relato por
Rafael Cruz-Contarini

 

L

uis salió de su casa por la mañana con una maleta, una pequeña mochila donde guardaba su portátil y la bolsa de basura que cerró con cuidado metiéndola dentro de otra bolsa para que no se derramara ningún líquido de las latas de conserva que abrió la noche anterior. Revisó que no dejaba nada encendido: el enchufe de la TV, el de la olla eléctrica, el módem, las luces… Todo en penumbra. Echó el cerrojo dándole tres vueltas y acelerando el paso se dirigió a los contenedores. Antes de abrir uno de ellos, sacó un guante de plástico de los que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y se lo puso para no tocar directamente la tapa.

Al arrancar el coche, Luis miró en la guantera y comprobó que el billete de avión estaba allí. Lo cogió y se dio cuenta de que aún faltaban cuatro horas para el despegue. Tomó un CD de The Beatles y lo introdujo en el lector. Sonó Penny Lane. De camino, en el primer semáforo en rojo, miró a la conductora del deportivo rojo descapotable que había parado a su lado. Ambos se miraron e inmediatamente después su vista se dirigió al pequeño portafotos que llevaba pegado en el salpicadero donde aparecían sus dos hijas, aún pequeñas, y otro hueco sin imagen alguna. Al cambiar a verde intentó seguir al deportivo, pero desistió al darse cuenta de que el monovolumen que conducía no era lo suficientemente potente como para seguir su estela. Otro semáforo le obligó a parar. En ese momento, un piloto rojo se encendió en el cuadro de mandos. La aguja del combustible indicaba la reserva. Luis avanzó unos cien metros y giró a la derecha. Se detuvo en una gasolinera y todos los surtidores estaban ocupados. En uno de ellos se encontraba el deportivo rojo sin su ocupante. Maniobró hasta colocarse detrás. Esperó hasta que la chica rubia con el suéter rojo pagara en la tienda y se dirigiera a llenar el depósito del coche. Luis le pitó y ella, sorprendida, lo miró.

—¿Te ayudo? —dijo Luis.

—No hace falta, gracias. Eres muy amable —dijo ella mientras se disponía a descolgar el surtidor.

—¿No tienes guantes de plástico? Parece que se han terminado. Te puedo ofrecer un par de ellos.

Luis apagó el coche y se dirigió hacia ella. Metió la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta y mientras se los ofrecía leyó el título del libro que ella tenía en el asiento de atrás: Iluminando la mente de cada eneatipo. Junto al libro aparecían un par de barritas energéticas y un pequeño bolso beige adornado de muchas plumas prendidas con alfileritos.

—Estas gasolineras, después del dineral que ganan, no son ni para tener un puñado de guantes de plástico a disposición de los clientes.

—Lo cierto es que me vendrían bien. Después se te queda el olor a gasolina en las manos. Gracias, de verdad, pero no era necesario que…

—Veo que te gusta la psicología de la Gestal. Conozco el paradigma de los eneatipos. Precisamente ahora me dirigía al aeropuerto porque en Valencia daré una ponencia sobre estos temas.

—¡Oh!, sí! Intento conocer mejor los comportamientos de quieres me rodean.

El contador del surtidor seguía marcando los litros y el importe. Luis veía cómo corría a toda velocidad. Se echó mano a la cartera y de ella sacó una tarjeta de visita.

—Toma, seguro que resultará interesante una charla sobre el tema. Ha sido una casualidad encontrarme con alguien a quien se interesa por los eneatipos. Por cierto, ¿a cuál de ellos corresponde el tuyo? El mío es el número seis, con influencia del siete y del nueve —dijo él.

—Nadie lo diría con ese arrojo. El mío corresponde al número siete —mientras el contador llegaba a su fin y ella colocaba la manguera en su lugar, recogió la tarjeta, la leyó y después la dejó sobre el asiento.

—¿Sabes? Pensé por lo poco que he visto de ti que estarías entre el siete y el tres —Luis dio un paso hacia atrás y recorrió con la mirada todo el cuerpo de la chica—. Aunque nadie lo diría. Yo te daría un diez —una gran carcajada salió desde el estómago mientras se llevaba las dos manos a la boca.

—Muy ingenioso, Luis. Muy ingenioso. Aunque ya sabrás de sobra que los eneatipos tienen nueve caracteres y no diez. Pero he de reconocer que es la primera vez que me lanzan un piropo tan agudo —dijo ella abriendo la puerta y sentándose para partir.

—No olvides esa charla. ¿Me llamarás? —dijo él mirando el reloj sin dejar de mirarla a ella—. ¡Oh! Aunque tengo tiempo, aún he de repostar. ¿Me llamarás? Ha sido un designio que el destino nos ha preparado, ¿no crees?. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Tengo tu tarjeta y tu número. Ya lo sabrás —dijo ella arrancando el bólido y despidiéndose con la mano—. ¡Ah!, ¡mi nombre es Clara! Ciao.

