artículo por
Adán Echeverría

 

M

ucho se ha escrito sobre la obra de Clarice Lispector por lectores especialistas, y sin embargo, aun este año 2017, su obra no es tan leída en México como la de algunos otros narradores y narradoras del sur del continente americano: Cortázar, Borges, Allende, Quiroga, Onetti, Donoso; el idioma en que ella escribió (portugués), pudiera ser esa barrera para que su obra no haya llegado a todos los rincones de México, país desde donde escribo, desde mediados del siglo XX, como la de los autores mencionados. Sin embargo hay que reconocer que otros muchos autores en lengua portuguesa sí son leídos: Eça de Queiroz, Saramago, Pessoa, pero no Lispector. Repito, Lispector no es tan leída en México como debiera serlo (y no hablo de lectura academicista, ni de lectores de manga ancha, que seguro la conocen, sino de las lecturas que deberían hacer los jóvenes lectores, los que trabajaban en oficinas, los que buscan la lectura para entretenerse y se apuran en las ferias de libro para acceder a los libros que se recomiendan), porque el poder que ha otorgado a su pluma, bien vale una revisión sesuda de todo su trabajo.

Nacida en Ucrania en 1920, y llevada al Brasil con apenas dos meses de edad, han hecho que su obra como su vida sea totalmente suramericana; vivió su infancia en la ciudad de Recife, como ella misma dejara escrito en uno de mis cuentos favoritos, titulado Felicidad clandestina, un cuento en donde la niña lectora narra la emoción que le causa, y siente, por la posibilidad de tener ya en su manos el objeto de su deseo: un libro de Monteiro Lobato, «un libro para quedarse a vivir con él».

Lispector es hija de una familia de emigrantes judíos rusos, pobres; y a los quince años se muda a Río de Janeiro, ya huérfana de padre, llevando consigo un manuscrito de «belleza inquietante y no menos perturbador», dice el crítico; se trataba de su novela Cerca del corazón salvaje que por varios meses había ido escribiendo en hojas sueltas con la idea de «capturar sensaciones y vivencias del día a día, y ritmos e imágenes que le permitieron crear un personaje femenino, centrarse en él, para narrar su existencia»; así es como nos lo relata el crítico Juan Gustavo Covo Borda. Desde joven, Lispector demostró ser una lectora ávida, y hambrienta; dijo que cuando leyó El lobo estepario de Hermann Hesse, a los trece años, se apasionó tanto con su lectura al grado de que le producía fiebre, obsesionándose, y marcándola para siempre. Una adolescente de amplios vuelos lectores, quien supo evidenciar ese amor que desde pequeña sintiera por la lectura y la escritura y plasmarlo en su obra. Los escritores, siempre vamos a escribir para rellenar esos vacíos (o huecos) que encontramos en nuestra búsqueda lectora. Un tema nos apasiona, y leemos todo lo que podemos sobre él, y si notamos que hace falta algo, comenzamos a escribirlo.

La traductora Elsa Losada Soler cuenta que la palabra con la que escribe Clarice es «de cristal, frágil y dura; por lo que traducirla es atravesar un espejo» —uno de los muchos espejos que encontramos en sus obras, en los que la autora misma se multiplica, espejos que construyen y destruyen las identidades de las mujeres que conoce, crea, recrea, boceta, dibuja, y en los que se refleja a sí misma, o de las que toma distancia, pero que están ahí presentes de cuerpo completo, sudorosas o límpidas; niñas, ancianas o jóvenes, enamoradas, solitarias, abandonadas, amorosas que huyen, que son descreídas, distraídas  o  locuaces,  fanfarronas,  tiernas,  y  muchas  más— «para volver del otro lado con algo que sólo será un triste reflejo», nos termina diciendo la traductora de su obra. Es de aplaudir que al castellano, una de las traductoras de su obra cuentística sea justamente la poeta uruguaya Cristina Peri Rossi; porque con su trabajo traductor, tan bien cuidado, podemos escuchar esa cadencia de la prosa de Lispector.

