relato por
Luis Ruelas Silva

A

 quien logre encontrarme:

Te escribe el ultimo ser viviente que recorrió el camino oculto a bordo del Albo. A quien la curiosidad le llevó a abandonar las dulces costas que tenía como destino.

Secuestré el níveo barco con la idea de regresar a la tierra que vimos de paso, un lugar de depravación según el capitán, pero que atrajo mi atención al punto de la locura. Algo me llamaba en sueños, me corroía las entrañas con sucia curiosidad. La tripulación no opuso resistencia, no hicieron más que llevar el barco a donde les ordenaba sin rechistar. El capitán ni se inmutó, se quedó parado en la costa viéndonos partir antes de darnos la espalda y volver a la felicidad de la que huíamos. Debo decir que su estoicidad me perturbaba mientras navegábamos, eran como almas en pena que sólo cantaban a la par que remaban. «¿Por qué no soplas? ¡Vamos, sopla con fuerza! Un hombre para tocar la campana, ¡vamos, sopla con fuerza!», cantaban acompasados por un invisible violín. Me helaban la sangre, pero el deseo de placer era mayor que los escalofríos que me recorrían la espalda.

Al anochecer del tercer día llegamos por fin, después de maniobrar por un archipiélago de rocas afiladas y aguas picadas. Sólo yo bajé del barco al llegar, los demás marineros retrocedieron cubriéndose la nariz y boca. Me acerqué a la orilla empapando mis pantalones y botines con lodosas aguas mientras un olor putrefacto me producía arcadas. Avancé hasta la costa notando que aquel olor se convertía de a poco en un dulce aroma; olía a intimidad, a pasión y deseo. En el desvencijado puerto se erigía un gran arco de roca, done había estado grabado el nombre de aquel lugar, pero que el tiempo desgastó para sólo dejar una «X» carcomida.

Me adentré en la iluminada ciudad, los candiles daban una calidad luz rosa a las calles. Hombres y mujeres de hermosos y jóvenes cuerpos me dieron la bienvenida, y con ellos me adentré a sus tabernas para llenarme de vino y placeres. Debieron pasar días, pues al salir de nuevo a las calles había amanecido y mi propio cuerpo estaba agotado. Así, me dirigí al puerto para descansar. Me topé con un triste espectáculo: El Albo estaba encallado en el rocoso arrecife a varias leguas de la costa. No había rastro de la tripulación ni señal alguna de auxilio. Me dirigí a la ciudad en busca de ayuda; sin embargo, parecía que a las personas no les importaban mis palabras. Las jóvenes, al verme, se desnudaban el torso y los varones me ofrecían más vino. Desesperado, corrí hasta encontrar una gran construcción, un enorme templo de piedra verdosa. Entré gritando, pidiendo ayuda en medio de la oscuridad interior hasta que llegué al fondo. El espectáculo que encontré fue grotesco, grité desesperado, tenía miedo.

Alrededor de un altar de roca, personas cubiertas con túnicas rojas observaban a una joven pareja realizar actos de lujuria inenarrables, cubiertos de llagas purulentas y con las caras deformadas por las enfermedades de la sangre; todo esto a la vez que alguno de los encapuchados les cercenaba alguna extremidad. Sólo fue el inicio, pues lo que sigue no me atrevo siquiera a escribirlo.

Al terminar, la multitud se giró hacia mí con expresiones lascivas y malvadas. Intentaron detenerme, pero logré salir de aquel impío lugar antes de que cerraran las pesadas puertas de oscura madera. Corrí desesperado. Me di cuenta de que mientras más me adentraba en la urbe, los rasgos de los habitantes cambiaban sus esculturales facciones por llagas y putrefacción.

Lejos de la ciudad, encontré una destartalada cabaña de madera. Dentro me recibió un anciano de barba larga y gris, me tranquilizó y me ofreció pan, vino y sal. Me tomó un día recuperarme del espanto, acurrucado en un rincón con los puños en guardia y llorando. Al fin me acerque a él y le pregunte quién era. Me dijo que era uno de los que, hacía mucho tiempo, rechazaron al Dios de la lujuria y, por tanto, fue expulsado de la ciudad; que dedicó su vida a estudiar la magia y las estrellas. Le conté mi historia mientras, poniendo su mano sobre mi hombro, me explicaba que estaba condenado. Nadie salía de aquella tierra una vez que pisaba sus impías arenas, que ningún barco pasaba por las costas, solo el Albo conocía el camino y ni siquiera aquel capitán se atrevía a tocar puerto ahí. Me explicó también cómo los habitantes pasaban sus etapas, cómo de niños servían para limpiar las calles y letrinas, cuando jóvenes se dedicaban a adorar a su dios complaciendo sus deseos y los de aquellos que osaban visitar la ciudad y cómo los viejos, corroídos por las maldiciones de la carne, daban en sacrificio a aquellos jóvenes que enfermaban muy temprano en su vida.

Le rogué al anciano que me enseñara cómo abandonar esas tierras, pero negó tener conocimiento alguno; sin embargo, después de días de súplicas, me confesó que existía una forma, que requería sacrificios. Dije de rodillas que daría lo que fuera y entonces me reveló el método: debía sacrificar a una blanca gaviota, rodeado de hierbas que él me proporcionaría y cantar antiguos conjuros. Con esto mi alma dejaría su cuerpo y podría meterla en una botella de vidrio sellada con un corcho que viajaría por los mares hasta que alguien la encontrara y abriera.

Ahora, querido salvador, debo advertirte que con mi alma viaja la corrupción. El aire que acompaña esta nota está lleno de peste y sufrimiento. Lamento decirte también, que no existe cura para tu sufrimiento venidero. Así es, eres el último sacrificio necesario para mi libertad. Espero de corazón que desees una muerte pronta, que tu situación sea tan desesperada que la prefieras a seguir soportando tu calvario. Y si te preguntas qué fue del Albo, aquella blanca nave, ella sigue navegando y yo te he garantizado la oportunidad de unirte a su fantasmal tripulación.

 

linea relato Luis Ruelas Silva

N. del A: Este relato está inspirado en la historia de El barco blanco, de H.P. Lovecraft.

📩 Contactar con el autor: blackfox159 [ at ] hotmail [dot] com

 Ilustración del relato: Fotografía por Matyze / Pixabay [public domain]

 biblioteca relato Luis Ruelas Silva

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relato perdonen que no me levante Perdonen que no me levante, por Fernando L. Pérez Poza. En Margen Cero (primeros relatos publicados; 2001)
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Revista Almiarn.º 96 / enero-febrero de 2018MARGEN CERO™

 

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