 

El parking del aeropuerto estaba lleno. Luis aparcó en la zona prohibida de carga y descarga mientras esperaba que alguien saliera o desocupara una plaza de superficie. Accionó los cuatro intermitentes cuando alguien golpeó la ventanilla. Bajó el cristal y un agente le ordenó que tenía que marcharse inmediatamente de ese lugar. En vez de obedecer, Luis salió del coche aún encendido.

—Señor agente, solo serán cinco minutos mientras se desocupa una plaza en el parking.

—Lo siento señor. No puede detenerse en esta zona, está prohibido parar.

—Disculpe señor agente, si sigo no podré retornar y tendría que tomar de nuevo la autopista —con aire sumiso y compungido Luis golpeaba insistentemente la puerta con los nudillos—, tengo que facturar en unos minutos y aunque aún dispongo de media hora sería un serio contratiempo para mí —se agachó con la mano derecha en el estómago y empezó a toser como si se hubiese atragantado—. Lo siento —dijo con un hilo de voz—, he de tomarme unas pastillas. Cuando me encuentro en estados de tensión, mi corazón empieza a sufrir —su cara empezó a enrojecerse mientras se echaba mano al bolsillo interior de la chaqueta.

—No más de cinco minutos —cedió el agente—, si no me veré obligado a sancionarle.

En ese instante un coche salió del parking y la luz verde de la entrada se encendió.

—Muchas gracias, ahora mismo lo retiro. Ha quedado libre una plaza.

Mientras buscaba aparcamiento, Luis pasó cerca de un coche rojo muy parecido al de Clara. Se detuvo y miró hacia todos los lados. Sacó un bolígrafo del bolsillo y en una hoja de una libreta que guardaba bajo el reposa brazos dejó una nota escrita. Después de unos minutos arrastrando una pequeña maleta se dirigió al cajero y echó varias monedas. Seguidamente recogió una tarjetita azul y volvió a mirar hacia ambos lados y atrás como quien busca a alguien. Cruzó una pequeña carretera y se dirigió hacia la puerta de embarque.

 

25º C y 55 por ciento de humedad marcaba el termómetro del gran vestíbulo en el área de pasajeros. Un altavoz anunciaba las llegadas y salidas sobre una música de fondo. Luis se situó al final de la cola del mostrador número seis correspondiente al vuelo de las 13:00 con destino a Valencia tras un señor de mediana edad. Al llegar su turno le pidió a la azafata que le diera un asiento de ventanilla, pero todos estaban ya ocupados. El pasajero de mediana edad, que oyó la conversación antes de marcharse, le ofreció cambiarle el asiento por el suyo.

—Muchas gracias. Es usted muy amable —dijo Luis.

—No me sienta bien ese lado. No hay de qué —el señor sonrió como satisfecho de haber realizado una buena acción.

 

Antes de embarcar, Luis se sentó en una pequeña terraza cerca de un gran ventanal para tomarse un refresco mientras veía aterrizar y despegar los aviones en las pistas. Al girar la cabeza, vio a una mujer de rojo que atravesaba el arco de seguridad sin poderla ver de frente. Luis se levantó y se dirigió a toda prisa hacia el arco sin pagar la cuenta de su consumición. Al llegar se despojó del cinturón y de varias cosas más que llevaba en los bolsillos depositándolas en una pequeña bandeja. Una caja de fármacos llamó la atención del vigilante que tuvo que apartarlo de la fila junto a una pequeña puerta.

—Lo siento señor, pero he de pasarle el escáner de mano. Son la normas.

—Me gustaría llegar a tiempo antes de la hora de despegue. Tengo que hablar con una pasajera antes de ese momento —Luis abrió los brazos mientras el policía pasaba una especie de bastón alrededor de su cuerpo.

—Lo siento, pero debe de tener algo metálico en los bolsillos que hace sonar la alarma —dijo el agente.

—No sé. Creo que he dejado todo en la bandeja —Luis volvió a meterse de nuevo las manos en los bolsillos y sacó un pequeño paquete de chiles—. Es todo lo que llevo encima.

—Déjelo en la bandeja —dijo el policía que pasó de nuevo el escáner de mano alrededor del cuerpo de Luis—. Perfecto, ya puede pasar.

—Pero, ¿cómo es posible que un paquete de chicles suene como algo metálico? —dijo Luis. El policía, rasgó el paquete descubriendo la segunda envoltura.

—¿Ve ahora el motivo? —un resplandeciente papel platino quedó al descubierto mientras ambos sonreían.

—He de salir corriendo. Gracias, señor agente —dijo Luis.

—Buen viaje —dijo el policía.