Sabemos que cada escritor poco a poco se irá creando un mundo propio con sus palabras y temas recurrentes; que con el paso de los textos irá completando los espacios vacíos de su búsqueda lectora; y con el paso de los textos escritos irá creando leyes para ese mundo propio, que sólo sus lectores, poco a poco irán descubriendo. En la obra de Clarice Lispector uno puede «creer encontrar» ese estilo de la autora, ese mundo propio que tanto la atormenta, que felizmente la atormenta, hasta volviéndola cínica en muchas ocasiones, y mediante el cual se propone descubrirnos sus historias de vida. Cito: «Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un cuerpo mirando por la ventana. Del mismo modo, la lluvia no está agradecida por no ser una piedra. Ella es la lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría llamar estar vivo. No es más que esto, sólo esto: vivo. Y sólo vivo de una alegría mansa» (escribe la autora en Tanta mansedumbre). Relato que tiene un pequeño guiño de aquel poema de la escritora uruguaya, que seguro deben conocer: «¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen./ Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen. (…) No veis que está loca? Tornadla a su casa» (El dulce milagro, de Juana de Ibarbourou). El hablante lírico de Ibarbourou, como el personaje de Lispector, nos plantean a esa mujerr que se va hablando a sí misma de sus emociones. Lispector con una emoción similar relata: «En pleno día era noche, y esa cosa que no quiero todavía definir es una luz tranquila dentro de mí, y la llamaría alegría, alegría mansa». ¿Será el amor? Lo cierto es que la mansedumbre de la que habla el personaje de Lispector, está en esa alegría, tal como en el hablante lírico; y somos los lectores de las dos autoras quienes diríamos: No veis que están locas.

Clarice murió de cáncer el 9 de diciembre de 1977 en Brasil. Para su biografía novelada, uno puede, si lo desea, referirse al trabajo de Laura Freixas, Ladrona de rosas: Clarice Lispector, una genialidad insoportable, que fue publicada en Madrid, en el año 2010. Podemos igual ir encontrando lo que algunos de sus muchísimos críticos, a lo largo de los años han escrito sobre ella y sobre su obra. O acercarnos a su vida, a través de conocer la obra narrativa que ha dejado. Lo cual siempre será para mí mucho mejor, leer la obra de los autores, no sobre la vida de los mismos.

Decía que mucho se ha escrito sobre Lispector a lo largo de su vida de creadora (publicó Cerca del corazón salvaje en 1944, a los 24 años, y murió a los 57, por lo que aproximadamente 33 años estuvo dedicada a la literatura), y mucho se ha escrito también en estos últimos 40 años después de su muerte; y seguros tenemos que estar de que se seguirá escribiendo sobre ella y sobre su obra; porque su obra está ahí para ser leída, disfrutada, compartida, ya que es imperecedera, y va ganando nuevos lectores. Yo sigo esperando que en México, la obra de Lispector penetre tal como ha comenzado a penetrar la obra de Elena Garro, o como ha penetrado la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, o los textos de Simone de Beauvoir.

Permítanme mostrar lo que algunos de sus críticos señalan:

La poeta mexicana Gloria Gervitz cree que la obra de Lispector pudiera agruparse como «literatura de la percepción», y agrega: «su tema central es la mirada, la propia mirada. Importa mucho menos qué es lo que se mira, como la manera de mirar». Para poder ilustrar lo que entiendo de lo que dice Gervitz pongo estos ejemplos:

«Él, el hombre, se ocupaba de aquello que ella ni siquiera agradecía; él atizaba el fuego, lo cual era su deber de nacimiento. Y ella, que siempre estaba inquieta, haciendo cosas y experimentando, curiosa, ella no se acordaba de atizar el fuego: no era su papel, pues tenía a su hombre para eso. No siendo doncella, el hombre tenía que cumplir su misión. Lo más que ella hacía era instigarlo, a veces: “Aquel leño —decía—, aquél todavía no encendió”. Y él, un instante antes de que ella acabara la frase que lo advertía, él ya había notado el leño, era su hombre, ya estaba atizando el leño. No le daba órdenes, porque era la mujer de un hombre que perdería su estado, si ella le daba órdenes. La otra mano de él, libre, está al alcance de ella. Ella lo sabe, y no la coge. Quiere la mano de él, sabe que la quiere, y no la coge. Tiene exactamente lo que necesita: poder tener» (de su cuento Vida al natural). ¿Quién narra lo anterior? ¿Narra Lispector o narra la mujer que se mira actuar a sí misma, y conversa con su interior? Quiere la mano de él, sabe que la quiere, y no la coge. He ahí la mirada que señala Gervitz, ¿desde dónde se narra el texto? Lispector hace que la narración vaya revoloteando dentro del personaje femenino. Como si el espíritu narrador se paseara alrededor de la mujer, mirando al hombre, mirando hacia su interior, dejándose escuchar a sí misma: el hombre tenía que cumplir su misión. Esta oración me recuerda tremenda obra de Esther Vilar: El varón domado.

