relato por
Óscar A. Martínez Molina

 

L

a bala salió del fusil —un rifle de asalto intermedio de un solo proyectil—, disparado desde una distancia de cien metros, iba dirigida contra el hombre que, se asomó por el balcón, y que, desde dentro de aquella habitación cerraba la ventana de dos hojas. Cada mano sostenía cada hoja e iba haciendo el movimiento preciso.

La vieja desde la sala, acompañando al marido, oyó el sonido del disparó y corrió a la habitación al oír también el ruido de algo o alguien cayendo dentro. Halló la habitación vacía. La ventana del balcón, abierta. Atravesó para cerrarla. Tropezó la mirada con el cuaderno abierto, y la escritura interrumpida. Leyó rápido en una breve ojeada.

«La vieja desde la sala, acompañando al marido, oyó el sonido del disparó y corrió…».

Salió despavorida gritando.

—¡Viejo, viejo!, estamos en el cuaderno… ¡Viejo!

El marido, un hombre entrado en años, lúcido y corpulento, tomó el control de la televisión, y puso pausa a la película que ambos estaban viendo —hasta antes que su mujer se levantará al oír el disparo—. Se levantó de la poltrona, y se dirigió al cuarto. Entró, y al paso, tomó de una mesa de centro un bolígrafo. Vio que la ventana estaba abierta. La del balcón. Y que la habitación se hallaba vacía. Volteó a la mesa de trabajo y descubrió el cuaderno de apuntes. Mientras caminaba hacia allá, dijo:

—¡Ah!, cómo chingan con este cuento…

Y leyó a vuelo de pájaro las últimas líneas escritas.

«Y leyó a vuelo de pájaro las últimas líneas escritas».

Comenzó a escribir al calce.

Y colorín, colorado este cuento se ha acabado.

Cuando puso el punto final de la frase, dio vuelta de nuevo hacia la sala. Llamó a su mujer. Quitó la pausa y siguieron viendo la película.

En la habitación el escritor esta ensimismado escribiendo una historia que comienza de este modo.

«La bala salió del fusil —un rifle de asalto intermedio de un solo proyectil—, disparado desde una distancia…».

Hace frío. La ventana del balcón está abierta. Deja su cuaderno de trabajo. Suelta el bolígrafo sobre la mesita de centro. Se asoma al balcón. Coge cada una de las hojas de la ventana con las manos, y hace entonces el movimiento preciso para cerrarlas.

La bala disparada desde los cien metros, pega justo en el pecho. Esta vez la vieja y el viejo no se inmutan, a pesar de haber escuchado claramente el sonido del disparo, y el ruido de algo, o alguien, cayendo en el cuarto. Solamente le suben el volumen al aparato. Mañana, cuando la policía indague lo del disparo y el muerto, ellos alegarán que no oyeron nada. Que son bastante sordos y que siempre ponen el volumen de la TV muy alto. A nadie se le ocurrirá revisar minuciosamente el cuaderno de apuntes. Ni de lo que trata el cuento. Ni mucho menos que hay dos tipos de letras en uno de los párrafos. La del escritor, y el «colorín colorado» del viejo.

A cien metros hallarán en efecto un rifle de asalto intermedio. Los de balística comprobarán que la bala del pecho del muerto fue disparada desde esta arma, y encontraran huellas dactilares nítidas incriminando a…

¿Incriminando a? —preguntó entonces el comandante.

Arrebatando el cuaderno de apuntes a su asistente. Y repasando la última frase.

—Incriminando a…

 

El escritor está inmerso en su trabajo. Se imagina la escena:

«La habitación amplia. El balcón y la ventana. Esta última tiene que estar abierta. La pareja de viejos con cara de asombro, entre ansiosos y asustados por la muerte, y sobre todo por las indagatorias. El asistente del comandante sosteniendo el cuaderno y leyéndolo en voz alta. El comandante, serio, con los brazos cruzados a la espalda y los dedos de las manos entrelazados. El cadáver en el suelo.

De algún modo al imaginar a este último, siente escalofríos que recorren su espalda. Él sabe que para darle peso al cuento. Fondo y forma, aquel cuerpo necesariamente deberá ser el suyo».

