertas voces por desaparecer, al menos en apariencia, tras las historias que cuentan. En un cierto momento de su carrera, el autor norteamericano Truman Capote, fino estilista literario y dueño de una rica paleta de recursos, quiso adentrarse por el camino de la confusión voluntaria entre realidad y ficción y trabajó durante años en ese abismo llamado A sangre fría (In cold blood, 1966). Se trata de una novela tan bien escrita como terrible en el desarrollo de los pormenores de un absurdo y gratuito crimen. Su tono resulta deliberadamente objetivo y donde antes el talento de su autor se había caracterizado por la presencia de un «yo» de aguda mirada, ahora elige retraerse para dejar los detalles de la historia en un primer plano. Capote, con su instinto para lo mediático, acuñó un nombre para la dirección que había tomado su inquieta creatividad: «nuevo periodismo». El resultado fue un libro perturbador e híbrido, donde el pulso del novelista sostiene el empeño del periodista por mostrar una realidad, hacerla entendible. Algo que no es del todo reportaje ni ficción aunque tiene elementos de ambos; y que se nutre de la capacidad de su artífice para saber el espacio que debía conceder a cada género a fin de que la combinación funcionase.

Solo un año después de su publicación, A sangre fría obtiene una adaptación al cine de la mano de Richard Brooks (In cold blood, 1967), artesano eficaz, adaptador frecuente de obras literarias y autor, él mismo, de algunas novelas. Se trata de una película impresionante en muchos aspectos —guión, reparto, fotografía—, y que por sus especiales características estaría a medio camino entre los dos extremos que comentaba al comienzo de este artículo. Aunque no es una obra estrictamente personal, ya que en ella resulta muy importante la existencia de un público previo, lector del libro, que esperaba una fiel adaptación, está muy lejos de tratarse de un simple producto: Brooks hace suyo el mensaje y utiliza su amplia experiencia como narrador y cineasta para construir una visión propia y llena de aciertos artísticos sobre la alienación humana y el sinsentido de la violencia y de la misma muerte, la administre quien la administre.

Tanto Marguerite Duras como Truman Capote usaron, según se ha visto, el material de sus propias vidas para elaborar obras de ficción llenas de poesía y de verdad. En una faceta algo más oscura y tremendista, Curzio Malaparte hará lo propio para fabricar el mito de su personaje literario. Intelectual y periodista italiano que comenzó la II Guerra Mundial en el bando fascista y la acabó —con ciertas reservas— en el aliado o, al menos, en el contrario al dictador Mussolini, nos pinta en sus dos principales novelas, Kaputt y La piel (1944 y 1949, respectivamente), una Europa que es un cadáver en descomposición y cuyos habitantes hormiguean, inquietos, sumidos en el miedo y los viejos afanes: supervivencia, avaricia, lujuria, odio racial y político, etc. Pinta el autor a Italia y los italianos como culpables e inocentes a la vez: un pueblo que, al igual que otros muchos —no hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos— alza el saludo fascista cuando toca y, cuando la vez pasa, reniega de él. Para hablar de los horrores vividos y los novelados, Malaparte utiliza un estilo rico, cadencioso, cuajado de ironía y referencias clásicas. Su mejor hallazgo quizá sea, como ya se adelantaba, él mismo: un personaje capaz de cinismo y ternura, dotado de un ojo de sagacidad casi imposible y una posición política ambigua, para quien el autor inventó un nombre a la altura su cualidad de trágico observador. La memoria, presentada como un enorme espejo deformante,  juega en esta obra un papel esencial. En las páginas de las novelas y relatos de Malaparte aparecen condesas, partisanos, taberneras, soldados norteamericanos y fascistas, mujeres obligadas por su pobreza y por la brutalidad de los hombres a prostituirse. Para todos y todas ellas tiene el autor unas palabras, a todos sus rostros parece querer prestar atención y entendimiento, aunque a veces el resultado sea, más bien, una parodia.

De vuelta al género cinematográfico, pero dejando a un lado por un momento los aciertos y desaciertos de las adaptaciones, dos títulos destacan de entre los producidos en las últimas décadas en los que el tema de la memoria resulta central. Memento (Christopher Nolan, 2000) utiliza una estructura narrativa inversa para hablar de los mecanismos del recuerdo y de la manera en que el autoengaño puede formar parte de nuestra necesidad continua de buscar una finalidad a la existencia. Sin escapar a los tópicos del cine negro, se trata de una historia de intenciones metafísicas y llena de pistas falsas, equívocos y sombras chinescas, como la propia memoria.