Un segundo ejemplo: «Se acostó; se abanicaba impaciente con el diario que susurraba en la habitación. Tomó el pañuelo, trató de estrujar el bordado áspero con los dedos enrojecidos. Comenzó a abanicarse nuevamente, casi sonriendo. Ay, ay, suspiró riendo. Tuvo la imagen de su sonrisa clara de muchacha todavía joven, y sonrió aún más cerrando los ojos, abanicándose más profundamente. Ay, ay, venía de la calle como una mariposa» (del cuento Devaneo y embriaguez de una muchacha). De nuevo uno puede mirar, con el narrador la escena, planeando alrededor de la habitación, con la mirada narradora de Lispector, como si de una cámara de cine se tratara, que se pasea por encima de la escena, por encima de la cama, donde la mujer reposa. Y es que esa «mirada» que señala Gervitz, con que la autora inteligentemente construye sus historias, haciéndonos cómplices con ella, al ir leyendo, y mirando desde esas mismas alturas. Como si la cámara (valga la comparación) fuera acercándose a los personajes, alejándose de ellos, volviéndose a acercar, para escuchar el diálogo, y volviéndose a alejar para ceder la voz a otro personaje. Miremos con los ojos de la autora (o con los ojos del narrador) el siguiente ejemplo, en donde he introducido algunas notas, con la idea de ir aclarándome:

«Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía (el adjetivo que usa «cansada», nos sitúa como lectores muy cercanos al personaje Ana). Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el asiento en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción (y la mirada narradora se aleja en el recuerdo:). Los hijos de Ana eran buenos, una cosa verdadera y jugosa. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, momentos cada vez más completos (¿quién narra esto, la autora, el narrador?, no… es Ana la que narra, porque Ana es quien conoce a sus hijos y los llama «malcriados» con esa ternura de madre). La cocina era espaciosa, la estufa descompuesta lanzaba explosiones (describe su hogar, escuchamos las explosiones que describe, utiliza los sentidos «espaciosa», ver, las mismas «explosiones» de la descompuesta estufa, oír). El calor era fuerte (sentir) en el apartamento que estaban pagando poco a poco (sitúa el estatus social del personaje). Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte» (fragmento de su relato Amor). Como vimos, la autora hace a su narrador entrar y salir, alejarse y acercarse.

Su compilador y prologuista, el crítico cubano Miguel Cossío Woodward, señala que «Los cuentos de Clarice Lispector revelan el trazo incandescente que dejó la escritora brasileña en la literatura iberoamericana contemporánea».

Coincido con lo que dice el crítico cubano, en sus cuentos se palpa la angustia existencial, tanto como la búsqueda de la identidad femenina (como una mirada precisa, retratando, no haciendo juicios) junto a su condición de ser humano (al alzar la mirada y planear desde la altura y observar de manera más generalizada). Pongo otros dos ejemplos, primero para mostrar el plano existencial de su obra, o las preguntas hasta de índole filosófico en que la autora conversa con ella misma y con los lectores, desde un tono coloquial: «El huevo es una cosa que necesita cuidarse. Por eso la gallina es el disfraz del huevo. Para que el huevo atraviese los tiempos, la gallina existe. La madre es para eso. El huevo vive como forajido por estar siempre demasiado adelantado para su época. El huevo, por ahora, será siempre revolucionario» (en el relato El huevo y la gallina). La madre es para eso, nos plantea el ideal lispectoriano de la mujer que decide ser madre: para que el huevo atraviese los tiempos, la gallina existe.

Y de nuevo podemos entrecerrar los ojos y leer: «La mujer, que soy yo, sólo quiere alegría. Pero yo me inclino frente a la muerte. Que vendrá, vendrá, vendrá. ¿Cuándo? Ahí está, puede venir en cualquier momento» (en el relato El muerto en el Mar de Urca.) Lispector nos deja clara que para algunas personas la vida es para la alegría, para atravesar sin el desgaste de las depresiones. «Nacer es proclamarse inconforme», asienta José Vasconcelos; quien además hace este apunte delicioso: «escribir libros es un triste consuelo de la no adaptación a la vida». Le doy la razón a Vasconcelos, y cuando leo a Lispector, me voy dando cuenta de esa búsqueda tan necesaria en la construcción de su obra: «Voy a decir un secreto: mi vestido es lindo y no quiero morir» (de El muerto en el Mar de Urca.)