En la historia, es el único que aparece tomando café.

—¿Dónde lo dice?

Aquí…

«En la historia, es el único que aparece tomando café. Lo hace mientras en su mente repasa la escena. Mientras imagina cada espacio. Cada gesto. Cada tiempo. Sorbe lento el expreso que se ha preparado. El sexto o séptimo café caliente y sin azúcar de la jornada. Piensa también en el momento en que se asome por el balcón.

¿Cómo deberá cerrar la ventana?

Si debe o no ver hacia el sitio desde donde dispararán la bala, o si debe ignorarlo y simplemente ofrecer el pecho.

Eso de algún modo le genera dudas.

¿El enigma del asesino? Piensa.

¿Cómo darle verosimilitud al cuento?

¿Asesino el viejo o la vieja? No tiene peso. No hay motivos. Ellos le alquilan el cuarto de pensión, y él no tiene ni donde caerse muerto.

Aquí el escritor sonríe al pensar que sí tendrá donde caerse muerto. Piensa de nuevo en la ventana, el balcón y el cuarto».

—¡Celos! —exclama y se ilumina su rostro.

Asesinado por celos. Siempre creíble en estos relatos.

La joven mujer y su novio, la llegada a la pensión, el flirteo discreto. Y después el encuentro. La mirada de la vieja al darse cuenta de aquello.

—Cómo pudieron engañar de ese modo al novio. Su propio nieto. Y él tan bueno.

Pero creíble, ¿dónde dice eso?

Aquí también…

«El escritor llegó aquella tarde de invierno al pueblo. Hacía frío. Había recorrido las solitarias calles hasta dar con la casa que le recibiría. Su equipaje era escueto. Una pequeña maleta en la que cabían dos o tres prendas de ropa. Su cafetera. Una de esas maquinitas eléctricas en las que se preparan cafés expresos. Un bote lleno de café molido. Y una pequeña taza para el café. El cuaderno de notas.

Pagó la estancia por adelantado. Tres meses. Y la única condición: Cero molestias. El encierro y la soledad para trabajar».

Allí, el mismo día que arribó, conoció a la pareja. Justo después de pedir cero molestias.

El joven tiene la mirada extraviada. Se le ve nervioso. Trabaja en las labores de la granja. Es el único nieto de la pareja de viejos. Y el único que los acompaña. Es buen tirador con rifle y escopeta. Le gusta la caza.

La joven es una mujer guapa. Americana. Llegó como el escritor, recomendada a la pensión y se quedó como amante y compañía del joven. Han sido pareja los últimos tres años. Es delgada y alta. Piernas fuertes. Nalgas firmes. Los ojos son de un azul intenso. Ni una sola pizca de maquillaje y muy bella. Nariz recta y pequeña. Labios absolutamente mordibles. Pensó el escritor al conocerla.

Ese día vestía una blusa gruesa que dejaba imaginar los senos, y una falda que mostraba en relieve muslos y piernas.

Los saludos y las presentaciones que sobran.

Paja. Paja —pensó el escritor mientras escribía el cuento.

Y se dispuso mejor a describir, con detalle, el encuentro en aquella habitación.

Han salido los viejos y el nieto, de visita de algún pariente moribundo.

Ella toca quedo. El suspende la tarea. Justo en el último párrafo.

«Han salido los viejos y el nieto, de visita de algún pariente moribundo».

Abre la puerta. Sonríen.

Ha habido tanta espera. Tantas miradas cruzadas al azar. Tantos roces discretos. Tantas vueltas en la cama. Tanto pensamiento insomne.

No hay tiempo —dice ella, y se prende a los labios. Abrazada a su cuello.

El responde recorriendo con las manos aquel cuerpo. La espalda. Las nalgas. Los muslos. Ávidos. Desesperados. Se desnudaron entre ambos, por completo. El descubrió en aquel cuerpo desnudo el manantial donde abrevar sus sueños.

La poseyó con paciencia y lujuria.

Mientras escribe, se cuestiona si es posible la paciencia y la lujuria.
Y ella se entregó inocente y voraz. También se cuestionó esto.

Después de aquella tarde la búsqueda entre ellos, ahora amantes, fue un rayar en la locura.

