relato por
José Agustín Mosquera

 

T

odos los días desayuna en El Reloj. Ahora que las llantas del Audi rebasan las leyes de la Óptica, en su cabeza se instala una idea fija. Las anchas gomas recién desembaladas, de un dibujo inmaculado (un dibujo que para sí querrían los pitbull de la ITV), cortan la película de agua sobre el piso de la AP6. Esta arteria, luego de horas y horas, se ha visto anegada por las lluvias que azotan la provincia. Es el resultado lógico de un temporal que, como de costumbre, nadie vio venir.

En efecto, no puede dejar de pensar en un café con leche. En El Reloj hierven como es debido la leche, que no debe (dicen) ser recalentada sino fría de la nevera, y con el chiflo del vapor bien hondo, a máximo gas. Así, luego se derrama cremosa y es apta para la pintura de emblemas.

El motivo más común es el redondel. Pero también menudean el corazón y la espiga de cereal. Cada uno de ellos, sin excepción, goza de una vida breve, una vida que llega a su fin con la maniobra de diluir el azúcar (qué lástima). El giro de cucharilla supone un verdadero ariete contra todo lo que es bello y puro, un antídoto contra la matutina inocencia, contra la más madrugadora ingenuidad. En fin, no hay mal que por bien no venga: para resarcir el estropicio, he ahí el cruasán con su tierno olor a mantequilla. Un cruasán bronce, convenientemente barnizado, con escama de impecable factura.

A lo largo de la Autovía se suceden las osamentas, especímenes de hoja caduca, en cuyas copas proliferan los nidos de velutina. Treinta mil nidos de velutina, nada más. Y sesenta millones de bichos despiadados, nada menos. Los apicultores del país están que echan humo; han formado ya brigadas de lucha encarnizada contra el invasor.

Al torcer hacia la Ronda, deja la Hípica a mano derecha. No está fuera, como suele cuando escampa a la sola luz de las caballerizas, un caballo árabe alazán, elegante como un saltador de esquí. Un ejemplar todo fibra, que no se intuye muy proclive al relincho. No está fuera, como suele, de imaginaria, imperturbable.

Los limpias desaguan con afán la acuarela de la noche. Por el Polígono el asfalto sobrevuela torretas, chimeneas, naves. En ese amasijo industrial que a esta hora tiene algo de poético, la Refinería hace labor de emperatriz.

 

Suena el móvil. Es Gloria.

 

—Dime

—Acuérdate de que a las cinco tenemos que estar en el aeropuerto.

—No creo yo que un vuelo transoceánico llegue tan, tan puntual.

—No te enteras. Llevan dos días en Madrid. Salen de Barajas. Y antes tenemos que recoger a la intérprete.

—¿Qué intérprete?

—La que he contratado. Me niego a tener silencios incómodos como la otra vez.

—¿No puede traducir Ainhoa? Si no, ¿para qué se ha tirado dos años en Utah?

—La niña bastante tiene con pasearlos y entretenerlos

—Es lo menos que puede hacer. Suya ha sido la feliz idea.

—Bueno, avisado estás. Voy a seguir durmiendo, si no te importa.

 

————————– «TUTÚ». «TUTÚ». «TUTÚ».—————–

 

En el aparcamiento junto al Pabellón de Deportes no cabe ni un alfiler. Emboca por Las Esclavas y encuentra sitio delante del Moom.

El temporal ha amainado, brinda una especie de tregua, un fugaz armisticio. Maniobra suavemente y aparca. Como aún orvalla un poco, baja el paraguas pero lo emplea de bastón, se adapta la capucha y se echa a andar acera arriba. Camina meditabundo: lo más ingrato de su oficio es tener que lidiar con tanta gente, y toparse con ella a todas horas, en todas partes, incluso en El Reloj.

—¡Hombre…!

—¡Hombre…!

—¡Cuánto tiempo…!

—Pues… Diez años, mínimo

—Mínimo

—¿Sigues en Juan Flórez?

—No. Ahora estoy en San Andrés.

—¿También de Subdirector?

—No. De director.

—¡Buf! Qué canallada.

—Vaya, hombre. Gracias por los ánimos.

Con todo y resultar inoportuno, no dejaba de ser cierto el comentario del gilipollas. Hay quien no entiende que los hombres no venimos al mundo a encarar la verdad, máxime si la verdad, en vez de oler a agua de colonia, produce llagas. Desde entonces, se persona a la hora que elevan la celosía. Es lo mejor para no coincidir ni con el gato, no ver a nadie, no hablar con nadie.

Parece que vuelve a arreciar, así que despliega el paraguas. Mientras apura el paso se pone a vueltas con lo de Luisa. Su perpetua candidatura a la Dirección de la Sucursal hace de ella un pozo de bilis, una adversaria enervante, cansina, cuando menos.