 

Una tenue luz invadía la cabina del avión. Todos los pasajeros, salvo Luis, estaban ocupando los asientos. Las azafatas sonreían a su paso y algunos levantaban la cabeza y le dirigían la mirada. Luis sacó del bolsillo el billete y se detuvo en la fila que indicaba el asiento de ventanilla. De soslayo observó que compartiría asiento con una chica de unos treinta y pocos años que leía apoyando el libro sobre la bandeja delantera. Antes de pasar a su lado, introdujo la maleta en los compartimentos superiores no sin antes sacar un pequeño portátil.

—No se levante aún. Tengo que hacerle una pregunta a la azafata —dijo dirigiéndose a su acompañante.

—Como desee. No se preocupe por mí —dijo la mujer levantando la vista de un libro marcado por la mitad.

Luis, se dirigió hacia la zona de azafatas mientras recorría con la mirada todos los ocupantes del avión. No dejó de mirar a ambos lados hasta que se detuvo en la fila tres, donde se encontraba una chica con un vestido rojo. Esta, a su vez, le dirigió lo miró con cara de extrañeza.

—Disculpe, pensé que era otra persona —Luis se metió el billete en el bolsillo y desanduvo los pasos en dirección a su asiento.

Una voz pidió a los pasajeros que ocuparan sus respectivos lugares y se abrocharan el cinturón: Por favor, señores pasajeros, les habla el comandante. Por su seguridad presten atención a las instrucciones que nuestros asistentes les proporcionarán en breves momentos. Y recuerden, está prohibido fumar y levantarse durante el despegue. Así mismo, les recuerdo que deben desconectar….

 

Luis permaneció durante medio trayecto absorto y mirando por la ventanilla. De vez en cuando alternaba la mirada de soslayo a su acompañante. Ella no dejaba de leer y de vez en cuando cogía de un pequeño bolso un chicle o un caramelo. Hubo un momento en que a ella se le cayó el marca páginas y fue cuando por fin él se atrevió a preguntarle.

—Parece interesante —acompañó el comentario con un gesto asertivo.

—Bueno —dijo ella—. Me gusta la novela negra. Es tan absorbente. Suele distraerme y hace que el tiempo pase más deprisa. Me encanta Patricia Cornwell.

—Leí en su momento a Chandler y a Hammet, sobre todo por su vinculación con el cine. Y recientemente a Stieg Larsson —Luis no dejaba de mirar a las manos de ella.

—Mis lecturas son puro entretenimiento. Me he acostumbrado a leer cuando viajo —dijo ella con una leve sonrisa.

—Miro tus manos.

—Sí, ya me he fijado. Son manos de pintora. Seguramente no serán las más bonitas que hayas visto —dijo ella mientras las cerraba ocultando las uñas.

—No es lo que más admiro en las mujeres, precisamente.

—Ya sabes que todo oficio conlleva un sacrificio. Y en este los disolventes terminan por dejar huella.

—Me llamo Luis, ¿y tú? aunque déjame adivinarlo, es un pequeño juego que hago inconscientemente cuando observo a las personas.

—Bueno, pues ¿cómo me llamo? —dejó de nuevo una sonrisilla nerviosa.

—En realidad no solo juego a adivinar o poner nombre a las personas, sobre todo a las chicas, sino que además me gusta imaginar su carácter o tipología caracterial por los gestos faciales o comportamientos espontáneos que presentan.

—Ah, ¿si? Verás tú si voy a aprender hoy más de lo que imaginaba.

—¿Quién sabe? Aunque en realidad, en una buena charla suelen aprender ambos interlocutores —Luis, en ese momento reclinó levemente el asiento hacia atrás.

Una leve turbulencia hizo que el libro de la mujer cayera al piso del avión entre los dos asientos.

—¡Cuidado que Patricia se va a enfadar! —dijo Luis entre risas.

De nuevo la voz: Por favor, rogamos a los señores pasajeros que se abrochen los cinturones, estamos pasando por una zona de turbulencias…—se oyó por los altavoces.

—Me recuerda a mi infancia, cuando me montaba en las atracciones de feria —dijo ella.

—Sería divertido si no fuera por la altura a la que vamos —dijo Luis mientras recogía el libro y se lo entregaba a su dueña.

—Bueno, sigo esperando a saber mi nombre —la mujer había sujetado el libro entre las rejillas del respaldo delantero.

—Creo que puedes llamarte Maite. No sé, es un nombre que asocio con la alegría y la creatividad.

El carro del almuerzo estaba acercándose a la fila de la pareja mientras hablaban sin parar.

—¿Qué desean tomar? —preguntó la azafata.

—Agua y un sándwich mixto, por favor —dijo él.