En el pecado de indiscreción.

Las coincidencias de encuentros pasaron de ser casuales, a inocentemente absurdos. De fugaces a prolongados. Eternos. Con roces velados y tocamientos abiertos. Expuestos. Ella en más de una ocasión rozando la mano, apretando el antebrazo. Tocando la entrepierna, y el miembro. Él asiduo y obstinado con las nalgas y los pechos. ¡Indiscretos! Tenía que llegar el momento de ser descubiertos. Y finalmente lo fueron. La vieja los descubrió una tarde, en que él fingió un paseo fuera del pueblo, y ella una indisposición y el encierro. Mientras, el viejo y el novio andaban en el trabajo.

Escribió el escritor, en el cuaderno de notas…

«La vieja no tuvo que hacer otra cosa que seguirla a ella los pasos. Había descubierto las miradas y los roces. Y sospechado los tocamientos. Escuchó sin inmutarse cuando ella, en el mayor sigilo abandonaba su habitación y escabullíase, escondiéndose, confiada.

Lo supuso y acertó. El desvencijado y abandonado granero.

Pobre de mi nieto —pensó, mientras los observaba.

Entrega. Pasión. Lujuria.

Besos. Manos. Caricias. Sexo. Mucho sexo».

Esa tarde, la abuela se lo platicó al nieto, con todo lujo de detalles.

—Lo entiendo, de veras que lo entiendo —decía ella, en clara alusión al enojo y a la rabia del nieto.

Después, hizo lo mismo con el viejo.

Son sus sentimientos, tanta soledad y mira lo que viene a ocurrirle ahora —le dijo.

Y no cejó en el empeño hasta encontrar en los ojos del hombre, que lo había entendido todo.

En el cuaderno de notas, garabatos y burdos dibujos. Granero abandonado. Senderos enmontados. El cuarto y la casa descritos a detalle. Y los nombres de cada uno.

 

ilustración relato novela negra

ilustración relato Óscar A. Martínez Molina

 

 

 

 

Viejo, Federico

Vieja, Eugenia

Nieto, o joven novio, o varón celoso, Alfredo

Novia, mujer joven, americana, o bella, Alice (es Americana)

Comandante y asistente de policía, sin nombres

Pueblo, y allí con tachaduras, Yajalón, Salto de agua, Berriozábal; finalmente sin tachadura, Lomas altas, Altamira

¿Escritor?, Óscar

 

Y todo esto, en el ir y venir cotidiano, en las faenas de limpieza de aquella habitación del pensionado, y en el descuido de dejar expuesto el cuaderno de apuntes, lo había leído la vieja. De allí los gritos desaforados, ante aquel descubrimiento.

 

—¡Viejo, viejo!, estamos en el cuaderno… ¡Viejo! —había exclamado, con el rostro descompuesto, y la mirada enardecida.

 

El asesino, cazador experto. Calculó la distancia, veinte metros. No más que eso. Un poco el asunto del viento. Ajustó la mira de poco aumento, solamente para estabilizar. Se había inclinado por aquel rifle de disparo único. Esperó paciente. Había observado en otras ocasiones.

El escritor estaba agachado, escribiendo. Tomaba el café con parsimonia. Corría una ventisca fría. Dejo la tarea de escribir. Caminó hacia el balcón. Tomó cada una de las hojas de la ventana con las manos y justo lo decidió en el último instante, en la última milésima de segundo. Miró directo hacia donde sabía de antemano que estaría el asesino.

Esta vez, el disparo dio directo en el blanco. La cabeza rebotada hacia atrás. El cuerpo impactándose contra el suelo. El pecho limpio. El proyectil destrozando la cara.

En ese momento, en la sala de la casa, el viejo había subido el volumen al televisor. En eso habían quedado con el nieto. Por cualquier intento de averiguación.

La novia americana, Alice, (ahora sabemos el nombre), también había sido asesinada. Eso nunca lo supo el escritor.

El viejo dijo entonces a su mujer.

—Hay que deshacerse de los cuerpos.

Ella suspiro profundo y solo murmuró.

Pobre de mi nieto, este par seguro se conocían de tiempo atrás.