En sus cuentos y relatos, como en sus prosas más amplias, Lispector mantiene siempre el vuelo ensayístico que nunca la abandona, junto con la fulguración poética que no deja de ser agradable, sorpresiva, y le entrega a sus textos una carga de encanto y belleza, sin dejar de evidenciar el golpe seco de la realidad cotidiana; también, en no pocas ocasiones las historias de Lispector son interrumpidas, haciéndonos sentir ese desasosiego de que la historia podría continuar, como la vida, más allá de la anécdota. Lispector «escribió textos poco ortodoxos que no contaban historias felices de hadas y príncipes, sino sensaciones intensas en atmósferas cotidianas, impresiones fulminantes de la realidad, trozos de vida, ardientes como carbones», dice de nuevo uno de sus críticos. ¿Cómo no estar de acuerdo? Leamos: «Ah, si lo hubiera sabido, no nacía, ah, si lo hubiera sabido, no nacía. La locura es vecina de la más cruel sensatez. Devoro la locura porque ella me alucina calmadamente. El anillo que tú me diste era de vidrio y se rompió y el amor no terminó, pero, en lugar de él, vino el odio de los que aman» (en Tempestad de almas).

«Es hacia mi pobre nombre a donde voy» (en Es allí a donde voy).

La lectura de la obra de Clarice Lispector supone siempre un reto. En un principio su escritura nos sorprende porque no se acomoda a los modelos genéricos clásicos. Pero el desasosiego, y también la atracción crece porque no se reduce a cuestiones literarias, sino están escritas como golpes al muro de la realidad que siempre intenta encerrarnos. Clarice se dio cuenta de esos muros que estaban a su alrededor: matrimonio, fama, sociedad, familia: y con cada obra, mediante su talento, creatividad, la herramienta de su pluma, hacía esos huecos en la pared para alcanzar la luz que le permitía continuar.

«La interrogación constante, la indagación que caracteriza su escritura, apela a nuestra conciencia, al modo de entender nuestra relación con los objetos, con las personas y, sobre todo, con nosotros mismos» (señalan Cabanilles Sanchis y Lozano de la Pola). Sus  críticos  llegan  al  exceso tratando  de  establecer  límites:  Affonso  Romano de  Sant’anna   describe   el  modelo  narrativo de  la   autora   como   siendo  constituido de cuatro funciones básicas: 1)  situación inicial   del personaje,  2) preparación de un incidente bajo la forma de presagio, 3) ocurrencia del incidente y, 4) el desenlace, en el que el personaje o retorna a la situación inicial o permanece en la perturbación provocada por el incidente (en la obra Pozenato). Ante este tipo de «método» con que algunos los críticos han querido subyugar la obra de la autora brasileña, nos dice Clarice Lispector «Siempre quise escribir sin siquiera mi estilo natural. El estilo, incluso el propio, es un obstáculo que debe ser superado». Y nos vuelve a dar una clase de literatura y a mostrar su forma de mirar el mundo: «para quien ha leído un poco y ha pensado bastante en las noches de insomnio, es relativamente fácil decir cualquier cosa que parezca profunda» (en su relato Historia interrumpida). Y ahí les restriega en la cara algo que continuamente siempre he pensado, para qué la necesidad de encasillar la obra y el talento de los escritores.

Un día escuché a Gloria Gervitz decir «que la buena prosa, era un poema tensado al máximo». Luego la maestra sacó la novela Seda, de Alessandro Baricco, para ilustrar lo que decía. Considerando ese tono poético en constante tensión, es como Lispector, a mi entender, ha construido gran parte de su obra, si es que no toda su obra. Escuchemos este poema hecho narración:

«Es hacia mi pobre nombre a donde voy. Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de los hijos. Ellos me responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta? La del amor. Amor: yo os amo tanto. Yo amo el amor. El amor es rojo. Los celos son verdes. Mis ojos son verdes. Pero son verdes tan oscuros que en las fotografías salen negros. Mi secreto es tener los ojos verdes y que nadie lo sepa. En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo. Yo al lado del viento. La colina de los vientos aullantes me llama. Voy, bruja que soy. Y me transmuto. Oh, cachorro, ¿dónde está tu alma? ¿Está cerca de tu cuerpo? Yo estoy cerca de mi cuerpo. Y muero lentamente. ¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos nosotros» (en Es allí a donde voy).

