relato por
Arturo Rubio

 

L

a hoja del cuchillo va moviéndose de un lado a otro en cadencia con mi caminar. Pero el intenso ruido de la calle logra que me olvide a ratos de aquel objeto que perfora mi pulmón izquierdo. Por más que lo intento no logro recordar cómo llegó allí. Tal vez alguien, sin mala intención, lo enterró allí al no encontrar un lugar más apropiado donde colocarlo. Como aquel que sacando el chicle de su boca, después de buscar a su alrededor, termina por pegarlo debajo de la mesa.

Sin lugar a dudas es debilitante el caminar por la calle mientras la hoja de un puñal se hunde en la espalda de uno. No soy un experto en medicina o fisiología pero el desangrarse poco a poco, gota a gota, seguro que debe tener un efecto nocivo sobre el organismo de cualquiera.

Al doblar la esquina una anciana pasa cerca de mí en sentido opuesto. Tengo la sensación de que me mira. Metros más adelante volteo y está parada allí, viéndome. Sin mucho éxito trata de disimular mirando hacia el aparador de una tienda.  Luego se da la vuelta y sigue su camino. Algo avergonzado apresuro el paso.

Sintiéndome cada vez más débil, me doy cuenta de que caeré al suelo en cualquier momento. No es un buen día para quedar tirado en la calle. Si hubiera sabido que hoy quedaría tendido sobre el asfalto, herido, o tal vez muerto, hubiera puesto más atención a mi vestimenta. Ya me imagino; poco después de quedar inmóvil sobre el pavimento llega un paramédico e inicia su labor. Ve el cuchillo enterrado en mi espalda, pero aun así necesita inspeccionar el resto del cuerpo. Tijera en mano empieza a cortar mis ropas. Quedo semidesnudo allí, ya para entonces rodeado de gente, con el calcetín derecho agujerado, y unos calzones que alguna vez fueron rojos, pero que con el tiempo se han tornado más bien color de rosa. Vaya aspecto.

Recuerdo aquel consejo que me dio mi abuela hace no mucho tiempo. «Vivimos tiempos de desorden e inseguridad. Cuando salgas a la calle asegúrate de traer ropa interior presentable, porque nunca sabes que puede suceder. Pueden atropellarte. O puedes quedar muerto en medio de un tiroteo. Uno debe verse bien hasta en el día de su muerte».

Ahora entiendo ese valioso consejo, razón por la cual apresuro el paso. Aun así, aunque corra, tardaré en llegar a casa por lo menos tres cuartos de hora. Dudo que mi cuerpo resista tanto tiempo. Poco a poco, mi cuerpo se va vaciando. Un fuerte mareo me invade. Estoy aturdido. Me doy cuenta que a ratos  no escucho bien.

Un hombre se para frente a mí y dice algo mientras con el puño cerrado hace un movimiento sobre su pecho, como si se estuviera apuñalando él mismo. En mi estupor no entiendo si me está insultando, o intenta hacerme ver lo del cuchillo, por si acaso no me he dado cuenta.

—Ya se lo cargó la… —alcanzo a escuchar de no sé dónde.

Por mi mente pasan muchas cosas.

—¿Qué calzones me puse hoy? —es lo que más me preocupa.

No me doy cuenta en qué momento caigo al suelo, solo sé que estoy tirado. Siento que alguien palpa mi cuerpo bruscamente y comienza a arrancarme la ropa.

Y entonces recuerdo con toda claridad.

—¡No! ¡Los rojos no! —repito una y otra vez mientras la oscuridad y el silencio me envuelven. Hoy es un mal día para morir.

Arturo Rubio. Es originario de Tijuana, México. Distribuye su tiempo entre la literatura, la fotografía y la informática. Ha publicado artículos, relatos y fotografía en Fifth Wednesday Journal, San Diego Reader, Strange Horizons y otras revistas estadounidenses.

@ Contactar con el autor: artrubio[at]gmail [dot] com

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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