¡Escritor, escritor!, puro cuento.

¿Qué hacemos con el cuaderno de notas, viejo? —dijo Eugenia, casi en un rugido.

—Al fuego —gritó Federico. Molesto.

 

Estaba harto de la vocecita de la vieja y de sus gritos. De las interrupciones cuando estaba frente al televisor, de las peticiones de favores en los momentos más inoportunos. De los arrumacos al nieto.

En este punto, brillaron de pronto sus ojos.

De algún modo, ahora que Alfredo (el nieto) andaba ya a salto de mata, huyendo por el doble asesinato, tendría la oportunidad de acabar con la vieja. Empezó lento a fraguarse en su mente algún incidente casual, algún accidente de esos que suelen pasar en casa. Escuchaba el sonido cada vez más lejano del televisor. Dormitaba. Ahora, apenas alcanzaba a entreabrir los ojos. El sueño cada vez más pesado, llevándolo al abismo del que ya no hay retorno. Se agregó después, la ruidosa respiración, y la ansiedad por devorarse en cada bocanada, todo el aire que pudiese entrar a sus pulmones. Desesperación y angustia, dolor en el pecho. Paro respiratorio y muerte.

En la cocina Eugenia, hace una pausa.

—Bueno, 911. Sí, gracias.

—Que se ha quedado dormido en su poltrona —dijo esto último con vocecita preocupada.

—¿Señorita, qué hago?

—Sí, gracias. Sí, muchas gracias.

Y colgó el teléfono.

—Me dijo que al fuego —recordó lo último que le había dicho el viejo y junto con el cuaderno de apuntes, se deshizo también del sobrante de ricina, del empaque y de cualquier evidencia habida.

—Pobre de mi nieto —suspiró, mientras pensaba en que estaría muy sola en aquella casa, y aquella granja. Sola, y extremadamente tranquila.

De algún modo empezó a sonreír como hacía tiempo no lo había hecho.

 


 

Óscar A. Martínez Molina

Óscar A. Martínez Molina (Yajalón, Chiapas, 1958). Es médico Cirujano Ortopedista por la UNAM. Profesor de posgrado del curso de Ortopedia y traumatología de la facultad de Medicina, UNAM. Autor de artículos de la especialidad en revistas indexadas. Coautor del libro: Patologías del hombro (Ed. Alfil). Actualmente en proceso de publicación el libro: Inestabilidades del Hombro, en el que colabora con dos capítulos. Ha participado en los talleres de escritura: Laboratorio de Escritura Autobiográfica (poeta Víctor Sosa) de la Facultad de Filosofía y Letras UNAM. En el de cuento (Leo Mendoza) de la Escuela de escritores Sogem. Y Literatura y Violencia en el Cuento Contemporáneo (Maestra Alejandra López Guevara), de la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.  Primer lugar en la categoría de cuento del Concurso de Creatividad Literaria Pemex 2007, con el cuento La aguja de arria. Le juro que fue la luna forma parte de la antología Más cuentos irónicos (Ed. Selector). Publica en La página de los cuentos desde 2003. Y participa en los blog: Médicos Mexicanos por la Cultura y el Arte. Y Creatividad Internacional (red de literatura y cine). Sus cuentos El viejo profesor de narrativa, y Posesos de lujuria, fueron publicados en los números 169 y 170 de los meses de marzo y abril del 2015, en la Revista el Búho, dirigida por el Profesor René Avilés Fabila. Actualmente en Amazon su libro Aromas de café —un total de cincuenta relatos entre breves y no tan breves—, en torno a una taza de café.

📩 Contactar con el autor: marmolina_58 [at] hotmail [dot] com

👁 Leer otros relatos de este autor (en Almiar): Ciudad y memoriaEl tren lastrero

🖌 Ilustración: Dibujo remitido por el autor del relato (La catrina de paseo, arte popular mexicano, Curso de dibujo C. C. Helénico, Ciudad de México)

 

biblioteca relato Apuntes novela negra

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · 🛠 PmmC · n.º 97 · marzo-abril de 2018

Lecturas de esta página: 308

Siguiente publicación
Hay gente cuya afición por las reglas obedece a la…