«Buenos días, Luisa. He leído tu correo y agradezco tu opinión acerca de cómo hemos de organizar la sucursal. Agradezco, también, el ímpetu que destila tu informe. Pero te recuerdo que el responsable último aquí soy yo.

Atentamente, Luis».

«Por lo que a mí respecta, tu autoridad está fuera de cuestión. Lo cual, dicho sea de paso, no impide que yo pueda sugerir lo que estime oportuno, a quien estime oportuno. Tenlo presente, te lo ruego.

Atentamente, Luisa».

«Eso suena un poco a amenaza, lamento decirlo.

Atentamente, Luis».

«Yo, estimado Luis, hay dos cosas que nunca, jamás hago. Una es amenazar. La otra es ir de farol».

Las oficinas tienen, matices aparte, el pálpito de las aldeas. Hay que templar muchas gaitas para que reine la paz.

 

La esquina de Rubine con Pedro Barrié es al cabo de Buena Esperanza, lo que Montevideo con Pondal es al de Hornos (¿era el de Hornos?). Aquí el dragón de los vientos convierte el empleo del paraguas en algo inútil, un empeño de pronóstico más bien desfavorable, un vano esfuerzo por no caer en el ridículo.

Ya se atisba El Reloj a la vuelta de Arenas Quintela. Las sortijas concéntricas de las farolas, a-la-lluvia-rutilantes, presagian tabla, aroma a prensa recién y cafeína. Flanqueado Neptuno salta un whatsapp. «CLING». Derrota hacia el Sham-Rock y, bajo su toldo, se guarece. Desde allí avizora El Reloj, su terraza, hábil para que fumen a gusto los burócratas del Cantón. De dentro viene una luz de madera, cálida, como el regazo de una madre.

 

«Te has ido en el coche nuevo?».

 

«Sí».

 

CLING:

«Y has sacado la basura?».

 

«Sí».

 

CLING:

«Te habrás acordado de tirarla.

No la tendrás aún en el maletero…».

 

«Sí… No… No me acuerdo».

 

CLING:

«La dejaste sobre el suelo de la entrada

para coger las llaves, ¿a que sí? Hay una

mancha tremenda en el terrazo y apesta».

(Terrazo. Le llama terrazo a un gres de a cien euros el metro).

 

«¿Y?».

 

CLING:

«Pues que una bolsa pierde».

 

¿Una bolsa pierde? Un fuego le empieza arañar las mejillas. Maldita sea. Debe volver sobre sus pasos a toda velocidad.

Intenta ir al galope pero se fatiga pronto. Ahora no llueve, no obstante sopla un viento de gradiente variable, gélido, tozudo. Su conato de esprint ha convertido su regreso en una marcha de aire cardíaco. Sus manos empergaminadas por el frío no hallan acomodo bajo los puños de las mangas. El anorak que ondea con fulgor al viento sursudoeste le apelmaza la carne.

Por poniente se aproxima un nimbo cárdeno salido del mismísimo infierno. Se aproxima y trae ojos de contienda. Se acerca, desollada la panza, más y más.

Bajo el raso del traje comprado de ganga en Massimo Dutti el whatsapp se empecina: CLING. CLING. CLING. Sincopado con él, nota el martilleo de la sangre en los huesecillos del oído. CLING, FLUM, CLING, FLUM, CLING, FLUM…

Por fin divisa el Audi. Acciona el mando, los cierres se desenganchan, las cuatro puntas del auto parpadean ahora. Llega a su altura y, apenas toca con las yemas el pulsor del maletero, la puerta sube neumática, con el rigor alemán de siempre. Y también (por qué no decirlo) con una pizca de glamur.

 


 

José Agustín Mosquera Cacheiro. Nace en el 71, el año en que Nixon abandona el patrón oro, a Charles Manson le conmutan la pena de muerte y Mónaco, contra todo pronóstico, gana Eurovisión. En casa, anda a gatas sobre un tablón de obra, imagina arcos en medio del maíz y aprende a multiplicar. Sale por proa del sistema educativo licenciado en Filosofía. Trabaja sus buenos quinquenios en la empresa privada y en el 2015, a la segunda, lo admiten en una entidad de derecho público en su España natal. Desde hace un puñado de años se ocupa de la intendencia de un Blog llamado Copacabana (https://xosecacheiro. blogspot.com.es/2017/) adonde sube poemas, cuentos y dibujos. No es gran cosa pero a él le basta para sentirse intermitentemente feliz.

 📩 Contactar con el autor: agustin.mosquera [at] yahoo [dot] es

🖼️ Ilustración: Fotografía por Lernestorod / Pixabay [Public domain]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero) · n.º 99 · julio-agosto de 2018

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