Con un lenguaje visual mucho más atrevido y un uso también algo más consciente y paródico de los roles clásicos del cine noir, la impactante Carretera perdida (Lost highway, David Lynch, 1997) vuelve a contarnos la historia de una huida desde el recuerdo a la fantasía, en este caso motivada por un horrendo crimen machista. Todos los resortes del género policíaco e incluso algunos del cine de terror son utilizados por el autor junto a su especial talento para crear atmósferas tan originales como inquietantes, que logran rozar nuestros peores miedos y más arraigados tabúes. La memoria juega en esta película el papel de un enorme y variado escenario, un pantano erizado de peligros: el perseguido corre a su través, sintiendo en la nuca el aliento de sus perseguidores; huye, y no se sabe bien si huye para eludir el castigo o en busca de una excusa, la narración de los hechos que le permita no enfrentarse a su culpabilidad.

También en el esquema detectivesco clásico juega la memoria un papel protagonista. En la superficie de este tipo de historias destacan sobre todo los detalles morbosos acerca de los crímenes que ocupan el lugar central de su argumento, y el enigma acerca de la identidad de su autor o autores. Sin embargo, en algunas de ellas también podemos encontrar algo un poco más valioso para este análisis. Cuando una trama se repite de manera siempre igual, o muy parecida, sus rasgos adquieren una cierta ligereza, se vuelven intercambiables; y esto nos permite apreciar mejor lo que pueda haber debajo, si es que hay algo.

La investigación detectivesca se desarrolla siempre a través de la reconstrucción de unos hechos: esta obligada a confiar en la memoria de los implicados en el crimen, que en muchos casos estará alterada, será parcial o incluso falsa. Con ello la misma identidad de los personajes resultará ser algo relativo, variable, sujeto a intereses, culpas o temores. Cada protagonista intentará presentarse del modo que interese más a su aparente inocencia. En las historias de Agatha Christie, Conan Doyle, Gaston Leroux o Wilkie Collins, por poner solo algunos ejemplos ilustres, la investigación no es únicamente un intento de descubrir a los criminales, sino también un regreso a lo ya sucedido para el que resultará imprescindible ir apartando, uno tras otro, los velos colocados alrededor de la verdad por las falsedades o los errores.

Aquella identidad de la que se hablaba, la que caracterizaba a los distintos personajes tal y como nos fueron dados a conocer al principio de la narración, irá cambiando ante nuestros ojos cuando se vean sucesivamente obligados a reconocer sus mentiras. La memoria inicialmente propuesta es luego minuciosamente cuestionada, destruida, y con ello se nos transmite un claro mensaje: las cosas no son lo que parecen.

Este género cuenta con numerosísimas adaptaciones al cine y la televisión, en su mayoría concebidas como simple entretenimiento. A pesar de todo, algunos de esos títulos logran tener un cierto interés, ya sea por contener una velada crítica social o debido a ese cuestionamiento del que hablaba antes respecto a la identidad y sus aristas. Asesinato por decreto (Bob Clark, 1979) o Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet, 1974) son películas amenas, llenas de entrañables clichés; pero también dejan espacio para la reflexión acerca de la parte más cruel y oscura de la naturaleza humana y la contingencia de muchas de las ideas que damos por sentadas. Bajo la superficie de algunos argumentos que parecen consagrados a la única y relativa gracia de despejar una incógnita sencilla, quizá encontremos razones para cuestionarnos lo relativo de toda narración de los hechos, sea propia o ajena. Puesta en duda la inocencia de nuestra percepción y de los recuerdos en los que se basa, será fácil desconfiar también de la que suele presentarse como su cómplice: esa que tenemos la costumbre de llamar nuestra identidad.

 


 

Javier Sánchez Lucena. En 2015 su novela Batalla y campo de batalla resultó ganadora del Premio de Novela Corta El Fungible de Alcobendas. Anteriormente ganó también un certamen de relato corto en su ciudad natal, Córdoba, y desde entonces desarrolla una actividad de publicación periódica en la revista Sin ir más lejos de la ONG cordobesa Córdoba Acoge, además de subir textos a su blog Los pormenores de mi sueño.

 El proyector de palabras es una serie de artículos que se publicarán con periodicidad bimestral

🔗 Blog del autor: javiersanchezlucena.blogspot.com.es/

Ilustración: Trabajo digital de Pedro M. Martínez (sobre una fotografía del mismo).

 

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Revista Almiar (Margen Cero) n.º 98 mayo-junio de 2018

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