—Para mí también agua y el sándwich que sea vegetal —dijo ella—. Maite, uhmm… No está mal. ¿Y a qué carácter me asocias?

—Me inclino a pensar que tu tipo, en el espectro del eneagrama, es que soy psicólogo, —incidió Luis—, se encuentra en el número dos, que quiere decir que suelen ser personas altruistas y con ganas de sentirse necesarios.

—En algo no te equivocas —dijo ella tapándose la boca con una servilleta—. Me gusta ayudar a la gente y más si lo necesitan. Aunque en el nombre no has acertado. Me llamo Julia, pero firmo mis obras como Julya, con ye entre la ele y la a.

—¿Te diriges a Valencia?

—Sí, vivo allí. Ahora estoy exponiendo en una sala de la Diputación. Si quieres puedes acercarte y visitarla. Toma este folleto, ahí te indica la dirección y algo sobre mí —dijo ella sacando del bolso unos papeles.

—Me encantaría. Seguro que me acerco. ¿Te espera alguien a la llegada?

—No, si quieres puedo acercarte hasta la ciudad. Tengo el coche en el parking.

—Sería estupendo. Y más aún si esa u otra tarde quedáramos para tomar algo y conocernos mejor —se lanzó a proponer.

—Uhmmm… bueno, tal vez… se lo diré a mi novio y podríamos quedar para tomar algo, claro que sí —dijo Julia.

 

Después de una pequeña siesta en la habitación del hotel, Luis salió y tomó un taxi que lo trasladó hasta el centro de la ciudad. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó dos tarjetas de visita y un pequeño recorte de periódico con anuncios breves. Una de ellas era de una tal Lucía y la otra, de Julya. Guardó una con el trozo de periódico, y la otra le sirvió para marcar un número de teléfono.

—¿Galería Ibáñez? —mientras esperaba la respuesta, Luis golpeaba con los nudillos la farola que tenía tras de sí—. Me gustaría saber el horario de la exposición —miró el reloj y sacó la cartera comprobando que había dinero en su interior.

 

Una luz tenue invadía el interior de la galería. Estaba solo y el encargado le invitó a que paseara por las diferentes salas —creo que le gustará—. Los cuadros se disponían a lo largo de grandes paredes iluminados con focos directos que resaltaban y daban brillo a las pinturas. Un estilo hiperrealista combinado con toques oníricos hacían de las obras un conjunto singular. Nada más verlos, Luis quedó absorto. Más de quince minutos estuvo delante del primer cuadro.

—¿Me podría proporcionar un catálogo de precios, por favor?

—Claro que sí, aunque he de advertirle que los marcados en rojo están ya vendidos —el encargado se aproximó a un pequeño mostrador y accionó los ventiladores.

Después de una hora mirándolos todos, Luis se acercó de nuevo al encargado de la exposición.

—Me llevaré el número quince.

—Muy bien, creo que acierta porque de los que quedan es tal vez el mejor. ¿Lo retirará o se lo aparto?

—Me lo llevaré ahora.

—Se lo envolveré, señor. En diez minutos lo tendrá listo. No es muy grande y podrá transportarlo con facilidad en una sola mano.

—Muy amable —dijo Luis con cierta satisfacción.

 

Antes de sentarse en el banco de una pequeña plaza, Luis leyó el rótulo que indicaba el nombre del lugar. Apoyó el cuadro sobre el asiento y en esta ocasión sacó del bolsillo la tarjeta de visita en la que aparecía el nombre de Lucía Tamargoempresaria—, y el recorte con los anuncios. Miró ambos durante unos minutos y se decidió a marcar el número de la tarjeta.

—¿Lucía? Soy Luis, ¿te acuerdas de mí? Sí, el psicólogo. ¿Sabes?, acabo de tener una experiencia mística…

 


 

Rafael Cruz-Contarini

Rafael Cruz-Contarini O., nació en Montilla (Córdoba). Es licenciado en Ciencias de la Educación y máster en Escritura Creativa por la Universidad de Sevilla. Actualmente desempeña tareas de orientación en un Centro de Secundaria. Ha dedicado parte de su tiempo a impartir talleres de creación literaria en cursos de formación a docentes y ha participado, como autor de varios libros de literatura infantil y juvenil, en diversos talleres, cursos y mesas redondas. Pertenece al CIJ del Centro Andaluz de las Letras y ha recibido el V Premio «Luna de Aire» de poesía para niños por la obra Estelas de versos, y con anterioridad, el poemario Sal de este Son fue distinguido con un accésit en el mismo certamen. Es cofundador de la Orden Literaria William Shakespeare. También ha participado como escritor en algunos libros y revistas literarias.

Contactar con el autor: rcco2005 [at] gmail[dot]com

Ilustración relato: SarahRichterArt / Pixabay [dominio público]

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 98 · mayo-junio de 2018

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