Y contrastémoslo contra una narración con mucho mayor tono prosaico y descriptivo:

«Y ya que los hijos estaban en la finca de las tías, en Jacarepaguá, ella aprovechó para amanecer rara: confusa y leve en la cama, uno de esos caprichos, ¡no se sabe por qué! El marido apareció ya vestido y ella no sabía qué había hecho para su desayuno; ni siquiera le miró el traje, si había o no que cepillarlo, poco le importaba si hoy era el día en que se ocupaba de negocios en la ciudad. Pero cuando él se inclinó para besarla, su levedad crepitó como una hoja seca.

—¡Vete!» (en Devaneo y embriaguez de una muchacha).

La obra de Lispector es vasta, y toda ella recomendable. Sin embargo, lectores al fin, debemos decidir si queremos leer cada una de las cuartillas de la autora para el disfrute de sus temas, sus historias, su vida; o si como interesados en la literatura, con la intención de también escribirla, podemos escoger alguna de sus obras, quizá la más representativa, para poder tener tiempo suficiente para leer a otros autores y autoras. Esa siempre debe ser nuestra propuesta, pensar siempre desde nuestra propia búsqueda lectora, nuestras intenciones para conocer a los autores y sus obras. Y no tenemos que volvernos especialistas en un solo autor, pero sí podemos disfrutar su trabajo, todo el tiempo que lo queramos:

«Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante» (de Felicidad clandestina).

De la vasta obra de Lispector podemos señalar sus Cuentarios: Lazos de familia (1960); La legión extranjera (1964); Felicidad clandestina (1971); La imitación de la rosa (1973); ¿Dónde estuviste de noche? (1974); El viacrucis del cuerpo (1974); La bella y la bestia (1979); como sus Novelas: Cerca del corazón salvaje (1944); La lámpara (1946); La ciudad sitiada (1948); La manzana en la oscuridad (1961); La pasión según G.H. (1964); Un aprendizaje o el libro de los placeres (1969); Agua viva (1973); La hora de la estrella (1977).

 

 

Texto leído por su autor para el programa Los imprescindibles, a cargo de la poeta Flora Calderón, para el Instituto de Cultura de Baja California. Representación Ensenada, en el puerto de Ensenada, Baja California, 24 de marzo de 2017.

 

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ADÁN ECHEVERRÍA. Mérida, Yucatán (1975).
Integrante del Centro Yucateco de Escritores, A.C. Realiza el Doctorado en Ciencias Marinas en el Cinvestav del Instituto Politécnico Nacional – Unidad Mérida con una beca del Conacyt. Biólogo con Maestría en Producción Animal Tropical por la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Ha cursado además el Diplomado en Periodismo, Protocolo y Literatura (ICY, CONACULTA-INBA y Editorial Santillana, 2005). Por su obra literaria ha sido considerado en el Diccionario Biobibliográfico de Escritores de México que realiza la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Ha publicado los poemarios El ropero del suicida (Editorial Dante, 2002), Delirios de hombre ave (Ediciones de la UADY, 2004), Xenankó (Ediciones Zur-PACMYC, 2005), La sonrisa del insecto (Tintanueva ediciones, 2008), y Tremévolo (Ed. Praxis – Ayuntamiento de Mérida, 2009); así como el libro de cuentos Fuga de memorias (Ayuntamiento de Mérida, 2006). Compiló junto con Ivi May el libro Nuevas voces en el laberinto: Novísimos escritores yucatecos nacidos a partir de 1975 (ICY, 2007), y con Armando Pacheco la compilación electrónica en Disco Compacto Del silencio hacia la luz: Mapa poético de México. Autores nacidos en el período 1960-1989 (Ediciones Zur y Catarsis Literaria El Drenaje, 2008). Es Premio Nacional de Literatura y Artes Plásticas El Búho 2008 en poesía, Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos, convocado por la UADY (2007). Ganador del X Premio Nacional de Poesía Tintanueva 2008 (convocado en 2007). Premio Estatal de Poesía Joven Jorge Lara (2002). Mención de honor en el Premio Nacional de Cuento José Amaro Gamboa, convocado por la UADY (2004); Mención de honor en el Premio Estatal de Poesía José Díaz Bolio (2004) y Mención de honor en el Concurso Nacional de Cuento Carmen Báez (2005), de Morelia, Michoacán.

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Revista Almiarn.º 94 / septiembre-octubre de 2017 / MARGEN CERO™ PmmC

 

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